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Sexo rápido, amor lento

Si te paras a pensarlo, tiene hasta sentido. Somos la generación más rápida para unas cosas y la más lenta para otras.

Podemos deslizar el pulgar hacia la izquierda a la velocidad del rayo descartando personas y quedarnos estancados dedicando las canciones a través de los stories a una sola durante meses.

Si bien somos capaces de reservar un vuelo a la otra punta del mundo en unos segundos, planeamos minuciosamente los pequeños detalles antes de marcharnos. No queremos sorpresas, tiene que salir todo perfecto. Y en el amor no íbamos a comportarnos de otra manera.

¿A quién le importa guardar los tiempos de espera si te quiero desnudar aquí y ahora? Pero totalmente diferente son las doscientas vueltas a la cabeza pensando dónde o qué hacer estando vestidos.

No tenemos prisa. Y es que si algo ha hecho que a los 20 años todavía no nos sintamos adultos, es que aún estamos aprendiendo a hacer las cosas (que se lo digan a nuestros padres, que a muchos nos ayudan a descifrar la Declaración de la Renta).

Nos caracteriza estar con nuestra pareja varios años. No nos lo tomamos a la ligera, queremos no solo conocernos, sino conocernos bien. Y no solo a la otra persona, sino a nosotros mismos.

Queremos desarrollarnos como individuos, saber a dónde queremos llegar, qué nos gusta y que no. Tener las cosas claras porque la primera persona con quien debemos sentirnos a gusto somos nosotros mismos.

Nuestros problemas de compromiso a la hora de fidelizarnos con una plataforma de vídeo, se traduce en la dificultad que encontramos en mantener nuestra palabra con alguien.

Puede que tu abuela a tu edad (o incluso antes) ya estuviera casada. Antes, el matrimonio, era el primer paso en la vida adulta. Ahora forma parte de los últimos.

Y es que si algo tenemos claro es que si nos decidimos a darlo, será la guinda del pastel. De un maravilloso pastel del que conoces y has construido cada capa, cada cobertura, relleno y topping extra.

Duquesa Doslabios.

Lo que he aprendido del amor viendo a mis padres

El amor de mis padres me recuerda a una canción de los Rolling Stones.

Puede que fuera un hit de los años 80, pero basta que oigas la melodía, aunque ya hayan pasado 30 años, para que sepas que estás escuchando algo bueno.

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La pareja que forman es como la de cualquier combinación estrella que se te venga a la cabeza: el cine y las palomitas, el domingo y una maratón de Netflix o la ginebra y la tónica (para que ellos, que no saben lo que es Netflix, me entiendan).

De ellos he aprendido la importancia de compartir aficiones. Son su compañía ideal cada vez que quieren ir a museos, a escuchar conciertos de música clásica o hacer turismo durante 12 horas seguidas. Me han enseñado lo importante que es tener frentes en común con mi pareja...

Y frentes en desacuerdo, por supuesto. Vivir el matrimonio de tus padres es como recibir clases intensivas sobre relaciones, como una emisión en directo 24 horas. Ves sus más y sus menos.

Al igual que veía los momentos de trabajar en equipo, de pensar como un «nosotros» sin dejar de respetar el espacio que precisa el individual «yo», les he visto, también, en sus momentos no tan buenos.

De unos padres que se quieren aprendes también a discutir desde el respeto, a escuchar las demandas del otro, a esforzarte por mejorar lo que para la otra persona supondría tanto y que, a fin de cuentas, no cuesta demasiado.

Son ellos y no las grandilocuentes declaraciones de película romántica delante de un estadio de fútbol lleno, los que me han enseñado la importancia de pedir perdón, que a veces es tan discreto como entrar al salón y decirlo de manera sincera, algo que requiere tanto o más valor del que nos pueda parecer en la escena cinematográfica.

Mis padres me han enseñado que una pareja no es solo una pareja, que es un amigo, un compañero, alguien que siempre te va a apoyar, a acompañar, a echar una mano en los momentos de crisis de la vida como que un hijo se rebane un dedo o que no hay manera de que arranque el VHS…

La mayor parte de las mujeres de mi generación culpan a las comedias románticas americanas y a las películas de Disney de sus altas expectativas respecto a las relaciones de pareja, yo culpo a mis padres, que no han podido poner el listón más alto porque se quedaban sin poste donde apoyarlo.

