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El morbo (machista) de las agresiones sexuales

Hace poco, una seguidora me preguntaba si, como periodista, veía normal la cobertura que se había hecho de un asesinato por violencia machista en su ciudad.

En el artículo que me enviaba, no faltaban detalles acerca de qué partes del cuerpo de la víctima -y de qué manera- había forzado el agresor.

«No he podido terminar de leerlo», me escribió confesando que le daba náuseas. Respondiendo a su pregunta, sí, ese tratamiento mediático es lo normal.

mujer violencia machista

PEXELS

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De las primeras cosas que nos contaban en la carrera de periodismo es que cubrimos el servicio de informar a la ciudadanía de manera veraz, que nos debemos a la audiencia y a la objetividad.

Y, de la misma forma, el periodismo se moldea a la sociedad a la que comunica, convirtiéndose en un reflejo de sus valores e intereses.

Así que no se puede evitar: el periodismo es machista.

El periodismo es machista cuando hay un perfil concreto que es un factor añadido de interés, el de las víctimas femeninas.

Delitos a menores de edad y mujeres son los sucesos que más atraen a la ciudadanía. Y vemos ese alto impacto en casos como Diana Quer o Marta del Castillo.

La amplia cobertura responde al «síndrome de la mujer blanca desaparecida», que lo llama la periodista Paula Carroto, refiriéndose a la atención que se produce sobre un caso en el que una mujer joven, atractiva, de clase media o alta, procedente de una familia estructurada, está desaparecida o es asesinada.

Son las que se usan como gancho para que esa voracidad informativa se vea satisfecha. Y la razón responde al problema estructural del machismo, ya que el público percibe a las mujeres y los menores como sujetos débiles.

De esta concepción parte la conmoción ante los hechos que hayan podido experimentar y es cuando el sensacionalismo brilla en todo su esplendor.

Del sensacionalismo del crimen a la sensibilidad

Temáticas como la violencia, el escándalo, la polémica, una tragedia, el sexo u otras intimidades son empleadas para lograr una mayor efectividad a la hora de transmitir la noticia.

Por ello, esa excesiva narración de las agresiones es algo intencionado para aumentar el interés (y los clics) del público sobre el caso.

Pero aquí encontramos dos problemas: que o bien se potencia la brutalidad de los hechos delictivos o bien lo sucedido a las mujeres raya la pornificación, por la manera en la que se construye la narrativa.

«Lo que tienen que relatar son las lesiones resultantes, no las agresiones, a mi modo de ver», explica Cristina Fallarás, escritora y periodista española que además ganó el Premio Buenas Prácticas de Comunicación No Sexista.

«Es decir, no ‘penetración anal’ sino desgarro anal severo, alteración en las funciones del esfínter, trastornos varios… No cómo sucedió la agresión, sino qué lesiones de todo tipo provoca en la víctima y cuáles son sus consecuencias».

El sesgo de la cobertura mediática ‘normal’ -normal por frecuente, no porque sea su estado natural- se hace aún más evidente cuando nos resulta imposible imaginar esas descripciones que leemos diariamente a la inversa, es decir, si fueran sufridas por hombres.

O si imagináramos las acciones de un cura pederasta -que en nuestro país tenemos unos cuantos casos- en ese mismo estilo de crónica de sucesos.

Nos llevaríamos las manos a la cabeza y tacharíamos a ese medio de hacer apología de la pedofilia, así como de violar los derechos fundamentales de los menores.

Puede parecer sorprendente para un 44% de la población, pero las mujeres también tenemos derecho a nuestra intimidad y a ser tratadas dignamente.

Rehumanizar a las víctimas

No cebarse en la escabrosidad no es ocultar información ni negarle información a la ciudadanía, es respetar ese derecho humano de mantener una parcela privada, sin intromisiones de terceros, pero también dar ese trato mediático igualitario a las mujeres.

La apelación a la emoción de la audiencia, como afirma Cristina, no debería ir ligada a la lectura de hechos violentos y crueles, porque son caldo de cultivo de la revictimización.

Exponer a las víctimas a los detalles puede llevarles a recordar lo que sucedió, evocando su trauma.

Una cobertura más cuidadosa alejada de la ultraexposición promueve la recuperación, pero también evita que pueda afectar negativamente a su vida personal y profesional.

No necesitamos piezas informativas de alta calidad desde el punto de vista del morbo, sino de alta calidad humana, de concienciación, que fomenten la empatía y la comprensión del impacto de las agresiones sexuales.

Centrarse menos en la cosificación de las agresiones y más en la responsabilidad del agresor, es lo que conseguirá una nueva definición de periodismo de sucesos normal y un cambio más profundo como sociedad.

