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Dani Alves o lo ‘barato’ que sale violar

Con la subida de precio que realizó Netflix hace unas semanas fueron 1,6 millones de clientes los que la compañía de streaming despidió de entre sus filas.

El mensaje era claro: «si el precio es tan alto, no vamos a pagarlo».

Dani Alves

@DANIALVES

La Justicia funciona de manera parecida. Condenar no solo es un acto de imponer una pena por lo sucedido, es un aviso.

Una manera de disuadir a quienes puedan plantearse hacer algo parecido.

En teoría, las leyes garantizan un funcionamiento social correcto porque son las fronteras de los comportamientos que no están permitidos, las líneas rojas que no se deben cruzar.

O eso pensamos.

Sentencias como la que ha salido hoy sobre el caso de Dani Alves hacen que nos cuestionemos si las directrices de la convivencia social no tienen cierto sesgo.

Hace unos meses, en Oleiros, se condenó a 10 años de cárcel un robo de un coche con la intención de atracar un Corte Inglés.

Repito, 10 años de cárcel.

Por la violación realizada en la discoteca de Barcelona, al futbolista solo le han caído 4 años de prisión.

¿Cómo es posible que la condena por una agresión sexual a una mujer, a una persona de carne y hueso, sea mucho menor que la de robar un coche, que es tan solo un objeto?

Hoy, muchas feministas volvemos a sentirnos decepcionadas, rabiosas, ignoradas y ninguneadas. Esto es lo que se siente como una bofetada en la cara y no que a Eurovisión se presente «Zorra».

Durante 2023 se denunciaron 3.693 violaciones con penetración, veremos qué pasa a lo largo de 2024 teniendo en cuenta que es un crimen menos penado que un robo.

De lo que ya no quedan dudas (porque esta es la enésima confirmación) es que cuando violar sale tan barato en España, la Justicia ya no es solo Justicia, es también patriarcal.

Mara Mariño

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El morbo (machista) de las agresiones sexuales

Hace poco, una seguidora me preguntaba si, como periodista, veía normal la cobertura que se había hecho de un asesinato por violencia machista en su ciudad.

En el artículo que me enviaba, no faltaban detalles acerca de qué partes del cuerpo de la víctima -y de qué manera- había forzado el agresor.

«No he podido terminar de leerlo», me escribió confesando que le daba náuseas. Respondiendo a su pregunta, sí, ese tratamiento mediático es lo normal.

mujer violencia machista

PEXELS

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De las primeras cosas que nos contaban en la carrera de periodismo es que cubrimos el servicio de informar a la ciudadanía de manera veraz, que nos debemos a la audiencia y a la objetividad.

Y, de la misma forma, el periodismo se moldea a la sociedad a la que comunica, convirtiéndose en un reflejo de sus valores e intereses.

Así que no se puede evitar: el periodismo es machista.

El periodismo es machista cuando hay un perfil concreto que es un factor añadido de interés, el de las víctimas femeninas.

Delitos a menores de edad y mujeres son los sucesos que más atraen a la ciudadanía. Y vemos ese alto impacto en casos como Diana Quer o Marta del Castillo.

La amplia cobertura responde al «síndrome de la mujer blanca desaparecida», que lo llama la periodista Paula Carroto, refiriéndose a la atención que se produce sobre un caso en el que una mujer joven, atractiva, de clase media o alta, procedente de una familia estructurada, está desaparecida o es asesinada.

Son las que se usan como gancho para que esa voracidad informativa se vea satisfecha. Y la razón responde al problema estructural del machismo, ya que el público percibe a las mujeres y los menores como sujetos débiles.

De esta concepción parte la conmoción ante los hechos que hayan podido experimentar y es cuando el sensacionalismo brilla en todo su esplendor.

Del sensacionalismo del crimen a la sensibilidad

Temáticas como la violencia, el escándalo, la polémica, una tragedia, el sexo u otras intimidades son empleadas para lograr una mayor efectividad a la hora de transmitir la noticia.

Por ello, esa excesiva narración de las agresiones es algo intencionado para aumentar el interés (y los clics) del público sobre el caso.

Pero aquí encontramos dos problemas: que o bien se potencia la brutalidad de los hechos delictivos o bien lo sucedido a las mujeres raya la pornificación, por la manera en la que se construye la narrativa.

«Lo que tienen que relatar son las lesiones resultantes, no las agresiones, a mi modo de ver», explica Cristina Fallarás, escritora y periodista española que además ganó el Premio Buenas Prácticas de Comunicación No Sexista.

«Es decir, no ‘penetración anal’ sino desgarro anal severo, alteración en las funciones del esfínter, trastornos varios… No cómo sucedió la agresión, sino qué lesiones de todo tipo provoca en la víctima y cuáles son sus consecuencias».

El sesgo de la cobertura mediática ‘normal’ -normal por frecuente, no porque sea su estado natural- se hace aún más evidente cuando nos resulta imposible imaginar esas descripciones que leemos diariamente a la inversa, es decir, si fueran sufridas por hombres.