Y no puedo esperar a seguir aprendiendo de ellos.

«A los 50 lo que quieres es dormir»

Firma invitada M.C.M.E. para El blog de Lilih Blue

«Cuando nos enamoramos, queremos compartir todo con esa persona: nuestros sentimientos, intelecto y apetencias sexuales giran a su alrededor. Nos las prometemos felices y nos lanzamos a una vida en pareja, mediante contrato o sin él. La duración del enamoramiento es limitada: «no es bueno estar en la nube todo el rato» nos aseguran los expertos en química cerebral. Pero el amor permanece y nos aventuramos en una etapa criando hijos, que llenarán nuestras noches y días.

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Nuestra vida como pareja se puede ver reforzada o debilitada, porque nuestra prioridad son esos pequeñines a los que hay que cuidar. Vamos sumando aniversarios mientras los hijos crecen. Tal vez ya ni los celebres, o te regale, después de olvidarse los últimos años, un jersey horroroso y le dices que muy bonito, (pobre, que ya que se acordó).

Con el paso del tiempo cimentamos la soñada vida común, acumulando experiencias gratificantes y agravios. Las discusiones pueden ser un «más de lo mismo», porque, nuestra memoria, no permite que nos olvidemos de antiguos rencores, que saldrán una y otra vez, cuando surja un desencuentro.

Nos volvemos tan previsibles, que es fácil dejarnos llevar por la rutina. Es posible que un silencio denso, insoportable, esté multiplicando la distancia, a una escala cósmica, del espacio que separa las butacas en las que sentados, veis alguna pantalla. Y pasan lustros, décadas, y te ves en la mitad de tu vida, con el tiempo lleno de ocupaciones.

¿Y el tiempo para el sexo? Las amistades te dicen: «A los cincuenta lo que quieres es dormir, o prefieres leer un libro antes que ponerte al tema, o tienes más ganas que tu pareja, que ya casi ni te mira«. Igual estáis instalados en la falsa calma de los que llevan tiempo juntos y apenas comparten sus inquietudes y mucho menos sus ilusiones, y ya ni siquiera discuten porque les parece un esfuerzo inútil, y el sexo esporádico.

Como dice la canción de Luz Casal: «Y no me importa nada, nada…escucho tus bobadas acerca del amor y del deseo… Que rías o que sueñes, que digas o que hagas… Por mucho que me empeñe… Que vengas o que vayas…»

La pareja necesita tiempo para compartir ideas, afecto y el deseo sexual, porque si no, su vida puede resumirse en un compartir piso, con derecho a roce o no. Buscar tiempo para los dos, para hablar de lo que pensáis y sentís. Poner en común para mejorar. Elegir actividades para disfrutar juntos. Planificar un viaje. Revisar todo lo que se puede cambiar. Olvidar lo que no permita avanzar. Organizar una cena o comida romántica de vez en cuando. Hacer todo aquello que os impulse a seguir adelante juntos, porque creáis que merece la pena.»

Bodas sin novio ya disponibles en Japón

Querid@s,

Japón es un país extraño, raro de cojones diría yo. Como poco es diametralmente opuesto a nuestra querida España. Hace poco una amiga volvió de vacaciones del país nipón y me comentó, entre risas, las excentricidades que ahí descubrió. Además de los restaurantes donde usted puede comerse el culo de una señorita, sepan que hay bares para acariciar gatos por horas, empresas que ofrecen a los más orgullosos alguien que presenta sus disculpas en su nombre (con llanto incluido, si así lo desea el cliente), o la animalista Unagi Travel que se lleva a tus peluches de vacaciones, por si andan demasiado estresados con sus quehaceres diarios. Vean.