Esa sí es una manera efectiva de comprometerse con la erradicación de la violencia machista: dejar de hacer de ella un espectáculo.

Mara Mariño

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La preocupante obsesión por la virginidad de las cantantes

Voy a ponerte en situación. Estaba leyendo una noticia de Taylor Swift y su nueva pareja cuando, hacia el final, uno de los párrafos estaba dedicado a la virginidad de la cantante.

Narraba -con todo lujo de detalles-, cómo según las pesquisas de algunos de sus fans, era posible imaginar con quién la había ‘perdido’ y cuántos años tenía en aquel momento.

Ariana Grande

Youtube

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Para ello, habían buscado y repasado todas las letras de las canciones de la estadounidense, dándoles una interpretación que encajara con la historia de su primera experiencia.

Aquello me chocó. ¿Qué necesidad hay de revelar algo tan íntimo de una persona, por mucho que se trate de un personaje público?

Y sobre todo, ¿cómo es posible que, tantos años después, sea algo lo bastante noticiable como para que se siga incluyendo en artículos de la artista que no tienen nada que ver con ello?

Pienso en mi caso y en lo mucho que me molestaría que si ahora escribieran un artículo sobre mi libro, lo que se mencionara fuera un párrafo de con quién estuve o no en aquella ocasión, en vez de darle importancia a mi logro profesional.

Taylor no es la única, claro. Si pones en Google el nombre de cualquier cantante mujer seguido de la palabra «virginidad», te aparecen páginas y páginas de noticias con vivas descripciones de ese encuentro de las artistas, propiciadas por fans, fuentes anónimas o, de vez en cuando, ellas mismas.

Ariana Grande, Hilary Duff, Miley Cyrus son tan solo unos ejemplos. Aunque el caso más turbador es el de Britney Spears.

De la que es una de las reinas del pop, se utilizó la virginidad de manera descarada como herramienta de marketing hasta el punto de que presentadores y periodistas le preguntaban por su sexualidad como si se tratara de un interrogatorio.

Ella misma comentó en entrevistas lo incómoda que le hacía sentir haberse convertido en el mito de la «lolita» cuando cada vez aparecían hombres más mayores en sus actuaciones.

Si analizo las noticias que he leído sobre su primera vez, hay algo que comparten todas.

Lo primero es que solo se ha considerado como ‘pérdida oficial’ de virginidad el coito con un hombre (por esa regla de tres, ¿una lesbiana sigue siendo virgen?), dejando en un segundo plano el resto de prácticas sexuales.

Con esta narrativa, que además dada su fama llega a todas partes del mundo, se potencia la idea de que solo la penetración cuenta como relación sexual.

Pero también tiene una cara B, y es que juega a darla alas a las fantasías de los fans masculinos, volviéndolas más deseables al fetichizar la virginidad.

«Si no consumes su música, siempre puedes consumirla a ella», se sugiere de manera velada.

Lo segundo que tienen en común es que su sexualidad es de dominio público y tanto medios como fans se sienten con el derecho de indagar y hablar de ello en cualquier momento.

Curiosamente (o no), en el caso de los cantantes hombres, la virginidad no aparece como titular en noticias que hablan de ellos.

Sus experiencias siguen siendo suyas porque las fans no se organizan para salir de dudas, casi se podría afirmar que genera menos interés.

Y porque no existe un consumo exacerbado de su imagen al no tener tanto alcance como mito sexual como el que tienen sus compañeras de profesión.

Es más, quienes sacan el tema de sus primeras experiencias, bien lo hacen como broma («Si no me hubiera hecho famoso, aún sería virgen», decía Harry Styles) o dominan la narrativa decidiendo qué cuentan, cómo y cuando, como fue el caso de The Weeknd.

Abel Tesfaye fue de los pocos que ha compartido su historia, comentando, además, que estaba borracho y lo hizo con una mujer mucho más mayor que él, un discurso que genera preocupación más que despertar morbo, como son normalmente las historias de ellas.

Sexy, pero no demasiado

Caso excepcional es el de los hermanos Jonas, que, al llevar anillo de castidad, creaban esa expectación por ser la excepción a la norma del resto de artistas de la industria.

La diferencia de Joe, Nick y Kevin es que, como se ha sabido más adelante, lo del anillo era más teoría que práctica y no les ha supuesto un impacto negativo en su imagen haber perdido su ‘pureza’ antes de casarse.

Nada de esto es casual, es una ventaja de la cultura patriarcal aplicada al sector de la música: la virginidad de las mujeres es un valor importante, que se asocia con su moral, independientemente de que sean estrellas mundiales.

