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«¿Nos casamos?»: Mujeres que piden la mano

Podría decir que fue el vino, pero eso sería darle al alcohol un protagonismo que, en realidad, no es merecido ya que no tiene prácticamente peso en esta historia.

LA PROPUESTA

Podría decir también que fue la situación, esa cena en casa con dos trotamundos refugiados en nuestro sofá (y es que las sorpresas que nos trae el coachsurfing son en su mayoría, maravillosas).

Podría decir que fue el lugar, el piso de Barcelona en el que, por poco que llevemos, tanto hemos vivido, construido y compartido. Ese que nos preocupaba al principio de lo vacío que nos parecía y en el que, cada vez que entras por la puerta, encuentras un libro o una planta nueva.

Podría decir que estaba claro que tarde o temprano lo acabaría haciendo, pero no sería cierto, ya que no me imaginaba que sería yo la que daría el paso (de hecho, fíjate si no se puede dar por sentado que no sabía si en algún momento de mi vida quería darlo).

Podría decir que fueron tantas cosas, pero en realidad no fue ninguna de esas. Por lo que realmente fue, y sigue siendo, se llama amor.

Y por mucho que pueda parecer que peco de manida (los habrá incluso que me tachen de ñoña), no podría ser más verdad.

No por el amor que os imagináis que parece salido de una escena de La La Land, de un videoclip de Neyo o de un anuncio de perfumes (femeninos), sino el amor de verdad. El amor que nos acompaña en la rutina, en la convivencia, en un pósit de «Buenos días» en la nevera o en un domingo de hacernos juntos mascarillas faciales porque sabes que me encanta la cosmética coreana.

Cuando te escuchaba por enésima vez contarle a esos desconocidos la historia de tu vida en inglés con un leve acento catalán, recordé por qué me había enamorado de ti, por qué aún después de todos estos años, me sigues gustando tanto. A cántaros, mogollón y a rabiar.

Hasta tal punto que me urgía pasar el resto de mi vida contigo, aunque fuera algo que ya estábamos haciendo. Eso fue, y nada más realmente, lo que hizo que, antes de ir a dormir, te dijera:

-Ens casem?

Sin anillo, sin prepararlo, sin preocuparme, sin declaraciones exageradas, preparaciones previas, sin nada… Pero con todo.

«Vale» me dijiste. Y aquí estamos, pasando todos los días de nuestra vida juntos. Poniéndonos las botas el uno del otro.

Duquesa Doslabios.

Encontrarse de repente con el fantasma de un amor perdido

Fue como ver un fantasma. Estábamos las dos sentadas en una cafetería, una de esas de Madrid con mucha solera, cuando él entró con una mujer. No sabría decir si era una amiga, una compañera de trabajo o una novia. Se advertía cierta complicidad entre ellos, pero en ningún momento les vi darse un beso ni nada por el estilo. Yo no sabía quién era él, no lo había visto en mi vida, y no me habría parado a mirarlo ni un minuto si no hubiera sido por ella.

GTRES

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Al principio no me di cuenta. Luego la vi quedarse pálida, con la mirada fija y las palabras que estaba pronunciando ahogadas en su garganta. “¿Qué te pasa, Laia? Parece que hubieras visto un muerto”, le dije, un poco asustada. Y en parte, así era. “¿Ves ese hombre, el de jersey gris y pantalón negro? Ese hombre era mi marido”. Yo ni si quiera sabía que hubiera estado casada. Entonces me vino a la cabeza, como un latigazo, aquel maravilloso libro de Sándor Márai, La mujer justa. Estaba ocurriendo exactamente la mismo, solo que en una cafetería madrileña del año 2014 en lugar de una del Budapest de mediados del siglo XX.

Laia no me ha contado qué fue lo que ocurrió entre ella y aquel fantasma. “Aquello pasó en otra vida”, me decía. Luego supe que no hacía tanto; unos tres años, más o menos. Salvo que no había vuelto a verlo, no me dio ni un detalle. Solo la certeza de un amor fallido, de un proyecto fracasado, de una apuesta perdida. La historia me llevó a reflexionar sobre mis propios fracasos y me pregunté si, en su situación, me habría impactado tanto. La respuesta fue que no, pero claro, yo sigo teniendo relación con mis exnovios (que no sexo). Con todos mantengo el contacto de una u otra manera, y eso cambia las cosas, supongo. Bueno, con todos menos uno, pero eso ya es otra historia.