¿Estamos locos o qué? Pero el último grito en servicios raros de cojones tiene que ver con el amor. Escúcheme señora. Usted que lleva planeando su boda al detalle desde que su prima lejana contrajo matrimonio. Usted que ya sabe la canción que bailará con su marido para inaugurar el baile, usted que sabe hasta a quien regalará el ramo y el destino de la luna de miel. Usted que desea imperiosamente casarse, pero -un pequeño detalle sin importancia- no tiene con quien, deje de preocuparse porque ya puede casarse. Lamento decirle que no en España, todavía estamos en servicios nupciales, pero si en Japón. ¿Dónde sino?  

Resulta que existe una agencia de viajes japonesa que le llevará al altar sin necesidad de pasar por él. ¿Cómo se queda? La revolucionaria agencia de viajes que brinda este extraño servicio nupcial se llama Cerca TravelDate la oportunidad de sentirte como una princesa en la preciosa y encantadora ciudad de Kyoto es cómo anuncian este servicio llamado Kyoto Solo Wedding exclusivamente dirigido a las mujeres. Nos ofrece la posibilidad de enfundarnos en un traje de novia, pasar por el altar y poder inmortalizar para siempre toda la experiencia en un álbum de fotos. En sus seis primeros meses este servicio contó con más de 130 clientas. Poca broma.

¿Cuánto cuesta la broma?

El precio de este servicio ronda de los 2.500 a los 3.000 euros.

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¿Cuál es el plan?

El plan consiste en ponerse en la piel de una novia real y pasar por una experiencia similar a la que se vive el día más feliz de nuestra vida. El excéntrico servicio tiene una duración de dos días, con una noche de hotel incluida, en los que un equipo de profesionales asesorarán en todo momento a la novia para que todo salga a pedir de boca. Se desarrolla así. 

DIA 1:

13:00 Preparativos con el coordinador en la estación central de Kyoto donde podrá discutir sus deseos y preferencias.

14:00 Traslado a la tienda de vestidos de novia Ayumi y selección del vestido de sus sueños. Podrá escoger entre el tradicional kimono o el vestido de novia blanco de toda la vida. El personal se encargará de que el vestido afortunado le quede como un guante.

16:00 Si se decanta por el vestido de novia, nuestro diseñador la guiará en la preparación de un ramo especial para su día especial.

17:00 La acompañaran a su hotel. Si se siente nerviosa y no quiere cenar sola, el coordinador le hará compañía. Eso sí, tendrá que apoquinar. ¿Quién dijo que la cosa fuera gratis?

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 DIA 2:

09:00 Reunión con el coordinador en el lobby del hotel.

09:30 Rendez-vous en Karin, el acogedor taller del estilista. Sesión de maquillaje, peluquería y vestuario. No se apure, estos momentos efímeros serán inmortalizados por un hacendoso y profesional fotógrafo.

11:00 Cuando esté bella cual estrella y lista, la llevaremos hasta la localización de la foto (El Jardín Japonés).

13:30 Vuelta a Karin, que tiene que devolver el vestido, qué se pensaba. De paso la desmaquillaran (si quiere). Podrá charlar con el fotógrafo y el coordinador mientras toma una taza de té y verá las fotos por primera vez. Le enviarán las fotos en un usb y un mini album en un mes.

14:00 Se acabó lo que se daba.

Por último, aunque lo habitual es que la mujer aparezca sola en las fotografías, la agencia ofrece la oportunidad de salir acompañada de un “novio de turno” para dar mayor realismo a la experiencia. Todo un detalle.

Los del país del sol naciente ya no saben ni que inventar. Que no vayan de modernos, que Carrie Bradshaw ya se casó con ella misma hace unas cuantas temporadas. Pero aquello no fue amor, se casó por unos zapatos. Aunque bien visto si lo fue. El fetichismo es un tipo de amor como otro cualquiera.

P.D. Algo me chirría en este Solo Wedding. ¿Qué hay de la noche de bodas?

Que follen mucho y mejor.

Solo una semana para acabar con un matrimonio

Una miserable semana de vacaciones. Eso es todo lo que ha necesitado una pareja de amigos para que su matrimonio pasase a mejor vida. Ya sé que hay tropecientos estudios y expertos que hablan de cómo el descanso estival provoca multitud de separaciones, que si en septiembre se disparan los divorcios, que las parejas no están acostumbradas a pasar tanto tiempo juntas y todo ese rollo, pero una semana me parece todo un récord, la verdad.