Este sesgo sexista no solo idealiza la imagen de la mujer ‘pura’ en la industria de la música, también se crean expectativas poco realistas de cómo deberían ser las mujeres y aumenta la presión por mantener la virginidad (recordemos que Britney, en cuanto la perdió y comenzó a tener una vida sexual propia, paso a ser tachada por la prensa de «promiscua» y «mala madre»).

Puede que nos pillen lejos, pero sus casos son ejemplarizantes, algo que también han vivido Miley Cyrus o Bella Thorne, tan deseadas por hombres como criticadas cuando han empezado a sacar explotar su lado sexual para sí mismas.

Si podemos hablar de la doble moral que hay respecto a la sexualidad femenina, en el caso de la industria del entretenimiento es aún más feroz.

Está la contradicción de que se espera que sean sexys y sugerentes en sus fotos, conciertos y videoclips; y a la vez se las juzga si tienen actividad sexual.

Con todo esto, se entiende el porqué de la obsesión por la virginidad de las mujeres -famosas o no-, es una forma de controlarnos.

Y puede ser usada como estrategia mediática o herramienta de ventas, ya que genera interés en torno a la vida privada de las cantantes y encumbrarlas a lo más alto, o destruirlas.

Mara Mariño

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La verdadera ‘fábrica’ de incels no es el rechazo de las mujeres a los hombres

De un tiempo a esta parte, mi Instagram se ha convertido en una batalla campal donde las palabras «feminazi» e «incel» vuelan en una y otra dirección.

Antes era «machirulo» o «señoro», pero incel ha robado el protagonismo. Además de usarla erróneamente (por suerte, no todos los hombres que hacen un comentario machista son unos incels) sí que cabe preguntarse qué es exactamente un incel.

Y, sobre todo, por qué parece que cada vez hay más.

hombre ordenador gritando

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Un incel es un hombre que se mantiene célibe involuntariamente, es decir, no tiene relaciones sexuales y culpa de ello a las mujeres, no solo a las que le rechazan, sino a todas en general.

De esta manera, y con un odio exacerbado al género femenino, la mentalidad del incel está compuesta por ideas misóginas como que todas las mujeres se mueven por el interés, y solo van a por hombres que ellos llaman «de alto valor».

Pero también viéndolas como objetos que están para su satisfacción (y por ello las culpan de no prestarles compañía), desprecio hacia las mujeres independientes, por considerarlas una amenaza a sus deseos, y en definitiva utilizan esas opiniones para llevar a cabo no solo comentarios misóginos, sino también acciones violentas.

Inciso, si quieres ampliar sobre este tema, te recomiendo mi libro Todo lo que mi novio debe saber sobre feminismo, donde analizo el término incel.

Cada vez se encuentren discursos más radicalizados dichos -y compartidos-, por generaciones jóvenes como los que se viralizan de ciertos tiktokers o youtubers.

Otra señal de alarma de que esto está sucediendo es el incremento de comportamientos de maltrato psicológico o físico hacia las chicas (los casos de violencia de género en adolescentes han aumentado un 87,2%, según el estudio de la Fundación ANAR).

Un efecto más de cómo no se está abordando ninguno de los factores que contribuyen al florecimiento de estas mentalidades y comportamientos.

La sociedad moderna es un caldo de cultivo de incels.

Cómo se ‘construye’ un incel

Personalmente, creo que no se quiere hablar de que los incels no aparecen así porque sí, porque supondría hacer crítica de lo que está mal en cuanto a educación, socialización y cultura (así como empezar a darle vueltas a las formas de solucionarlo).

Es más sencillo resumirlo en que «están rebotados con las mujeres» que llegar a la raíz del problema.

Por lo pronto, existe una presión acerca de cómo debe ser un hombre, es lo que se conoce como masculinidad hegemónica. Y, mientras que a ellos se les ofrece esta única idea de que un hombre debe ser exitoso, atractivo, seguro y capaz de dominar cualquier situación.

La masculinidad se practica como lo opuesto a la feminidad, así como el rechazo a todo lo femenino.

Ya aparece la primera idea de que lo femenino es peor o menos deseable de la misma manera que lo son comportamientos o roles que se nos han asociado a nosotras: la escucha activa, la empatía, los cuidados…

A eso hay que añadir que la expectativa social es la de que solo encuentras la felicidad en pareja, que además debe ser monógama, el modelo relacional más extendido, y siguiendo los mitos del amor romántico.

Lo que supone además mucha presión en cuanto a mantener relaciones de pareja, que son algo que deben trabajarse y no vienen por sentado.

Así como falta de confianza, experiencias negativas en el pasado relativas al rechazo, pocas habilidades sociales o ansiedad, que también hacen que tener pareja sea todo un desafío.

Cuando ese vínculo no aparece y la expectativa social no se cumple, la presión por no haberlo logrado se convierte en resentimiento.

