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La lista de las guapas de clase

El otro día (juro que algún día dejaré de empezar a escribir utilizando esta fórmula) tomaba café con una amiga en una terraza de Malasaña.

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A medio camino entre los 20 y la treintena, hablábamos de Por trece razones, la serie adolescente de Netflix sobre un suicidio en un instituto que habíamos visto hacía poco y que tanto nos había impactado.

Sorprendentemente, habían sido varios los puntos comunes que expone la serie y aquellos que tuvieron lugar en aquella época de nuestra vida, como, por ejemplo, las listas de las guapas de clase.

Y digo de las guapas porque, al menos en mi colegio, empezaban escritas por algún chico ya que éramos nosotras las ordenadas en orden de belleza o mejor físico.

Si en la serie votaban a aquella con mejores labios o mejor culo, en la del mío no hacía falta. O eras guapa o estabas buena, todas las demás no entraban dentro del inventario.

Me contaba mi amiga la angustia que producía en su colegio estar fuera de aquellas clasificaciones, que no significaban otra cosa que ser totalmente invisible.

De haber llegado una de esas enumeraciones a alguna de mis profesoras, habrían repetido lo que solían decir la mayoría cuando nuestros compañeros nos levantaban la falda o nos tiraban del pelo en clase para llamar la atención: «Son cosas de niños», «Solo están jugando» o «No seáis tan exageradas».

Esto me lleva a pensar varias cosas: ¿Cuál es la necesidad de estar desde pequeñas (la primera lista que vi fue cuando tenía 9 años) con esa presión estética? ¿Cómo de dañino nos resulta pensar que o estamos dentro de un ranking físico o no valemos nada porque somos invisibles para el resto de compañeros?

Pero sobre todo, ¿cuándo vamos a darle importancia a estas cosas, aparentemente banales, que teniendo lugar a edades tan tempranas forman parte de la base de la que partimos a la hora de plantearnos el mundo?

Duquesa Doslabios.

(y acordaos de seguirme en Twitter y Facebook).

Cumpliendo su fantasía sexual «disfrazándome» de profesora

Tengo una costumbre con mi pareja que, aunque hemos empezado hace poco, ambos nos declaramos fanáticos de ella: apostarnos fantasías sexuales. ¿Sabes el típico momento en el que uno de los dos le lleva la contraria al otro y dice «¿Qué no? Madre mía, te digo yo a ti que sí»? Ahí es cuando decimos: «Vale, hagamos una apuesta». Una vez se ha salido de dudas, el ganador tiene derecho a pedirle al otro la fantasía sexual que quiera.

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Yo en un primer momento me las prometía muy felices imaginándome románticas fantasías salidas de una novela de Jane Austen versión erótica. Vamos, que ya me estaba imaginando a mi pareja interpretando a Mark Darcy en Orgullo y Prejuicio en la escena del lago, es decir, vestido con una camisa blanca empapada. Era imaginarlo y se me hacía la boca agua. Sin embargo, la apuesta la ganó mi pareja y me tocó «apechugar» con su petición, que no fue otra que disfrazarme de profesora.

«Con escotazo y tacones» me pidió como únicos requisitos. Y yo, que cuento con una amiga profesora, no pude sino suspirar resignada por esa imagen ficticia que tienen muchos hombres acerca de las docentes, más que nada porque si veis a mi amiga y a sus compañeras, entenderíais que no encajan en esa imagen casi pornográfica. De hecho, haciendo memoria, el único tacón que le he visto a mis profesoras ha sido el típico ancho de tres o cuatro centímetros, un tacón a años luz del que llevan los zapatos altos.

Pero como a fin de cuentas, había que respetar la apuesta, hice de tripas tacón. Reconvertí una especie de uniforme de colegiala en uno de profesora y metí las gafas para tener algo con lo que poder juguetear entre las manos.

Como soy una mujer formal y seria me preparé la fantasía a conciencia hasta el punto de sacar impreso un examen de la E.S.O. para poder introducirlo en el juego a modo de strip test (lo tenéis en este enlace por si queréis probarlo en casa). Un acierto suyo y yo me quitaba una prenda para «premiar el estudio», mientras que si fallaba, la prenda me la debía él.

Todo esto, en teoría como os lo cuento, suena muy profesional, ya que encima, antes de empezar, le di una pequeña charla acerca de cómo estaba prohibido llamarnos por nuestros nombres, salirnos de la fantasía, etc. No sé si fueron los nervios o que mi pareja interpretara a un estudiante de 16 años con la barba cerrada que tiene, que al final me acabó entrando la risa y terminé saliéndome más del guión que él.

Sin embargo, la idea del examen fue un éxito aunque nos quedáramos a la mitad de las preguntas, ya que sirvió como rompehielos, y nos dio la excusa para que él «preguntara dudas» y yo pudiera juguetear con las gafas.

Por mucho que aquello más que una clase real parecía de una película de Xvídeos, pasamos un rato divertido y ya estamos a la espera de ver quién gana la próxima apuesta. Mark Darcy, esta vez no te me escapas.

Duquesa Doslabios.