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Y sí, supongo que, como todas las parejas, tenían sus más y sus menos y sus problemas de fondo, pero de verdad que, en esta ocasión, no lo vi venir. La versión de ambos, por separado, coincide bastante: que la rutina diaria les había hecho tener vidas muy distantes y que al final, casi sin querer, acabaron siendo más compañeros de piso que otra cosa, de esos que se ven solo por la noche para cenar, y a veces ni eso. En este caso no había niños de por medio, así que todo ha sido más fácil, pero su ruptura ha provocado que muchos amigos de nuestro entorno se hayan puesto a reflexionar sobre sus relaciones y sobre su ritmo de vida. Y no son pocos los cimientos que se han echado a temblar. “No nos dimos cuenta hasta que nos tuvimos ahí, el uno frente al otro sin nada que decirnos y sin saber cómo tocarnos, con siete largos días con sus siete noches por delante. Al final hasta nos resultábamos molestos el uno al otro, como la típica visita pesada que no termina de irse de casa y ya no puedes soportar”, me cuenta él. Triste, muy triste.

En seguida me acordé de unos tíos míos que, hace unos años, cuando pasaban la cincuentena, se fueron de vacaciones a las islas Seychelles. Normalmente pasaban las vacaciones en una pequeña casita que tienen en un pueblo de Cádiz, pero ese año decidieron darse un homenaje. Y claro, no es lo mismo. En su pueblecito cada uno tenía sus quehaceres, sus hobbies, tenían amigos, etc. Pero allí, en aquel trozo de tierra en medio del océano Índico, solo tenían un par de libros y una baraja de cartas para matar el tiempo. Ni sexo, ni deportes acuáticos, ni excursiones, ni nada. A los tres días de estar allí a él se le cruzó el cable y no quiso hacer nada. A la vuelta, hizo las maletas y se fue a vivir a un hotel. “No quiero acabar como mis padres”, dijo a modo de explicación. En lugar de hundirse, recuerdo a mi tía repitiendo como un mantra: “Si no me quiere como soy, prefiero que se vaya”. Al final, tras tres meses de mareo, él volvió a casa, y hasta hoy. Personalmente creo que no fue por amor, sino por miedo a envejecer en solitario. El peso de la costumbre y el calorcito de lo conocido. La zona de confort, que diría hoy en día cualquier de coach de tres al cuarto.

No los juzgo, en serio, pero de verdad que para mí espero algo más. Algo más que tener que rellenar los días con multitud de actividades y compañías para poder estar en pareja. Algo más que resistir, algo más que la simple confortabilidad. Porque el amor es otra cosa… y la vida, también.

Polvos que curan

A veces pasa. Cuando más jodido está uno, cuanto más pisoteado el corazón y anémica la autoestima, se cruza alguien que pone del revés nuestro dolor, lo relativiza y nos ayuda a encontrar el camino para curar las heridas. No hablo de amigos, sino de completos desconocidos/as que la vida te pone delante en el momento adecuado para darte justo aquello que más necesitas. Eso sí, durante un breve espacio de tiempo, el justo.

No, no es un rollo utilitario, ni un polvo cualquiera para intentar olvidar. Son una especie de ángeles enviados por no sé quién para provocar auténticas catarsis. O al menos así los consideran quienes han tenido la suerte de cruzarse con uno. Mi amiga Beatriz es una de ellas. Llevaba con su chico desde el instituto, un amor de los de toda la vida. Se casan y a las pocas semanas él se va tres meses a hacer un master a México. El día anterior a su marcha, Beatriz recibe la noticia de que su padre, al que adora, tiene un cáncer inoperable, y a partir de ahí todo explotó.

Mujer se acaricia el hombroEl marido se debió de trastocar con el tequila y las rancheras y decidió que era el mejor momento para tener una amante, una que lo sacara de la rutina de su compañera de tantos y tantos años. Su matrimonio duró lo mismo que su padre: ocho meses. Ocho meses de infierno en los que su marido no dudó en pasárselo todo por el forro y decirle a bocajarro que él necesitaba vivir experiencias, entrar, salir y hacer lo que le saliera del alma.