Algo que, además, no se puede compartir con amigos porque no se prioriza socialmente la creación y cuidado de vínculos de amistad que sean red de apoyo (ni la masculinidad ve con buenos ojos que se hablen de sentimientos).

Esto genera una sensación de aislamiento en los hombres que, con la digitalización, les conduce a comunidades online donde conocen a otros que se encuentran en la misma situación que ellos.

Y es en estos espacios donde, gracias a la validación que encuentran con sus vivencias y sentimientos, se fragua la radicalización

Así que igual cabe preguntarse cómo se puede evitar que se llegue a eso: deconstruyendo la masculinidad, promoviendo relaciones sanas y satisfactorias con el entorno que supongan redes de apoyo, disminuyendo la presión por estar en pareja, siendo inclusivos y educándonos afectivamente, por poner unos ejemplos.

Mara Mariño

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Las inteligencias artificiales ya son cómplices del ‘revenge porn’, ¿por qué no lo evitamos?

Han pasado unas semanas desde que aquellos alumnos de Almendralejo usaron la inteligencia artificial para modificar fotos de sus compañeras. Un periodo en el que no hemos perdido de vista qué medidas se iban a tomar al respecto.

El proceso de movilización mediática y judicial tenía en el punto de mira a los chavales por crear y difundir pornografía infantil.

Pero de lado ha quedado un tema que preocupa más abordar por su complejidad, ¿qué pasa con las consecuencias en la inteligencia artificial?

mujer inteligencia artificial

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La tentación (y posibilidad) de desnudar a cualquier mujer del mundo está ahí y es tan fácil como subir una foto de su cara.

Así que la pregunta que incomoda, que realmente no se quiere poner sobre la mesa, es por qué si la inteligencia artificial ejecuta según lo que se pide de ella, no hay una forma de evitar que esto pueda repetirse, de ‘bloquear’ el uso de quitar la ropa a quien sea.

No debería ser tan complicado teniendo en cuenta que ya existen algoritmos que detectan si aparece un pezón en redes sociales y rápidamente se encargan de borrarlo, para proteger a un posible público sensible, pero ¿por qué no protege cuando convierte una imagen desnuda de una vestida?

La mayoría ni entendemos cómo funciona la IAs ni la controlamos, tenemos sentimientos encontrados de si van a mejorar el mundo o a dejarlo más tocado, pero lo que sí hemos visto es que pueden hacer mucho daño.

Sacándole el tema a una amiga que trabaja en ciberseguridad le dije que me parecía impensable que no existiera forma de ponerle algún tipo de código a las inteligencias artificiales para evitar que esto se repitiera en un futuro.

Podemos ver las ventajas de tener un sistema que nos ayude a hacer listas, preparar presentaciones, crear contenidos y hasta sacar ideas para el cumpleaños de tus seres queridos, ¿de verdad cambiaría tanto la cosa si cuando subes una foto al programa que sea y buscas el retoque ‘mágico’ de la desnudez el sistema detecte que es una persona y lo evite?

Su respuesta fue que todo es programable, así que me queda claro que, si no se hace, es porque no interesa. Y a nadie nos pilla por sorpresa.

Porque aunque las damnificadas empiecen a ser cada vez más (Rosalía y Laura Escanes también lo vivieron anteriormente y ya hay otro caso en Alcalá de Henares), la sensación con la que me quedo, viendo que no es algo que ni se plantee, es que da igual.

Puede que haya cambiado la forma de conseguir el material, pero el revenge porn contra las mujeres es el mismo que ya conocíamos. El acoso a las de siempre por parte de los de siempre.

Te compro el discurso de que las IAs por sí mismas no son malas, pero no el de que van a hacernos «mejores personas», como dijo una experta.

Malo es el uso que se les da. Y si los humanos que hacen uso de estos sistemas viene de una sociedad donde las formas de violencia hacia nosotras son algo normal, lo mismo van a hacer estos programas perpetuándolas.

Nadie va a hacer por cambiarlo de la misma manera que los esfuerzos por prevenir o disminuir la violencia fuera de la pantalla van también al ralentí.

Pero si alguien descubriera la forma de usar la inteligencia artificial para transferir dinero de las grandes fortunas del mundo a la cuenta bancaria propia, este código o programación de la que os hablo iba a empezar a funcionar en menos de lo que tardas en hacer un click.

Mara Mariño

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¿Qué une a más de la mitad de los feminicidios de 2023?

Lo de las cifras de feminicidios de 2023 está siendo de película de terror.

Pero hay otro dato que me ha inquietado: repasando los 52 crímenes mortales, 29 de ellos han sido producidos por parejas o exparejas.