O si imagináramos las acciones de un cura pederasta -que en nuestro país tenemos unos cuantos casos- en ese mismo estilo de crónica de sucesos.

Nos llevaríamos las manos a la cabeza y tacharíamos a ese medio de hacer apología de la pedofilia, así como de violar los derechos fundamentales de los menores.

Puede parecer sorprendente para un 44% de la población, pero las mujeres también tenemos derecho a nuestra intimidad y a ser tratadas dignamente.

Rehumanizar a las víctimas

No cebarse en la escabrosidad no es ocultar información ni negarle información a la ciudadanía, es respetar ese derecho humano de mantener una parcela privada, sin intromisiones de terceros, pero también dar ese trato mediático igualitario a las mujeres.

La apelación a la emoción de la audiencia, como afirma Cristina, no debería ir ligada a la lectura de hechos violentos y crueles, porque son caldo de cultivo de la revictimización.

Exponer a las víctimas a los detalles puede llevarles a recordar lo que sucedió, evocando su trauma.

Una cobertura más cuidadosa alejada de la ultraexposición promueve la recuperación, pero también evita que pueda afectar negativamente a su vida personal y profesional.

No necesitamos piezas informativas de alta calidad desde el punto de vista del morbo, sino de alta calidad humana, de concienciación, que fomenten la empatía y la comprensión del impacto de las agresiones sexuales.

Centrarse menos en la cosificación de las agresiones y más en la responsabilidad del agresor, es lo que conseguirá una nueva definición de periodismo de sucesos normal y un cambio más profundo como sociedad.

Esa sí es una manera efectiva de comprometerse con la erradicación de la violencia machista: dejar de hacer de ella un espectáculo.

Mara Mariño

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¿Por qué cada vez hay más agresiones sexuales de menores?

Ayer, después de un episodio de acoso callejero por parte de un hombre que terminó siguiéndome hasta mi portal, me planteaba cómo era posible que vivamos en un mundo en el que coexisten progresos futuristas como la inteligencia artificial o los coches autónomos, pero el acoso callejero siga igual que siempre.

Miro, esperanzada a mis ‘sobrinas’, las hijas de amigos y amigas que, espero, lo tengan menos complicado que yo. Pero cada vez me cuesta más creer que su experiencia va a ser algo diferente a la mía.

La fe que albergar en el comportamiento de quienes nos suceden se va difuminando conforme no paro de leer noticias que hablan de violaciones a edades más tempranas, protagonizadas por víctimas y agresores menores.

Agresiones menores

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Chavales que sin poder votar ni sacarse el carnet de conducir van agrediendo a sus coetáneas. Adiós a ese futuro ideal donde las nuevas generaciones iban a tratarse con respeto e igualdad.

Ya no es solo que la víctima más común de las violaciones es una chica de 15 años de edad, sino que el pico de agresores se da entre hombres jóvenes.

Un 46% de los violadores tienen menos de 25 años, el 17% menos de 18 y un 15% menos 15. Sí, me toca hablar en masculino porque si bien #notallmen son violadores, #yesallvioladores son hombres.

Es algo que confirma Louise Perry en su libro Contra la revolución sexual: el 98 99% de delincuentes sexuales convictos del mundo son hombres.

Despejada la (no) incógnita del sexo de los agresores, cabe preguntarse a qué se debe ese repentino descenso de edad. ¿Qué puede estar pasando?

«De los 8 a los 12 años se da la construcción del deseo», apunta la educadora social Marina Marroquí, «que es la edad a la que les llega el porno. Antes de que den la mano o un beso ya han visto violaciones, bukkakes…»

Y el quid de la cuestión: «Las relaciones con la sexualidad en ese momento es lo que te va a excitar el resto de tu vida«.

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Las consecuencias directas de esa construcción del imaginario las sufrimos nosotras. Cuando resulta más estimulante una agresión que una relación deseada, estamos ante un problema.

«El objetivo del porno es generar una generación entera de chicos que no les importe ver dolor. No es solo que ver a una mujer rota no te tiene que doler, te tiene que excitar«.

Estamos en plena erotización de la violencia

Y, sin embargo, las páginas continuan su prolífica actividad pese a estar mostrando imágenes que, como dice la educadora «si simulas delitos del código penal, incitas el odio hacia las mujeres«.

La validación del grupo

Esto fue algo que Marina comentó hace unos días en el I Congreso de Violencias Sexuales, donde también apuntaba Carmen Ruiz, socióloga especializada en violencia de género en adolescentes y jóvenes, lo clave que es la socialización como factor que explica esta temprana edad de los agresores.

«En los chicos, el valor que deben demostrar es ser sexualmente activos ante la fratría, que debe reconocer eso, que son un hombre de verdad, lo que explica que haya agresiones grabadas y compartidas«.

Ya no es solo presumir de vida sexual, es probarla ante el resto como manera de validación, de reconocimiento en el grupo.

¿La solución? Es la pregunta que todos nos hacemos. La respuesta es educación, pero no es tan sencillo como hacer una hora de talleres en toda la etapa escolar.