Ella se convirtió en una piltrafa; la sombra llorosa y arrastrada de la mujer que un día fue y que no se podía creer lo que le estaba pasando. Se engañaba pensando que el viaje lo había cambiado pero que pronto se daría cuenta de todo y volvería a ser él, el de siempre. Pero no. Solo juergas, copas, cuernos y más cuernos. Mientras, ella fingía ante su padre, al que le ocultó todo. El día que murió, su aún marido no estuvo a su lado: resulta que la música del bar en el que estaba no le permitió oír las 15 llamadas perdidas. “Cómo lo siento, Bea, sabes que lo quería muchísimo, no creía que estuviese tan mal…”

Semanas después ella estaba sentada frente al palacio real, en Madrid, leyendo. Y un hombre con acento norteamericano se acercó a preguntarle que qué leía. No miente cuando dice que era muy atractivo, he visto las fotos. Duró solo el fin de semana porque él, productor de cine, tenía que volver el mismo domingo a Los Ángeles, donde vivía. Ella, tan blanquita, acabó con moratones y la piel enrojecida de tanto roce. 48 horas sin casi salir de la cama, salvo para comer, hidratarse e ir al baño.

Pero no fue solo sexo… fue mucho más. Besos en heridas abiertas en carne viva, palabras medicinales, charlas interminables sobre lo divino, lo humano y los secretos del averno. Vendas caídas y ojos abiertos. Y de repente, algo cambia. A los dos días su marido pasa por casa para decirle que todo ha pasado, que se ha dado cuenta de lo mucho que la quiere, que lo perdone pero que era un proceso por el que tenía que pasar.

Ella asegura que hasta compasión llegó a sentir entonces, cuando le dijo que le diera las llaves de la casa alquilada que compartían y que no quería volver a verlo nunca más. Le costó creérselo, al tipo, hasta que el abogado de Bea, el único con el que pudo hablar desde entonces, acabó por convencerlo. Hoy es un hombre divorciado y libre, pero me cuentan que ya no tiene tantas ganas de juerga.

Pasarse media vida siendo ‘la otra’

Llevo todo el día dándole vueltas a la historia de dos mujeres que no se conocen entre sí, pero que tienen mucho en común, más de lo que podrían imaginar. Ambas tienen sesenta y tantos años y las dos tienen varias hijas, ya mayores. Casualidades de la vida, dos de esas hijas, una de cada, abandonaron hace muchos años su Extremadura y su Galicia natal, respectivamente, para buscarse la vida en Madrid, donde se conocieron… y donde me conocieron a mí. Con el tiempo nos hicimos muy amigas y un día, mientras destripábamos a nuestras familias entre copa y copa, descubrimos que la trayectoria vital de sus madres era asombrosamente parecida.

Mujer de pueblo, que se casa joven con su novio de toda la vida y cría varios hijos. Ella limpia la casa y zurce calcetines mientras él trabaja honradamente. Aburrida, se asoma a menudo por la ventana del salón y descubre que desde allí puede ver, a través de un cristal, a uno de los trabajadores del banco de enfrente, que cada mañana a la misma hora se sienta frente a su mesa, en un despacho. Que hombre más guapo, piensa. Y sin que nadie sepa cuándo ni cómo, acaba enamorada de ese señor, a su vez casado y con un hijo, y convertida en su amante.

a00508825 1235La aventura empieza a alargarse; él le promete que dejará a su mujer y ella, confiada, decide poner fin a su matrimonio. Drama familiar, escándalo en el pueblo, habladurías… Podéis imaginaros. Pero el tiempo empieza a pasar y ese momento nunca llega. “Voy a esperar a que mi hija termine el colegio”, le dice. Después del colegio llegó el instituto y luego, la universidad… Hoy la hija del empleado de banco está casada y tiene descendencia. Han pasado más de 20 años y la madre de mi amiga sigue siendo ‘la otra’, aquella con la que se va a tomar el aperitivo a diario, con la que da un paseo un par de veces a la semana y con la que se acuesta los viernes por la tarde, con el tiempo justo para no llegar tarde a cenar en casa con la familia.