Mujeres feminicidios

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Sí, el porcentaje es escalofriante: el 55% de las mujeres asesinadas han fallecido por hombres con los que están casadas, intentando separarse, separadas o con los que solo tienen relaciones esporádicas.

Es decir, más de la mitad de las mujeres a las que matan en España, no pierden la vida por culpa de un asesino en serie.

Esa figura -que suena casi de ficción- del monstruo que circula libremente y espera de noche detrás de una esquina, expectante, a su próxima víctima.

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Más de la mitad de las mujeres que han perdido la vida este 2023, ha sido en manos de la misma persona con la que se tomaban el café por la mañana, con quien tenían hijos o con quien se iban de vacaciones.

Los hombres de su círculo más cercano, de los que menos han sospechado por esa idea, tan romántica y errónea, de que quien te quiere no te haría daño.

Que el 100% de los homicidas de feminicidios íntimos sean hombres es la prueba de irrefutable de quienes quieren volver a cuestionar que este es un problema con nombre propio (violencia de género).

Porque ha sido dentro de parejas de todo tipo: sentimental, sexual o ambas. Con el denominador común, también, de que han sido ellas las asesinadas.

Leyendo estos datos en la pantalla, hasta diciéndolo hasta para mí misma, sé que suena alarmista. Ninguna queremos ver con recelo a nuestro compañero, la persona en la que más confiamos.

Pero eso no quita que estamos ante un problema de alcance mundial, nos guste o no escuchar. Por ser mujeres nos jugamos la vida.

Y aprovechando que parece que esta semana la frecuencia y cantidad de homicidios se han salido de la violencia habitual, la que casi se ve socialmente como inevitable, es el momento de tomar nota de en qué circunstancias se han dado los asesinatos y pedir más.

Más intervenciones tempranas, más vías de salida financiadas para que las víctimas tengan a dónde acudir, dónde sentirse protegidas.

Si el 55% de los homicidas eran las parejas, la casa ya no es un lugar seguro.

Y por supuesto mayor peso de la justicia ante estos crímenes. Al mismo tiempo, blindarnos en banda hacia cualquier forma de violencia hacia las mujeres (verbal, física…).

Hacernos intolerantes del maltrato e implicarnos en la lucha contra el terrorismo machista.

Porque si seguimos debatiendo que si existe o no, no se pone el foco en esto: en ellas, en prevenir que suceda.

Y menos aún en pensar que no estamos a salvo en casa con nuestra pareja.

Pero mientras tanto la cifra sigue creciendo cada día.

Mara Mariño

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No soy una ‘Mónica’, pero también me han llamado ‘zorra’

Ayer, después de descubrir que los famosos insultos del colegio mayor, habían tenido lugar en Madrid, escribí a una amiga y le pregunté si quería acompañarme a manifestarnos delante del Elías Ahúja.

No, no éramos las damnificadas de manera directa, porque los insultos no iban hacia nosotras.

No éramos unas ‘Mónicas’. Pero, a la vez, sí que lo éramos.

mujeres feminismo sororidad

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La universidad hace tiempo que la dejamos atrás, y, sin embargo, no podíamos quedarnos sin hacer nada. Estábamos molestas con la manera en la que había sucedido todo.

Sobre todo descorazonadas pensando que, en vez de ir hacia delante, en dirección a una sociedad igualitaria, fueran esos los comportamientos que nos esperaban en el futuro.

Cada acción viene acompañada de una reacción y ante acciones machistas, que celebren esa supremacía de que los estudiantes pueden hacer o decir lo que quieran, no nos parecía mejor ‘contraataque’ que plantarnos allí.

De manera pacífica, por supuesto, con dos carteles y en silencio.

Organizadas, a diferencia de ellos (que lo hicieron para su cántico machista), para decir que no estábamos de acuerdo con ese trato vejatorio.

No sé si la imagen de estar allí, dos mujeres en la treintena, lejos de la vida universitaria, con pancartas en alto pidiendo un lenguaje respetuoso hacia nosotras, contrarrestó de alguna manera el ya famoso speech de «Conejas, salid de vuestras madrigueras».

Pero algo hizo que, tras ver ese vídeo con un edificio entero de hombres aullando y vociferando como si de verdad se encontraran preparándose para un ataque en manada, nos tocara la fibra y nos empujara a salir de casa.

 

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Porque no somos ‘Mónicas’, ni universitarias de la Complutense, pero sabemos muy bien lo que es que nos insulten con esos mismos términos.

La palabra «puta» o «zorra» la llevamos oyendo desde el colegio. En el patio, en clase soltada por lo bajito o bien alto por algún compañero, en la discoteca, cuando no estábamos interesadas por el chico que nos estaba insinuando que si queríamos dejar la pista y terminar en su cama.