María Gijón, del perfil de instagram @educarsinestereotipos, comentaba que «el problema es que no todas las familias tienen recursos para educar antes de que lleguen los impactos del porno».

Así que un buen consejo que propone es mantener alejados los dispositivos: «La tecnología se debe retrasar en la medida que se pueda, ya que los inputs llegan por smartphones, pero también videojuegos, chats… Y debe ir acompañada de educación emocional, educación sexual…»

Mara Mariño

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¿Por qué se está debatiendo sobre el BDSM en redes sociales?

Durante este fin de semana, el BDSM se ha convertido en uno de los temas de conversación en la red y no porque E. L. James haya sacado otra entrega de Cincuenta sombras de Grey.

La controversia sobre las prácticas sexuales que engloban estas siglas (bondage, dominación, sumisión y masoquismo) empezó cuando la politóloga y activista digital feminista, Júlia Díaz Collado (@salander 33), compartía un vídeo en el que hablaba de su preocupación sobre la erotización de la violencia.

látigo

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«Estamos hablando de violencia de verdad, no de pasión desmedida», explica en un reel que acumula decenas de miles de reproducciones. «Hablamos de latigazos, de golpes fuertes, es que estamos hablando de sentir dolor de verdad».

Y es que para quienes buscan la sensación, la explicación está en que tanto el dolor como el placer se producen desde el sistema límbico, y las neuronas liberan dopamina cuando se da cualquiera de esos momentos, de ahí que sea un cúmulo de sensaciones que se disfrutan.

Pero para la activista, el problema está en «erotizar y sexualizar la violencia», sobre todo porque la línea parece muy fina si tenemos en cuenta que nos encontramos en una sociedad en la que muchas mujeres ya sufren de violencia por parte de sus parejas.

«El problema es convertir una agresión en algo excitante. Es el paralelismo entre deseo sexual y violencia. Me parece más preocupante excitarte haciendo daño que no recibiéndolo», comenta.

Es difícil ser mujer y no entender las preocupaciones de Júlia escuchándola. Todas o casi todas, hemos tenido algún encuentro menos deseado del que, por cualquier motivo, no hemos sabido salir o donde nos hemos sentido en peligro.

En esas circunstancias, el denominador común eran nuestros compañeros, hombres en la gigantesca mayoría de los casos. «Cuando nos adentramos en el mundo del BDSM, casi todos los tíos heterónimo quieren dominar y ser ellos los que agreden», otra razón que explica la activista.

Sin embargo, si nos paramos a hacer memoria recordando a esos hombres que han ejercido violencia en la cama hacia nosotras, ¿lo han hecho como parte de un rol o ha sido porque, según ellos, es lo que nosotras deseamos o lo que han aprendido a ejecutar en la intimidad?

Gabriel (@gaby_dom.waves) responde a esta preocupación en otro vídeo como experto en el tema: «los boludoms o fakedoms, son detestados por la comunidad porque sus intereses van en contra de eso».

Según el divulgador, estos hombres, además de egoístas en la cama, se aproximan siempre de forma violenta a las personas con las que se relacionan, «que habitualmente son mujeres sumisas».

Como Gabriel recuerda, una agresión es «cualquier acto que atente contra la libertad sexual de una persona realizado sin su consentimiento. El BDSM se practica entre dos personas o más de forma segura, sensata y consensuada. Todas las personas participantes han expresado sus preferencias y límites».

«El BDSM es un juego de intercambio de poder en el que existe un juego de roles». Es más, en el BDSM existe una comunicación gustos, expectativas, respeto por límites y se puede parar en cualquier momento, algo que como explica el divulgador, «no es tan común en el sexo normativo».

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Coincido con la politóloga en que la permeabilización de la violencia en la cama es un tema que se debe abordar. Especialmente si tenemos en cuenta que las agresiones cada vez se dan a edades más tempranas, aumentando un 45,8% en menores de edad respecto a 2022.

Pero sí creo que esto no va de BDSM, porque estamos ante un problema estructural. Así que cabría analizar por qué se ha extendido una violencia no consentida ni consensuada, hasta el punto de que es difícil no tener un encuentro sexual sin cierta subida de tono (en cuanto a exceso de fuerza se refiere).

Júlia toca una de las claves en su vídeo cuando habla del impacto de la pornografía: «el contenido cada vez es más violento. Hemos pasado de ver fotos en una revista a vídeos cortos y profundamente violentos. Esto hace que conectemos violencia con sexo. Además es accesible para todo el mundo».

Sin educación sexual, la violencia se ha colado en el sexo, pero no bajo unos parámetros establecidos y seguros, como un juego deseado, sino como denominador común de cualquier encuentro y siempre hacia nosotras.

Es una dominación que no hemos elegido, no sabemos si nos gusta y definitivamente no sabemos cómo frenar.

Mara Mariño

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El cambio en la ley del ‘Solo sí es sí’ que nos debería preocupar (más)

Tengo la sensación de que la ley del ‘Solo sí es sí’ (o Ley Orgánica 10/2022) ha quedado en el olvido. Sabemos que salió adelante, pero que al poco una reforma en el Congreso aprobó una reforma sobre algunas de sus disposiciones.

