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‘¿Cuándo toca?’ El desafío sexual en las parejas que conviven

Hay un cambio que he identificado en mi vida sexual de cuando paso de estar saliendo con alguien, a cuando se sube el siguiente escalón: el de la convivencia.

El sexo fluye distinto, antes de compartir piso solía surgir en cualquier momento que coincidiéramos -bastaba una puerta de por medio, que nos diera algo de intimidad-.

Pero cuando comparto el espacio, empiezo a preocuparme por los tiempos. A ver si me explico…

pareja cocina

PEXELS

Cuando la relación no se da bajo el mismo techo, esas ganas de estar a solas con la otra persona se cultivan.

Crece la expectación de cuándo será el próximo encuentro y te regodeas con lo que harás en el momento que os encontréis de nuevo.

Con esa anticipación construida, se entiende que lo primero que hagáis, nada más veros, sea desnudaros.

Pero cuando el espacio es común, una de las primeras cosas que notas es la dificultad de que vuestros deseos coincidan. La intimidad cambia y nadie te avisa de ello.

O bien una persona tiene prisa porque tiene que salir de casa, o está liada haciendo algo -trabajo, carga doméstica, llamada a sus padres…- o simplemente no le apetece a la vez que a ti.

Que es algo normal y todo lo que tú quieras (de hecho te hablé más en profundidad sobre el tema en este artículo). Sin embargo es lo que hace que tan pronto como sucede que las libidos se ponen de acuerdo y echamos un polvo, me pregunte «¿cuándo será la próxima vez?».

Mi agobio viene de todos esos artículos de «Cuál es la media de los españoles en la cama», «Esta es la frecuencia ideal de las parejas duraderas», «La adecuada cantidad de veces que las parejas deben tener sexo»

¡Si hasta Broncano pregunta a sus invitados cuánto sexo han tenido en el último mes!

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Hay una presión social de que la frecuencia importa, o eso pienso yo cuando empiezo a hacer el cálculo mental de si tuve sexo el martes, ¿puedo proponerlo el jueves o va a ser muy temprano?

Lo que antes de convivir sucedía de manera orgánica ahora se siente como intentar resolver una ecuación de segundo grado: ni quieres sentir que agobias a tu pareja yendo demasiado detrás, ni que tampoco piense que no tienes interés.

Le comentaba esta preocupación a una amiga sexóloga y me tranquilizó (un poco) saber que a ella también le pasaba.

Así que ahora me pregunto si es una rayada que también sofoca a nuestros novios o es solo cosa nuestra. Prometo informar de mis pesquisas cuando haya avances.

De cualquier manera, ahora que he identificado que esto se ha convertido en un interrogante inherente a mi vida en pareja, estoy trabajando en darle una vuelta.

Intento olvidarme del tema de la periodicidad sexual porque, como sexóloga en ciernes, sé de sobra que no existe una media universal que debamos cumplir para que sea una vida íntima satisfactoria.

He reflexionado en cómo quiero que sea mi vida íntima conviviendo con mi pareja, y puede que ya no me regodee en el factor sorpresa del tiempo, pero sí en el de lo que quiero hacer (que va desde fantasías a prácticas o probar juguetes nuevos).

Ya no construyo expectación de que en cuanto le vea voy a arrancarle la ropa aprisa y corriendo, pero sí la de imaginarme qué vamos a hacer la próxima vez que estemos, sea cuando sea.

El estándar no debería ser de frecuencia, sino de calidad, y de ahí que sea con el deseo correspondido para que nos pille encendidos y con las ganas de que suceda.

Mara Mariño

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Muñecas sexuales y violencia hacia las mujeres: una oscura relación

Fue en el pasado Salón Erótico de Barcelona que vi, por primera vez, una muñeca sexual.

Además me acuerdo que una amiga sexóloga me invitó a meter un dedo por el orificio que imitaba la vagina para comprobar cómo se parecía a la realidad.

Y sí, mucho.

muñeca sexual

ROSEMARY DOLL

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La muñeca parecía mirar al infinito mientras descubríamos que hasta su piel tenía esa textura aterciopelada, tan similar a la nuestra.

Sabía que era un juguete sexual, pero es que parecía muy humana.

Ya no era como esos modelos que salieron cuando empezó el furor por las muñecas sexuales, que parecían flotadores de color rosa con la cara pintada por un niño de Art Attack.

Aquello era como estar en el principio de lo que podría convertirse en Blade Runner, una sociedad formada por humanos y replicantes.

Y, por supuesto, algo me rechinaba.

Siendo tan parecidas, lo único que podría faltar en apariencia, para sustituir a una mujer real, era el calor corporal y la respiración.

Dos características que muchas empresas, especializadas en muñecas, también permiten añadir a sus diseños.

En tanta similitud veo el problema. Porque al emular seres humanos casi a la perfección, tiendo a pensar que más de uno podría confundirse tratando a las muñecas como mujeres… Y a las mujeres como muñecas.

Y un último estudio realizado por The Journal of Sex Research, que se centró en analizar los comportamientos de hombres heterosexuales que poseen muñecas sexuales, acaba de confirmar mis sospechas.

Se dividió la muestra en dos grupos, los que trataban a la muñeca como su pareja y aquellos que la utilizaban como cualquier otro artículo íntimo.

