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Que te toquen el culo en la discoteca y todo lo que no es ‘normal’ por ser mujer

Todas coincidimos en que es mejor ir con zapato plano en vez de sacar los tacones. «Yo quiero ir cómoda», dice una. Aunque no lo pongamos por escrito sabemos que, en el caso de tener que correr, es preferible ir con un calzado bajo.

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Quedamos poco antes de que abran la discoteca y vienen los dos de turno. «¿Por qué estáis tan solas?», dicen a ese grupo de cuatro amigas.

Sabemos qué hacer en esos casos. El corte más ‘limpio y rápido’, la baza del novio. Una vez saben que «estamos todas cogidas», se van. La excusa de siempre que, cuando surge, te garantiza la ‘libertad’, algo que sabemos todas, por lo que utilizarla es ya normal.

Entramos a bailar. Pedimos copas y recordamos cómo nuestros padres dejaban el vaso en la barra con una servilleta por encima, para que no les echaran drogas. Nos reímos de aquel acto pero no soltamos el nuestro, no vaya a ser. De modo que se convierte en habitual ese baile a una mano mientras con la otra mantenemos la bebida va bien sujeta. Hasta ahí todo normal.

«Voy al baño», dice una. Da igual la distancia al servicio, es una norma no escrita acompañarnos. Son muchas las historias de amigas que, ante las ganas de hacer pis se han alejado y han aparecido en un piso desnudas al día siguiente.

Las colas en los baños de mujeres son siempre infinitas, todas llevamos compañía, como es normal.

Una vez reunidas de nuevo, seguras por la fuerza del grupo, el baile es más pleno. Hasta que, en la décima bajada al suelo -cambiando solo el peso de las caderas de una a otra rodilla-, hay quien nota una mano indiscreta.

Pena que, al girarse, haya un grupo de ocho o nueve chicos. Imposible dar con el autor del roce. Aunque claro, con tanta gente, y bailando hasta el suelo, es normal que se den ese tipo de choques. Que no empiece la paranoia.

Vuelve a notarla y al minuto se arrepiente de haberse puesto minifalda, no como sus amigas -más expertas en materia-, que prefieren los pantalones largos para evitar, como es normal, los manoseos que suelen acompañar aquí, en Valencia, en Cáceres, en Murcia o en Málaga, los acordes de Daddy Yankee. Pero ella no cayó en eso, solo quería estrenar su nueva compra.

Así que se resigna y entiende que el toqueteo será el nuevo normal de la noche.

Las horas se agotan y los pies, incluso sin tacones, también. Es el momento de despedirse. Dos comparten taxi, otra irá en autobús nocturno y la última, que no ha bebido, prefiere coger un coche de alquiler.

Tras los besos y abrazos, la promesa de todas las noches. «Avisad al llegar». Es el voto normal en estos casos en los que la oscuridad todavía hace mella en el cielo.

El coche está más lejos de lo que se pensaba. Tiene que andar sola un trecho e incluso pasar por delante de un grupo de hombres que también acaban de salir de otra discoteca.

«Hola bebé, ¿te acompaño?». Risas del grupo, él se ha puesto casi enfrente suyo. Ella le esquiva y aprieta el paso, mirando con desesperación el mapa del móvil para localizar el vehículo.

Por mucha rabia que le dé confesarlo, ese tipo de encuentros son lo normal cuando vuelve a casa. El miedo apretándole la boca del estómago durante los últimos metros antes de abrir la puerta -que muchas veces alcanza corriendo- se ha convertido casi en el denominador común, lo raro es que no le digan algo. El broche de siempre a sus veladas con amigas.

Finalmente llega a casa, es la última en hacerlo. Escribe que ya está en la cama y aprovecha para revisar por última vez Instagram. El chico al que le dijo su perfil le ha escrito un mensaje. Uno detrás de otro, viendo que ella no le contestaba.

Que si quiere terminar la noche por todo lo alto. Que por qué no le contesta. Que hay que ver estas feminazis que se asustan por todo. Que quién se cree que es. Que es una zorra calientapollas por haber bailado así. Que tampoco está tan buena. Que ojalá se muera.

Y ella apaga el móvil y se va a dormir después de pasarle el pantallazo a sus amigas, que, poco o nada extrañadas, le dicen que así son muchos tíos. No les sorprende a estas alturas porque tienen en sus bandejas de entrada textos parecidos. Es hasta normal.

Solo que nada de lo descrito como normal en este texto lo es. Por mucho que socialmente hayamos aprendido a normalizar las agresiones sexuales, las intimidaciones, es el momento de desaprenderlo.

Que lo normal empiece a ser no tener miedo porque no haya ningún motivo para ello.

Duquesa Doslabios.

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¿Eres mujer? Consejo de la Ertzaintza: ni tengas citas a ciegas ni camines sola de noche

«No aceptes citas extrañas, ni citas a ciegas. No transites de noche a solas, por lugares apartados o poco iluminados.»

GTRES

Estos ‘consejos’ (por llamarlos de alguna manera) son los que promulga la policía del País Vasco para, en su opinión, que las mujeres eviten las agresiones sexistas durante las fiestas.

Unos consejos que vienen diciendo que, si queremos estar seguras, vayamos siempre bien acompañadas, por sitios bien iluminados. O lo que es mejor, que no salgamos de casa no vaya a ser que pase algo.

Pero, ¿incluye el folleto alguna mención hacia los hombres diciéndoles que respeten a las mujeres que están disfrutando de las fiestas? Os dejo adivinar la respuesta.

Y como mujer -pero encima como mujer joven que sale de fiesta, ha tenido citas a ciegas y vuelve sola a casa- estoy harta. Harta de que la culpa de que me pase algo sea mía. Harta de que hasta la policía me diga que si no quiero que me pase nada, no haga nada. Con nadie. Nunca.