Con ese cambio parecía que la primera ley que habría llevado el consentimiento a la Justicia, se había quedado en la nada absoluta.

Mucho ruido y pocas nueces.

agresión sexual pareja

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Con todo lo que se habló sobre ella en su día -y la polémica que generó antes de ser aprobada-, así como el goteo constante de noticias acerca de las rebajas en las condenas de los agresores sexuales, me encuentro que ahora no hay mucha información circulando al respecto.

Lo que no quita que, discreta y en silencio, la reforma de la ley vuelve a tocar un aspecto que supone un retroceso.

Así que quiero aprovechar para hacer una llamada de atención, porque no quiero dejar pasar algo nos están colando de nuevo.

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Uno de los grandes avances de esta ley era que unificaba abuso -cuando no había fuerza e intimidación- con violación -casos en los que sí lo había- pasando a llamarse todo ‘agresión sexual’.

Es decir, daba igual que no hubiera habido ningún tipo de violencia, el hecho de que no se contara con el consentimiento ya hacía que se penara como agresión.

Además esto era algo muy positivo para las víctimas «que no tienen que demostrar el uso de la fuerza para que sea considerado agresión», me comentaba el abogado Emilio Marful hace unos meses.

El problema es que esta disposición, con la reforma, ha desaparecido.

Uno de los cambios que experimentará la ley será que vuelve a convertir la violencia en un factor agravante y separa lo que es una violación de una violación con violencia o intimidación.

¿Y cuál es el problema?

Me comentaba mi profesora de autodefensa que, ante situaciones de peligro, a las mujeres se nos ha socializado en la parálisis, en la indefensión, en una inmovilidad que -como nos han vendido- garantiza nuestra supervivencia ante un mal mayor, el de ser asesinadas.

Pero no en la lucha ni en la resistencia.

De esta manera, una mujer que está siendo víctima de una violación, es mucho más probable que reaccione quedándose quieta que peleando contra el agresor.

Conclusión, en muchas ocasiones no necesitamos intimidación ni violencia, porque quedarnos quietas ya es nuestra primera respuesta si sentimos que es una situación de riesgo.

Cuando esas agresiones suceden, ¿de verdad es menos violación? ¿Merece menos años de condena?

Pienso en esas mujeres que no solo sufren esto en manos de un violador (el clásico violador que compartimos en el imaginario colectivo y que está en un callejón a la espera de su próxima víctima), sino las que sufren esto en silencio en el seno de su pareja, de su familia, de su trabajo…

En las que viven una serie de microsistemas donde no tienen forma de librarse de sus agresores por las relaciones que las atan.

Y pienso también en ellos, claro, que con esta reforma vuelven a recibir el mensaje de no deben volver a preocuparse de si ella consintió o no.

Este cambio en la reforma es dar un paso atrás de nuevo. El paso de volver a ser juzgadas socialmente como que no te resististe lo suficiente.

Lo que supone poner, una vez más, el peso de la agresión no en forzar a un acto sexual no deseado, sino en lo que hemos forcejeado (y luego demostrarlo).

Como si la violación no fuera bastante violencia.

Mara Mariño

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La ocurrencia de los abogados de Dani Alves que ‘demostraría’ el consentimiento es ridícula

Cada caso relativo a un abuso sexual es una caja de sorpresas. Nunca sabes qué argucia va a sacar la defensa del acusado para eximirle de su responsabilidad como agresor.

Como por ejemplo la de 1999, año en el que el Tribunal Supremo italiano dictaminó que una violación donde la víctima llevaba vaqueros, no se podía considerar violación por lo difícil que resulta quitar esa prenda.

mujer bragas

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Pero no tenemos que remontarnos tanto en el tiempo.

Ahora mismo, en pleno 2023, el caso de Dani Alves ha tomado un nuevo giro.

Su equipo de abogados se agarra a que, viendo las pruebas médicas (o más bien la ausencia de lesiones en la vagina de la víctima), habría habido flujo vaginal.

Según ellos, la señal de que hubo una excitación que invalidaría que se tratara de una violación.

Un razonamiento tan surrealista que he querido poner antes el de los pantalones vaqueros para ilustrar el problema que veo entre ambos procesos judiciales: nunca es el violador, siempre son las víctimas.

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Pero, ¿cómo puede ser que lleguemos al punto de mirar con lupa -casi literalmente-, unos genitales y lanzar hipótesis al tuntún antes que creer un testimonio de una agresión sexual?

Sobre todo cuando, por muy expertos que sean en materia de abogacía tienen entre cero y ningún conocimiento de fisiología del aparato reproductor femenino.

Como el bioquímico Pere Estupinyà explicaba en su libro, S=EX2: La Ciencia del Sexo: «Los genitales pueden reaccionar a estímulos que la mente no interpreta ni experimenta como excitantes y no ser conscientes de ello».