La hemos oído en la calle, de parte de algún desconocido que consideró que merecíamos el mote, también desde coches en marcha, gritado a voces desde un edificio sin poder identificar, en esa ocasión, quién ha sido.

Como nos lo llevan llamando en incontables ocasiones a lo largo de nuestra vida, es imposible no empatizar con las alumnas que los reciben y sentir que, de cierta manera, también van para ti.

Porque has sido la destinataria tantas otras veces…

Y si cada vez que oímos un «puta» nos sentimos automáticamente identificadas, solo por el hecho de ser mujeres, quizás es porque estamos en un país en el que se ha normalizado hasta ese punto que ese sea el trato que recibamos.

Por eso, para nosotras, era tan importante hacer algo al respecto. Lo que fuera.

Porque estamos ya cansadas de ser insultadas por hombres, conocidos o desconocidos, porque nos duele aún más cuando se le quita peso llamándolo «broma» o «tradición», para garantizar que puedan seguir haciéndolo.

Porque si enseñamos a las generaciones que están de camino que aquí está la diversión, en un trato denigrante hacia nosotras, en una agresión verbal, ¿qué hacemos sino preparar el terreno a que, en un futuro, eso termine en una agresión física, en una violación?

Mara Mariño

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Muñecas sexuales y violencia hacia las mujeres: una oscura relación

Fue en el pasado Salón Erótico de Barcelona que vi, por primera vez, una muñeca sexual.

Además me acuerdo que una amiga sexóloga me invitó a meter un dedo por el orificio que imitaba la vagina para comprobar cómo se parecía a la realidad.

Y sí, mucho.

muñeca sexual

ROSEMARY DOLL

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La muñeca parecía mirar al infinito mientras descubríamos que hasta su piel tenía esa textura aterciopelada, tan similar a la nuestra.

Sabía que era un juguete sexual, pero es que parecía muy humana.

Ya no era como esos modelos que salieron cuando empezó el furor por las muñecas sexuales, que parecían flotadores de color rosa con la cara pintada por un niño de Art Attack.

Aquello era como estar en el principio de lo que podría convertirse en Blade Runner, una sociedad formada por humanos y replicantes.

Y, por supuesto, algo me rechinaba.

Siendo tan parecidas, lo único que podría faltar en apariencia, para sustituir a una mujer real, era el calor corporal y la respiración.

Dos características que muchas empresas, especializadas en muñecas, también permiten añadir a sus diseños.

En tanta similitud veo el problema. Porque al emular seres humanos casi a la perfección, tiendo a pensar que más de uno podría confundirse tratando a las muñecas como mujeres… Y a las mujeres como muñecas.

Y un último estudio realizado por The Journal of Sex Research, que se centró en analizar los comportamientos de hombres heterosexuales que poseen muñecas sexuales, acaba de confirmar mis sospechas.

Se dividió la muestra en dos grupos, los que trataban a la muñeca como su pareja y aquellos que la utilizaban como cualquier otro artículo íntimo.

Fueron los que se sentían en una relación con la sex doll quienes, en la siguiente fase del estudio, mostraban actitudes violentas hacia las mujeres reales.

Tendían a cosificarlas y mostrar comportamientos más hostiles hacia ellas, fijándose solo en el aspecto físico de estas -sin prestarle atención a la forma de ser, conversación, etc- y considerando que las mujeres reales solo buscan aprovecharse de los hombres y hacerles daño.

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Del grupo que pensaba de esta manera, gran parte estaba formado por hombres divorciados o solteros.

A diferencia de las mujeres humanas, consideraban a su muñeca la pareja perfecta y sentían que tenían un vínculo emocional con ella.

En cambio, los participantes del otro grupo, solo veían la sex doll como podían ver un masturbador. No se habían involucrado con ella de manera sentimental.

Los resultados de sus pruebas tampoco mostraban que les afectara a la hora de relacionarse con mujeres, solo eran un juguete sexual más.

Así que mi conclusión es que lo que realmente habría que cuidar es qué se hace con ellas. Una muñeca puede cumplir una fantasía de la misma manera que otros productos ayudan a explorar la sexualidad.

Pero no se pueden seguir adquiriendo como quien compra una mujer ‘a medida’. Sobre todo porque muchos de los que tienen estas muñecas en casa afirman que son «mejores que las mujeres de verdad».

Cuando lo que las convierte en ‘mejores’ es que no hablan, no se mueven ni tienen voluntad -por lo que no se oponen a los deseos de su propietario-, realmente se está comprando que pueden hacer con ellas lo que quieran sin ninguna consecuencia.

Es decir, se fomenta esta idea de que el sexo es un bien más que se puede adquirir en el mercado.