Fueron los que se sentían en una relación con la sex doll quienes, en la siguiente fase del estudio, mostraban actitudes violentas hacia las mujeres reales.

Tendían a cosificarlas y mostrar comportamientos más hostiles hacia ellas, fijándose solo en el aspecto físico de estas -sin prestarle atención a la forma de ser, conversación, etc- y considerando que las mujeres reales solo buscan aprovecharse de los hombres y hacerles daño.

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Del grupo que pensaba de esta manera, gran parte estaba formado por hombres divorciados o solteros.

A diferencia de las mujeres humanas, consideraban a su muñeca la pareja perfecta y sentían que tenían un vínculo emocional con ella.

En cambio, los participantes del otro grupo, solo veían la sex doll como podían ver un masturbador. No se habían involucrado con ella de manera sentimental.

Los resultados de sus pruebas tampoco mostraban que les afectara a la hora de relacionarse con mujeres, solo eran un juguete sexual más.

Así que mi conclusión es que lo que realmente habría que cuidar es qué se hace con ellas. Una muñeca puede cumplir una fantasía de la misma manera que otros productos ayudan a explorar la sexualidad.

Pero no se pueden seguir adquiriendo como quien compra una mujer ‘a medida’. Sobre todo porque muchos de los que tienen estas muñecas en casa afirman que son «mejores que las mujeres de verdad».

Cuando lo que las convierte en ‘mejores’ es que no hablan, no se mueven ni tienen voluntad -por lo que no se oponen a los deseos de su propietario-, realmente se está comprando que pueden hacer con ellas lo que quieran sin ninguna consecuencia.

Es decir, se fomenta esta idea de que el sexo es un bien más que se puede adquirir en el mercado.

Por el camino quedan olvidadas la intimidad y la empatía, dos cosas que se construyen interaccionando entre las dos partes.

Así como el consentimiento, que es algo que sí es imprescindible para tener sexo con una mujer real.

Mara Mariño

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La intimidad sin que afecte al sexo o por qué no creo en la ‘teoría del váter’

Aviso, voy a ponerme escatológica. Mi consejo es que, si estas cosas te producen repelús, dejes de leer ahora.

PIXABAY

La primera vez que me tiré un pedo delante de mi pareja fue casi al principio de nuestra relación, cuando estábamos a punto de quedarnos dormidos.

Y aunque solo estábamos él y yo en aquella cama de matrimonio, cuando el olor empezó a salir del edredón, me hice la despistada sin admitir -cuando era más que obvio-, que yo era la culpable.

A día de hoy, aquella anécdota (y, sobre todo, que intentara escurrir el bulto) sigue haciéndonos mucha gracia.

Quizás esa ha sido una de las claves de que duremos, más que tanto, tan bien. Que, desde que empezamos, todo lo relativo a olores y excrementos solo nos ha servido para hacernos bromas.

Es por eso que me parece tan chocante la ‘teoría del váter’, esa que sostiene que, o mantienes una parcela separada de tu pareja cada vez que necesite usar el váter para defecar -o cualquier otro tipo de intimidad-, o mandas tu relación por el mismo sitio donde se sienta él (o ella).

Según esta teoría, incluso dejarle pasar a cepillarse los dientes cuando estás en plena faena es equivalente a cargarse la libido y dejar de verle el atractivo sexual a la otra persona.

Y yo me pregunto, ¿si de verdad viéramos a Emily Ratajkowski o Zac Efron en el baño dejarían de encantarnos?

Es bastante simplista pensar que todo el atractivo por una persona se resume en verla cagar, depilarse o sacarse la copa menstrual.

¿No es mejor que, en caso de necesidad, tengamos y tenga nuestra pareja la confianza de poder hacer lo que quiera?

Más que nada porque la vida es larga -por suerte- y habrá algún momento, en todos esos años en pareja, en que te veas en medio de las fiestas de su pueblo con una indigestión histórica (culpa de aquellos chupitos de vino caliente con barquillos) y necesites urgentemente vaciar la carga.

En el instante en el que evacuas a pocos metros de tu pareja, que vigila que nadie se acerque al descampado, sabes -si tienes una relación en la que se tiende a relativizar- que se convertirá en algo anecdótico que contar en la sobremesa de la cena con los amigos.

E igual que os reíais la primera, seguirá haciendo mucha gracia la vigésima vez que salga la historieta.

Para mí, esa es la auténtica magia el amor. Que te da igual que a tu pareja le huelan los pies, que deje sucio el calzoncillo o que le cuelgue un moco de la nariz, hay algo mucho más fuerte que todo eso que consigue que le sigas viendo atractivo, que le sigas deseando, que te siga excitando.

Y, en nuestro caso, entrar a escondidas cuando el otro está ocupando el baño, jugar a olernos la axila después de venir del gimnasio o hacer bromas con una pelusilla del ombligo consigue que vivamos despreocupemos de lo que son cosas normales de nuestro cuerpo en ciertos momentos.

Preferimos verle el lado divertido, darnos una buena ducha y terminar las bromas en la cama. Así, no hay nada que te corte el rollo. Ni siquiera si se escapa algún pedo.

Duquesa Doslabios.

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