Es decir, que un roce, un beso o un acercamiento –incluso forzados-, tienen la posibilidad de generar una respuesta física que no tiene por qué corresponder con un deseo ni un consentimiento.

 

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De hecho, más allá de cómo nuestro cuerpo contesta, si nos ponemos a analizar el ‘comportamiento’ del flujo vaginal, que haya más o menos (o ninguno) es algo que también va variando.

Hay momentos del mes que, en función de la fase del ciclo menstrual y su correspondiente respuesta hormonal, la vagina puede ser un secarral o estar lubricada hasta el punto de que traspase las bragas.

Y es otra respuesta fisiológica incontrolable que nada tiene que ver con la excitación (o falta de esta).

La conclusión que saco de esta maniobra de los defensores del futbolista, es que parece que la lista de requisitos para no ser violada continua creciendo.

No te maquilles, no te pongas esa falda corta, no lleves tacones, no coquetees, no bebas, no vayas sola, no salgas de noche, y, desde hoy, no lubriques, que como tengas la mala suerte de que ese día te pase algo, va a tirar por tierra tu denuncia de que no fue consensuado el asunto.

Todo para obviar que el verdadero problema no somos las víctimas, cómo vestimos o por dónde vamos. El único factor del que depende una violación es un violador.

Si algo manifiesta la excusa de los vaqueros o la del flujo vaginal es que en 24 años habrán cambiado muchas cosas, pero la Justicia sigue siendo la misma: patriarcal.

Mara Mariño

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Los defensores de Dani Alves, el mejor ejemplo de la ‘cultura de la violación’

Dani Alves sigue en prisión a la espera del juicio.

Y, aunque el testimonio de la víctima, del miembro de seguridad de Sutton, del informe médico y los vídeos parecen apuntar a su culpabilidad, hoy no voy a hablar del jugador de fútbol (y presunto agresor).

Sí, todavía hay que decir ‘presunto‘.

Dani Alves

@DANIALVES

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De lo que quiero pronunciarme es de los mensajes que me encuentro escritos por sus defensores.

Mensajes que se pueden leer en cualquiera de las noticias que forman la cobertura mediática de lo que le está sucediendo con su caso.

Porque hay quienes no solo creen firmemente en la inocencia del deportista, sino que alegan una serie de argumentos que solo se pueden entender en el marco de algo que forma parte de una de las bases del patriarcado: la cultura de la violación.

Los comentarios que circulan por la web dan diferentes razones que respaldarían la inocencia de Dani Alves, que el futbolista no cometió esa presunta agresión.

Ayudan a quitarle peso al culpable, normalizando la violencia que pudo haber ejercido minimizándola hasta el punto de querer hacerla increíble, casi de ficción.

Esta minimización, que no hace más que destruir el discurso de la víctima poniéndolo en tela de juicio, y todo lo que le acompaña, pasa por exponer una serie de factores que poco o nada tienen que ver con las razones que llevan a cometer una agresión sexual.

Pero, ¿cómo se articulan estos argumentos que eximirían a un presunto agresor sexual como Dani Alves?

Para empezar, con las descripciones físicas del jugador.

Sus fans comentan que «le llueven las mujeres voluntariamente», «Con las tías que podrá tener siendo futbolista ¿para qué va a violar a nadie?» o «Se ve que le faltan las mujeres dispuestas a este millonario brasileño, trigueño de ojos claros y forma física casi perfecta».

Pero lo cierto es que ser guapo o estar en buena forma no garantiza que cualquier persona del planeta quiera tener un intercambio sexual en cualquier momento y del tipo que sea.

Lo importante es el consentimiento y es algo imprescindible para tener sexo independientemente nivel de belleza de los participantes en el encuentro.

Una agresión no sucede por carencia de belleza física (¿es necesario recordar que Ted Bundy, que confesó 30 violaciones y homicidios de mujeres, era considerado «guapo»?)  se trata de ejercer el poder, la dominación sobre otra persona sin respetar su voluntad.

En estos casos en los que una estrella se ve involucrada en alguna polémica, no falta el componente de que se ha beneficiado de su posición de poder.

Algo que hemos visto con casos como el de Harvey Weinstein o Plácido Domingo entre muchos otros. Por eso el argumento de «un tío millonario no necesita abusar de nadie» tampoco tiene ningún sentido.

Precisamente por ostentar un cargo privilegiado, muchos tienden a pensar que pueden salir de la situación con dinero o contactos, lo que puede dar falsa sensación de impunidad, de estar por encima de la ley.

 

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El éxito de Dani Alves con las mujeres es algo que también se ha usado como argumento para desacreditar la versión de la víctima.

Empezando por alusiones a la belleza de su pareja o a su trayectoria sexual: «un tipo que habrá estado con 500 pibas mínimo, rico, bailongo, mazao y ultrafamoso. Cualquiera con dos neuronas sabría que es una denuncia falsa», se puede leer en el muro de Instagram de un famoso medio de comunicación.

Con estos razonamientos se busca sostener la idea de que la violación es algo a lo que únicamente recurriría quien careciera de vida sexual.