Por el camino quedan olvidadas la intimidad y la empatía, dos cosas que se construyen interaccionando entre las dos partes.

Así como el consentimiento, que es algo que sí es imprescindible para tener sexo con una mujer real.

Mara Mariño

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Netflix o cómo triunfa la violencia machista convertida en espectáculo

Un viernes cualquiera entraba en Netflix, lista para hacer una maratón de series o lo que me sugiriera la plataforma.

Como la mayoría de las veces, repasé lo más visto en España aquellos días. Y muchos de los resultados tenían en común lo siguiente: sexo, muerte y mujeres.

Netflix series

EL BLOG DE LILIH BLUE

De un tiempo a esta parte, cada vez le voy cogiendo más manía a Netflix y a su costumbre de convertir tragedias de violencia machista en puro entretenimiento.

En aquel momento eran las producciones de El Caso Alcàsser y ¿Dónde está Marta? las dos que coronaban la lista.

La conclusión es escalofriante: el morbo de un asesinato, con violación de por medio, vende.

Y vende hasta el punto que a nadie le sorprende que se haga de ello un show. Al igual que tuvo también su reconocimiento el de Chicas perdidas.

Ya no basta con hacer series o películas que se metan en la cabeza de los propios asesinos. Nos sabe a poco escuchar en una cinta cómo Ted Bundy elegía a sus víctimas.

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Lo que tira es meterse hasta el fondo, conocer hasta el más mínimo detalle. Ver toda la historia como cuando miras True Detective o El guardián invisible.

Y ahí precisamente es donde está el problema. En pensar que lo que vemos en la pantalla no es real, en distanciarnos emocionalmente, en quitarle peso gracias a que comparte espacio en una plataforma donde la mayoría de títulos son ficción.

En mirarlo como se ve una película nueva de los Vengadores.

Pero también en pensar que, del próximo asesinato de violencia machista, no solo se cubrirán los periódicos por un día y las feministas encenderemos Twitter pidiendo cambios.

Ya habrá una serie para distraernos, hacer del horror algo interesante y bien narrado de lo que no podemos desengancharnos.

«Un excelente trabajo ensayístico», «un rompecabezas adictivo» o «un buen ritmo, una fotografía cuidada» son algunas de las críticas que, a día de hoy, se pueden leer de las series que he citado anteriormente.

Con una falta de tacto equivalente a que no hubiera vidas sesgadas ni familias destrozadas detrás de ello. Pero las hay.

No solo nos matan. De nuestra muerte hacen espectáculo.

Y Netflix se asegura de que lo disfrutemos.

Mara Mariño

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Todas las mujeres compartimos que nos han llamado ‘puta’

Con 5 años volvía con mi abuela de la panadería. Dos chicos pasaron en moto pegados a nosotras y les llamó la atención. «Puta vieja», le gritaron mientras aceleraban.

No sé qué me asustó más, si el rugido del motor tan cerca o que le hubieran llamado eso a mi abuela. Ella siguió subiendo la cuesta hacia la casa como si nada, cargando la bolsa con el pan y yo le seguía de la mano al borde de llanto.

De no haber visto su entereza, seguramente me habría derrumbado.

¿Cómo iban a llamarle eso a quien dejaba Chupa Chups escondidos para que los encontráramos los nietos?

SAVAGEXFENTY

Aquel «puta» de mi abuela encabezó la larga lista que seguiría anotando mentalmente en mis años de colegio, donde estudié hasta cumplir los 18.

«Putas» eran mis compañeras de primaria que, cansadas de que les levantaran la falda a diario, optaban por ponerse unas mallas cortas por debajo, asumiendo que, ya que iban a quedar al descubierto, al menos no fuera en bragas.

«Putas» éramos también (y aquí empleo el plural) si nos daba por echarnos novio, otro más después o si se nos ocurría dejarnos tocar -incluso aunque fuera lo que más deseáramos-.

Yo fui «puta» en primero de Bachillerato por tener la ocurrencia de dejarme ser vista en la habitación del chico que me gustaba en el viaje de curso, aunque no hubiera pasado nada (ahora pienso que si hubiera pasado, ¿qué más daba?).

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Fui llamada «puta» a la cara por mis amigas y a las espaldas por los demás. Un apelativo que me llevó a una crisis nerviosa antes de la clase de química. Lloré sola en el baño frente a la clase, sintiéndome incapaz de entrar con la frente alta.

Llegó la universidad, la oportunidad dorada de dejar de ser «la puta de la clase», de poner a cero el contador. ¿Cómo dejarla escapar?

Me crucé también con varias «putas» en periodismo durante aquellos años. Especialmente las que progresaban más que el resto.