La maldición del ex que ni come ni deja comer

No es nada nuevo. Hasta a Lope de Vega le dio para escribir una de sus míticas comedias, allá por 1618… Pero el perro del hortelano sigue a la orden del día. Ni come ni deja comer, el maldito. O la maldita, porque no entiende de sexos.

pelea de novios

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En este caso vuelve a mi mente por el caso de una amiga, de la que ya os he hablado anteriormente. Os resumo rápidamente: 10 años de pareja, dos de ellos casados. Están intentando tener un hijo y un día, de repente, él le dice que se ha dado cuenta de que no la quiere y adiós muy buenas. No hay margen para ningún intento de nada; el argumento es aplastante.

Lo de después ya lo imagináis. Lágrimas, psicólogo, descenso a los infiernos y un día, al fin, un poco de tregua. Y entonces, cuando empezaba a respirar, conoce a alguien. El mundo es un pañuelo y, a las pocas quedadas, alguien le va con el cuento al ex. Resulta que los ha visto de la mano entrando en el cine.

Dado lo poco que la quiere, es decir, nada, lo lógico es que no le hubiera importado. Es más, sabiendo como sabe lo mal que lo ha pasado, lo normal es que, aunque fuera por los años compartidos, se hubiera alegrado. Más que nada porque así aligeraría la culpa y el mal sabor de boca. Pero no, el tipo lo que siente es un ataque de cuernos como una catedral y empieza a dar por culo.

Aparece por la casa de ambos cuando ella está haciendo cajas, recogiendo sus cosas, sin previo aviso, y le pone ojitos mientras intenta por todos los medios cualquier acercamiento. La llama, le manda mensajes… Y cuando ella parece flaquear, se vuelve implacable de nuevo. Una de cal, otra de arena y así hasta la eternidad, mientras lo dejen, claro. No la agarra, pero tampoco la suelta. El resultado es ella vuelta loca y sin saber qué hacer, qué pensar ni qué decir. Entretanto, el otro ha dado un paso atrás, a ver si se aclaran. ¿Qué otra cosa podía hacer, el pobre? Así no hay quien pueda.

Crónica de una infidelidad anunciada

Por primera vez en años, vuelve a sentir vértigo. No, mareos no; no hablo de ese vértigo. Hablo del otro, del que se te agarra a la boca del estómago y hace que te tiemblen las rodillas. Ayer la vi a la salida del cine. Le brillaban los ojos y no paraba de sonreír. Lo hacía casi compulsivamente, como una adolescente. Entonces lo supe.

Cada vez tiene más cerca la frontera de los 40 y siente que se le pasa el arroz. Lleva con su marido desde el instituto. Un tipo majete, sí, hasta atractivo, y no es un mal padre para sus hijas. Eso sí, quienes les conocen saben que es en ella en quien recae el peso de la responsabilidad. Es ella quien organiza horarios, la que pone normas, la que marca los límites y hace el trabajo sucio; ella quien las arropa, les pone un espejo delante y las obliga a hacerse las preguntas adecuadas.

CamaHace años que siente que tiene que suplicarle para que la toque. Ha probado de todo: viajes que él casi siempre cancela, escapadas pretendidamente románticas, ropa sexy, dietas milagro… Nada. Él no la mira, no la siente, no la ve. Ella se rebela, le explica, le reprocha… pero al otro lado no se mueve nada. Y ahí sigue, levantándose cada mañana, preparando colacaos y tirando del carro de un matrimonio en el que solo ella parece ponerle ganas. Lo quiere, lleva toda la vida con él. No quiere hacerle daño… pero siente que su vida se consume y el reloj no perdona.

Y ahí, en medio de ese lugar de hastío y frustración, se encuentra de repente con alguien que hace que vuelva a sentirse ilusionada. No ha pasado gran cosa, en realidad. Bueno, según como se mire. Unos cuantos mails, otros tantos mensajes y algún encuentro fugaz, pero a juzgar por su cara y su sonrisa, bien podrían ser como las alas de la mariposa que aletean en Zurich y provocan un terremoto al otro lado del mundo.

Es fácil juzgar y dar lecciones desde el otro lado de la frontera; cuando uno no se ha visto en una situación similar o simplemente, no se han tenido opciones. Porque es muy fácil mantenerse fiel cuando se es feliz y nadie te pone por delante la oportunidad. Y no hablo de echar un polvo intrascendente…

Ella no lo tiene fácil. A un lado el abismo, el vértigo, el miedo, el fuego, las dudas; la línea que ya no podrá descruzar. Al otro, lo seguro, lo cotidiano, lo conocido… pero también una cama fría y un desierto de certidumbres.

No seré yo quien la juzgue. No seré yo.