Se debe a una necesidad imperiosa por tener sexo y, teniendo una vida íntima satisfactoria, no haría falta recurrir a la violencia física para conseguirlo.

Sin embargo, es el momento de recordar que no solo el sexo no es una necesidad -como si son comer o beber, pero nadie se muere por no echar un polvo-, sino que la cultura de la violación sostiene que el hombre es incapaz de reprimir su deseo.

Pero lo cierto es que es una cuestión de voluntad y recurrir a la fuerza, una elección.

«Un tío famoso y millonario no necesita abusar de nadie», «De verdad pensáis que este chico tiene necesidad de ir por ahí violando mujeres?», «Seguro que le hace falta agredir sexualmente», los verbos ‘necesitar’ o ‘hacer falta’ hablan de esa imperiosa necesidad.

No, ni Dani Alves ni nadie ‘necesita’ violar a una mujer. Pero el hecho de que haya violaciones con personas con novias, esposas, amantes, etc, demuestra que es se hace porque se quiere hacer.

También parece que el lugar es algo que le resta importancia. «Como si le fuera la vida en un mal polvo en un cuarto de baño», hay quien comenta.

Si tenemos en cuenta que, como decía anteriormente, es una cuestión de ejercer el derecho que creen que tienen de conseguir lo que quieren cuando quieren, el sitio es lo de menos.

Porque lo mismo puede ser una habitación de un hotel -uno de los lugares preferidos de Bill Cosby para drogar y abusar de sus víctimas, que el baño de una discoteca de Barcelona.

La cara B de la cultura de la violación

No falta tampoco la otra cara de la cultura de la violación en los comentarios de los defensores del jugador de fútbol: acusar a la víctima fomentando ideas misóginas.

Entre los mensajes que le han rodeado, no han faltado los que afirman que es para hacerse famosa.

Sin embargo, a nadie se le viene a la mente nombres de celebridades que hayan construido carreras de éxito tras una agresión sexual.

No caigo en mujeres que hayan entrado en la lista de millonarios de Forbes, hayan recibido un Nobel, les hayan ofrecido oportunidades de trabajo infinitas o una estrella en el paseo de la fama de Hollywood a raíz de denunciar a nadie.

Cabría preguntarse, ¿qué fama? Porque la única que logran al denunciar a una celebridad (o a cualquier hombre, en realidad) es la de ser puestas en el centro de la polémica siendo juzgado cada detalle de sus vidas, desde su ropa, su comportamiento o lo que suben a sus redes sociales.

Y sin embargo aún se lee que «si consigues que te meta mano, pues le puedes sacar pasta«, como dice un usuario.

Es tal la extensión de la creencia de que el dinero es el motivo para denunciar una agresión, que la víctima ha renunciado a la compensación económica para combatir esas ideas.

Como la jueza le recordó, tiene derecho a ser resarcida económicamente por las lesiones y los daños morales sufridos. Pero ella lo que quiere es «que se haga justicia».

Solo que justicia es también esto. Y cultura de la violación sostener que, si eres violada por un famoso, tienes que renunciar para que no se diga que es por fama o dinero.

Mara Mariño

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Ni sola ni con ropa de deporte: la desacertada campaña contra las agresiones sexuales de la Xunta de Galicia

«Se viste con mallas de deporte. Va a correr sola por la noche. ¿Qué sucede ahora? No debería pasar, pero pasa».

Con ese argumento, la Xunta de Galicia saca su nueva campaña contra la violencia de género, utilizando imágenes que imitan el día a día de mujeres y acompañadas de reflexiones.

Xunta Galicia campaña violencia de género

XUNTA DE GALICIA

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Además de la foto de la chica haciendo running, encuentro también en la campaña otros mensajes: «Le envía una foto íntima. Él está con sus amigos. ¿Qué sucede ahora? No debería pasar, pero pasa».

«Una discoteca, una copa desatendida. ¿Qué sucede ahora? No debería pasar, pero pasa». «Una chica camina sola de noche. Lleva las llaves en la mano. ¿Qué sucede ahora? No debería pasar, pero pasa».

El foco de los mensajes es claro: prevenir violaciones. Lo que pasa es que, a la hora de escoger el destinatario, se han liado.

Así que la mejor manera de evitar sufrir una agresión sexual es que las mujeres cambiemos nuestra forma de vestir, nuestras zonas de paso o tu manera de vivir el ocio… O al menos, es la solución según la Xunta.

Lo que quizás deberían tener presente es que, según los datos de Amnistía Internacional, una de cada cinco mujeres será violada en algún momento de su vida. Y spoiler: la ropa no tiene nada que ver.

Repasando una de las muestras más impactantes de hace unos años, una exposición que mostraba qué ropa llevaban las víctimas de agresiones sexuales, las mallas de deporte no son el común denominador.

Chilabas, pijamas, el uniforme de policía, una camiseta de manga corta y pantalones vaqueros, una camisa blanca… Lo que ellas llevaban puesto aquel día es tan variado como lo que puedes encontrar en un armario.