Mis compañeras más válidas, mejores estudiantes y que, al poco, eran fichadas para hacer prácticas en los medios que todos soñábamos (o eso creíamos) eran las más «putas», las que algo habrían hecho para llegar ahí, me soltaba mi amigo de aquella época.

No, tampoco me escapé de ser «puta» en aquel tiempo. Mi ex pareja se encargaba de hacérmelo saber en cuanto desaparecía más de 5 minutos de estar en línea del WhatsApp, la prueba para él de que me estaba acostando con todo Madrid.

Fui «puta» también a los 25 mientras estudiaba el máster, por decirle que no estaba interesada, que estaba enamorada de mi pareja. Fui «puta» por contestarle con una peineta al desconocido que me gritó desde una bici lo que querría hacer entre mis piernas.

Y dejo de hablar en pasado y empleo el soy porque, como a mi abuela, también habrá quien me llame «puta» hoy.

«Puta» es la mujer que se queda embarazada por hacerlo sin condón. «Puta» es quien se la chupa a su novio en la sangriada de la universidad. «Puta» es quien le manda una foto después de salir de la ducha y luego no quiere quedar. «Puta» es la que llevando menos tiempo que tú en la empresa, asciende y pasa a ser tu jefa. «Puta» por querer pagar ella su copa. «Puta» la que se te cuela en Mercadona. «Puta» somos todas.

Duquesa Doslabios.

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¿Qué hay de pegar cuando sufres maltrato por parte de tu pareja?

El caso de Amber Heard y Johnny Depp me resulta familiar. Una pareja, loca de amor al principio, que termina envuelta en una espiral de violencia donde hay que meter, como no podía ser de otra manera siendo dos celebridades, a la prensa y el impacto mediático que eso conlleva.

PIXABAY

De la segunda parte no puedo decir nada, pero puedo hablar (y mucho) de la primera. Sobre todo porque, después de vivir en tus propias carnes una experiencia de ese estilo, reconoces a la primera algunas cosas de las relaciones tóxicas.

La última pieza del puzzle, ha conseguido que los fans del actor den un suspiro de alivio: se han filtrado los audios de Amber en los que admite haber pegado al actor.

Como si eso fuera a todo lo que se reduce el problema. Como si eso la convirtiera automáticamente en la agresora.

No puedo evitar pensar en mi caso. En lo que habría dicho sobre nosotros mi expareja si hubiéramos sido estrellas del universo celebrity.

Más que seguramente, en defensa de su ‘inocencia’ habría declarado que, la última vez que nos vimos, recibió una bofetada por mi parte.

Bofetada que le di cuando, tras pedirle que no se acercara a mí, intentó besarme a la fuerza.

Su reacción se me clavó en el alma. En vez de responder con violencia, como había visto todas las veces hasta ese momento, se tapó la cara gritando que le había pegado, que cómo había sido capaz de hacerle eso.

La culpabilidad por un lado, y la incredulidad por otro, me ahogaban por dentro. Yo, que soy contraria a la violencia física. Yo, que tan mal lo había pasado cada vez que él me había puesto -o incluso acercado- la mano.

¿En qué me convertía que yo hubiera recurrido a la violencia? ¿En una maltratadora? ¿En alguien como él?

Varios meses en la psicóloga me ayudaron a resolver mis dudas. Ni era violenta ni maltratadora por naturaleza. Aquella bofetada no había sido más que el valor de, por primera vez, recurrir a la defensa propia.

Puede que en ese momento él no hubiera mostrado una reacción violenta, pero como tantas otras veces, empezaba a sobrepasarse usando la fuerza en contra de mi voluntad cuando ya le había pedido que no me tocara, que no se acercara, que no me lo hiciera.

Ver a mi ex novio llorando en el asiento delantero del coche, por aquella bofetada, que no fue más que la prueba de que no estaba dispuesta a seguir dejando que abusara de mí, hizo que mis cimientos se tambalearan.

Más tarde comprendí que sus reacciones y las mías no jugaban en la misma liga.

Porque había una gran diferencia entre nuestros usos de la violencia. Cada vez que él me había cogido, estrangulado, tirado al suelo, amenazado con un filo, inmovilizado, reventado algo a golpes hasta hacerse sangre con las manos a lo largo de esos meses, había sido para someterme, asustarme, callarme o ‘castigarme’.

La única vez yo la usé contra él (y con una bofetada, que no le quito peso, pero no fue precisamente un puñetazo en la cara) fue para hacerle ver que solo necesitaba a una persona para protegerme: yo misma. La misma que hasta ese momento se había dejado controlar.

Una reacción que solo quería decir: «Este cuerpo es mío y voy a protegerlo de ti».

Duquesa Doslabios.

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