La historia de la otra mujer es prácticamente la misma, salvo algún matiz. En este caso se trataba de un vecino. Al principio solo se daban educadamente los buenos días cuando coincidían en el rellano, o esperando el ascensor. Luego ya sabéis, el mismo final repetido tantas veces en tantas historias similares. Salvo que en esta ocasión, para variar, él le acabó confesando que nunca dejaría a su mujer. Aun así, ella optó por separarse de su marido y apostar por una vida de mentiras, de ocultamiento, de estar siempre a la sombra, en un segundo plano. Como cuando al señor le dio un infarto y fingió ser familiar de otra persona para pasearse por el hospital sin levantar sospechas, atenta siempre a cuando se iba su “verdadera” familia para poder visitarlo.

De nada han servido los sermones de sus hijas, que no entienden cómo sus madres han dejado pasar media vida en una relación que no les reconoce nada, de la que no pueden esperar nada, salvo un ratito de compañía. “Han tirado su vida a la basura”, dicen con pena. Y la verdad, por más vueltas que le doy, yo tampoco alcanzo a comprenderlo. “Lo que temo es no enterarme si le pasa algo, no poder cuidarlo. ¿Y si se muere y después de toda una vida ni siquiera puedo ir a su entierro?”, dicen una y otra vez, como una letanía, según mis amigas. Ese es el principal temor de ambas mujeres. Hasta eso tienen en común.

Crónica de una infidelidad anunciada

Por primera vez en años, vuelve a sentir vértigo. No, mareos no; no hablo de ese vértigo. Hablo del otro, del que se te agarra a la boca del estómago y hace que te tiemblen las rodillas. Ayer la vi a la salida del cine. Le brillaban los ojos y no paraba de sonreír. Lo hacía casi compulsivamente, como una adolescente. Entonces lo supe.

Cada vez tiene más cerca la frontera de los 40 y siente que se le pasa el arroz. Lleva con su marido desde el instituto. Un tipo majete, sí, hasta atractivo, y no es un mal padre para sus hijas. Eso sí, quienes les conocen saben que es en ella en quien recae el peso de la responsabilidad. Es ella quien organiza horarios, la que pone normas, la que marca los límites y hace el trabajo sucio; ella quien las arropa, les pone un espejo delante y las obliga a hacerse las preguntas adecuadas.

CamaHace años que siente que tiene que suplicarle para que la toque. Ha probado de todo: viajes que él casi siempre cancela, escapadas pretendidamente románticas, ropa sexy, dietas milagro… Nada. Él no la mira, no la siente, no la ve. Ella se rebela, le explica, le reprocha… pero al otro lado no se mueve nada. Y ahí sigue, levantándose cada mañana, preparando colacaos y tirando del carro de un matrimonio en el que solo ella parece ponerle ganas. Lo quiere, lleva toda la vida con él. No quiere hacerle daño… pero siente que su vida se consume y el reloj no perdona.

Y ahí, en medio de ese lugar de hastío y frustración, se encuentra de repente con alguien que hace que vuelva a sentirse ilusionada. No ha pasado gran cosa, en realidad. Bueno, según como se mire. Unos cuantos mails, otros tantos mensajes y algún encuentro fugaz, pero a juzgar por su cara y su sonrisa, bien podrían ser como las alas de la mariposa que aletean en Zurich y provocan un terremoto al otro lado del mundo.

Es fácil juzgar y dar lecciones desde el otro lado de la frontera; cuando uno no se ha visto en una situación similar o simplemente, no se han tenido opciones. Porque es muy fácil mantenerse fiel cuando se es feliz y nadie te pone por delante la oportunidad. Y no hablo de echar un polvo intrascendente…

Ella no lo tiene fácil. A un lado el abismo, el vértigo, el miedo, el fuego, las dudas; la línea que ya no podrá descruzar. Al otro, lo seguro, lo cotidiano, lo conocido… pero también una cama fría y un desierto de certidumbres.

No seré yo quien la juzgue. No seré yo.