Hacer de la ropa no solo la protagonista, sino la causante directa, es señalar a la víctima y mantener el estereotipo de que es la ropa la que va provocando.

En otras palabras, la responsabilidad de sufrir una agresión es de quien la sufre, no de quien decide ejercerla.

Una idea que refuerza la cultura de la violación, que normaliza la violencia minimizándola y la fomenta con las actitudes misóginas.

Entre ellas están, por ejemplo el ideal de la ‘buena mujer’, esa que la Xunta nos invita a ser: la misma que está en casa a las 5 de la tarde y no se maquilla ni hace nada que pueda provocar (como si no hubiera violaciones a plena luz del día o en lugares concurridos).

No falta en la misoginia de la cultura de la violación la cosificación: la mujer es un objeto sexual y por tanto vive expuesta a ser agredida por ello, por lo que no debe exponerse.

Y por supuesto, no se puede minimizar una agresión sexual sin exculpar al verdadero causante.

Por eso decir «No debería pasar, pero pasa» es invitarnos a asumir que las violaciones son inevitables.

Considerar que el hombre es violento por el hecho de ser hombre y que solo en nuestra mano está evitar que dé rienda suelta a sus deseos.

Unos deseos que «no deberían pasar, pero pasan» como si no pudiera controlarse, quitándole peso a sus actos.

Sin embargo, las feministas no nos cansamos de repetir que nosotras no tenemos la responsabilidad de ser acosadas, abusadas o agredidas.

«La culpa no era mía, ni donde estaba ni como vestía. El violador eres tú».

Tampoco la tenemos de sufrir revenge porn porque hemos mandado una foto a una persona con la que teníamos una atracción y esta decide filtrarlo hasta el punto de que es tan insostenible el acoso que ella decide terminar con todo y suicidarse.

O de ir solas por la calle cuando nos sucede algo. Todo esto es también achacárselo a la víctima.

Decir que es culpa suya dejar la bebida sola por lo que pudiera pasar. Está a la altura del Xocas alabando a su amigo (al que definió como un «crack») porque se mantenía sobrio para así aprovecharse de mujeres que habían bebido.

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¿Cómo vamos a atajar la violencia de género si seguimos obviando el origen real de la violencia, que es las personas que ejercen esa violencia?

¿Empezaremos también a prevenir el bullying en el colegio pidiéndole a los menores de edad que sean menos ‘insultables’ o ‘agredibles’ para sus compañeros?

¿Combatiremos la homofobia pidiéndole a las personas que, por favor, sean más heterosexuales, que con su orientación sexual van provocando?

Y ya de paso, ¿lucharemos contra el racismo pidiendo a todas las etnias que no sean tan poco caucásicas porque, aunque no debería pasar que las ataquen física o verbalmente por el color de su piel, pasa?

Las mujeres tenemos el mismo derecho a vivir seguras que los hombres y eso significa igualdad de poder andar, quedar, salir o hacer deporte como nos dé la gana, sin que eso suponga un riesgo.

No necesitamos que nos sigan machacando a nosotras, que somos las que lo padecemos en la propia piel, con el tipo de víctima que debemos ser, necesitamos que el prisma cambie de dirección y se les empiece a concienciar a ellos.

Lo que realmente no debería pasar, pero pasa, es esta campaña.

Mara Mariño

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Se nos ha colado la violencia en la cama

Conocí a un chico en Tinder con el que tenía muchas cosas en común y una atracción de otro planeta.

Terminamos en su casa y al poco, estaba inmersa en una práctica sexual súper violenta.

Además de sentirme en peligro todo el tiempo (era la primera vez que teníamos sexo y no entendía que hubiera derivado en algo que, para mí, hace falta más confianza) volví a mi casa con la idea de no volver a verle.

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Él me escribió al día siguiente, que lo había pasado genial y repetíamos cuando yo quisiera. Aquello fue la prueba de que habíamos vivido dos experiencias completamente diferentes.

Para él, la violencia estaba tan integrada con su forma de sentir placer que ni se planteaba que para mí pudiera haber sido distinto, hasta el punto de encontrarme incómoda por percibirlo como una situación de riesgo.

Y no, él ni es raro ni está enfermo, simplemente su sexualidad está condicionada por ejercer la violencia contra su pareja.

Porque en este caso no hablo del BDSM, cuando este tipo de experiencias de dominación y sumisión forman parte de la experiencia y llevan un consentimiento que se habla (y acepta) previamente por ambas partes.

Hablo de tener un encuentro convencional y rutinario en el que este trato brusco donde los golpes, bofetones, inmovilizaciones y un lenguaje humillante aparecen por sorpresa.

Aquello me ha llevado a preguntarme por qué las tenemos normalizadas en la cama, fuera de las prácticas eróticas relacionadas con la violencia física (infligida) del sadismo y (recibida) del masoquismo.

Agarrar del cuello hasta provocar cierta asfixia, golpear o tirar del pelo son algunos comportamientos normales del sexo para muchas personas.

De hecho, está tan extendido incluir un poco de dureza que, si no aparece, incluso definimos al encuentro como ‘vainilla’, como que no es lo bastante satisfactorio, que se queda flojo

No es raro que esta sea la conducta que se reproduce en la cama si tenemos en cuenta que es la misma que se ve en las películas pornográficas, donde cualquier extremo se convierte en lo normal para los espectadores de tanto verlo.

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No es ya solo que se reproduzca lo mismo que se ve en la pantalla, porque siendo el primer contacto que tenemos con el sexo y el más frecuente a edades tempranas, pensamos que es así como debe ser.

Si no que se construye la estimulación alrededor de eso. Y, cuando cada vez que te masturbas, hay una mujer sufriendo una agonía, es raro que consigas que te guste tanto si la ves disfrutando en vez de pasándolo mal.

Cuanto más duro, más placentero.

En el caso de las mujeres, es habitual que conectemos sexo con violencia si hemos estado en una relación abusiva.

Cuando la intimidad con la otra persona se ha construido alrededor de prácticas en las que había violencia, pasa lo mismo que crecer viendo porno: sin ellas en la cama, no concibes el sexo.

La parte positiva es que es posible romper con todo esto (lo que llamamos ‘deconstrucción’) e intentar, una vez descubierta la razón de por qué nos gusta, probar a que el disfrute no venga de ahí.

Todos merecemos tener un encuentro sexual divertido y placentero, pero sobre todo, seguro. Y, ante la duda, mejor plantearse si podemos hacerlo mejor sin necesidad de herir a nadie (a no ser que lo hayamos consensuado primero)

Mara Mariño

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No soy una ‘Mónica’, pero también me han llamado ‘zorra’

Ayer, después de descubrir que los famosos insultos del colegio mayor, habían tenido lugar en Madrid, escribí a una amiga y le pregunté si quería acompañarme a manifestarnos delante del Elías Ahúja.

No, no éramos las damnificadas de manera directa, porque los insultos no iban hacia nosotras.

No éramos unas ‘Mónicas’. Pero, a la vez, sí que lo éramos.

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La universidad hace tiempo que la dejamos atrás, y, sin embargo, no podíamos quedarnos sin hacer nada. Estábamos molestas con la manera en la que había sucedido todo.

Sobre todo descorazonadas pensando que, en vez de ir hacia delante, en dirección a una sociedad igualitaria, fueran esos los comportamientos que nos esperaban en el futuro.

Cada acción viene acompañada de una reacción y ante acciones machistas, que celebren esa supremacía de que los estudiantes pueden hacer o decir lo que quieran, no nos parecía mejor ‘contraataque’ que plantarnos allí.

De manera pacífica, por supuesto, con dos carteles y en silencio.

Organizadas, a diferencia de ellos (que lo hicieron para su cántico machista), para decir que no estábamos de acuerdo con ese trato vejatorio.

No sé si la imagen de estar allí, dos mujeres en la treintena, lejos de la vida universitaria, con pancartas en alto pidiendo un lenguaje respetuoso hacia nosotras, contrarrestó de alguna manera el ya famoso speech de «Conejas, salid de vuestras madrigueras».

Pero algo hizo que, tras ver ese vídeo con un edificio entero de hombres aullando y vociferando como si de verdad se encontraran preparándose para un ataque en manada, nos tocara la fibra y nos empujara a salir de casa.

 

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Porque no somos ‘Mónicas’, ni universitarias de la Complutense, pero sabemos muy bien lo que es que nos insulten con esos mismos términos.

La palabra «puta» o «zorra» la llevamos oyendo desde el colegio. En el patio, en clase soltada por lo bajito o bien alto por algún compañero, en la discoteca, cuando no estábamos interesadas por el chico que nos estaba insinuando que si queríamos dejar la pista y terminar en su cama.

La hemos oído en la calle, de parte de algún desconocido que consideró que merecíamos el mote, también desde coches en marcha, gritado a voces desde un edificio sin poder identificar, en esa ocasión, quién ha sido.

Como nos lo llevan llamando en incontables ocasiones a lo largo de nuestra vida, es imposible no empatizar con las alumnas que los reciben y sentir que, de cierta manera, también van para ti.

Porque has sido la destinataria tantas otras veces…

Y si cada vez que oímos un «puta» nos sentimos automáticamente identificadas, solo por el hecho de ser mujeres, quizás es porque estamos en un país en el que se ha normalizado hasta ese punto que ese sea el trato que recibamos.

Por eso, para nosotras, era tan importante hacer algo al respecto. Lo que fuera.

Porque estamos ya cansadas de ser insultadas por hombres, conocidos o desconocidos, porque nos duele aún más cuando se le quita peso llamándolo «broma» o «tradición», para garantizar que puedan seguir haciéndolo.

Porque si enseñamos a las generaciones que están de camino que aquí está la diversión, en un trato denigrante hacia nosotras, en una agresión verbal, ¿qué hacemos sino preparar el terreno a que, en un futuro, eso termine en una agresión física, en una violación?

Mara Mariño

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