Si me paro a pensarlo, me parece tan ridículo como lo sería pedirle a una persona de etnia bereber que no se relacionara con ninguna persona caucásica, para evitar agresiones racistas.

Que no se le ocurra salir a la calle exhibiendo su piel oscura. Que para evitar provocaciones se la aclare con un maquillaje, que se ponga una careta, que se tape las manos con guantes para que no parezca que va buscando guerra.

Que procure evitar a ciertas horas del día y por ciertos barrios de la ciudad donde las personas caucásicas abundan. Que procure evitar subir en ascensor, quedarse a solas en el portal de casa con alguien caucásico por si le ataca, que no intime ni quede con nadie de piel blanca.

Pero es que también podemos aplicar el mismo razonamiento a una persona homosexual. La policía vasca podría pedirle que no entre en un local de ambiente por si, en un ataque de homofobia, alguien se lía a tiros dentro del bar.

O incluso que no vaya de la mano con alguien de su mismo sexo. Que no le bese. Que no vista con un arcoíris estampado en la camiseta «por si acaso».

¿Ridículo? Así suena la lógica de la policía vasca, que, casualmente, solo aplica este discurso cuando son las mujeres las posibles víctimas.

Querida policía vasca, catalana, madrileña o andaluza, querida policía de toda España: las mujeres no vamos a encerrarnos en casa. No vamos a dejar de salir, de enamorarnos, de beber, de bailar, de volver a las tantas de la mañana. No vamos a dejar de vivir esta vida tan bonita que hemos tenido la suerte de encontrarnos.

Y no deberían animarnos a dejar de hacerlo como «recomendaciones por nuestra seguridad». Deberían enseñar a los hombres que el hecho de que hagamos todas esas cosas es respetable y no da ningún derecho a gritarnos, a agredirnos, a violarnos ni a matarnos.

Duquesa Doslabios.

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El ‘slut shaming’ o por qué se nos juzga a las mujeres por nuestra vida privada

#StopPeriodismoMachista se convirtió ayer por la tarde en el tema más candente de Twitter después de que un diario afirmara que la carrera profesional televisiva de una economista y presentadora, Marta Flich, se debía a una relación que mantuvo con un nieto de Franco.

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Y, como dos imágenes se entienden mejor juntas, tengo también el ejemplo de una conocida modelo española, casada con un futbolista, que escribió a una revista para darle las gracias por haber sido incluida en un artículo con su nombre y apellido, y no como «la mujer de».

Aunque pueda parecer que no tienen nada que ver una con la otra, el trasfondo es el mismo. Ver a las mujeres triunfando por sí mismas, por lo visto, es algo que a muchos les pica.

Era algo que ya empecé a sospechar en la carrera, cuando ciertos compañeros rabiosos susurraban por lo bajo que aquella o aquella otra solo había conseguido las prácticas en televisión por haberla chupado o haberse puesto a cuatro patas.

Rabiosos porque, la verdad, es que ellas habían conseguido ese trabajo por horas extra de prácticas en la universidad y más dedicación al estudio que el que estaba a mi lado quejándose, un compañero que, me consta, pasaba todas las tardes con sus amigos en la calle.

Utilizar la vida personal o sexual para desacreditarnos, es algo muy típico, tan típico que, como a mí me sucedió, ni llegué a extrañarme del odio que destilaba el comentario del que se sentaba a mi lado. A fin de cuentas, no era la primera vez que lo oía ni sería la última.

Y aunque el caso de Monica Lewinsky y Bill Clinton nos pilla un poco lejos, tenemos más a mano el suicidio de la trabajadora de Iveco por la difusión de un vídeo sexual con el consecuente acoso y derribo que padeció en el trabajo.

Lo que todas ellas comparten, es el denominador común del slut shaming, cuando te critican por tu vida sexual, ya sea pasada futura, analógica o digital.

Y por mucho que, racionalmente, quiero pensar que la mayoría somos conscientes de que nadie puede juzgar sobre las decisiones que toman los demás sobre su propio cuerpo, en un estudio sobre el tema encuentro una frase anónima que resume el éxito de este método.

«Cuando quieres desacreditar o humillar a una mujer, acusarla de ser zorra siempre funciona«.

Las exparejas, las parejas actuales, la coletilla de «pareja de» antes del nombre, la difusión de unas imágenes hasta el hastío o el comentario del tipo (o tipa, ojo) de turno afirmando que solo ha llegado a un sitio «por sexo», son todo variantes del slut shaming, un problema del que, las únicas víctimas, por desgracia, somos las mujeres.

En todos los casos, la sexualidad es algo que se somete al escrutinio, que se nos es arrebatada y que se utiliza en nuestra contra quitándole valor, despersonalizándola, haciendo de su privacidad lo que la define como ser.

Me parece especialmente revelador que, en un estudio realizado en 2018 para el diario alemán Sex Roles, un 37% de los encuestados mostraron prejuicios ante mujeres en puestos de poder.

Porque, lo que hay detrás del slut shaming, de las persecuciones en los medios, en persona o en redes, lo que muestran en realidad, es el desprecio general que existe a que las mujeres tengamos éxito.

Duquesa Doslabios.

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El machismo del ‘sugar dating’ o por qué quieren que nos gusten hombres mayores

Si parecía que, a estas alturas, no podían llegar más páginas web para ligar por internet, las de sugar dating cada vez están más en alza en España. Para quienes desconozcan el término, consiste en poner en contacto a un hombre mayor, presumiblemente de alta posición social o económica, con una mujer joven a la que pasaría una asignación mensual o facilitaría un estilo de vida, que, en principio, sería inalcanzable para ella.

SUGARDATERS FACEBOOK

El olor a gato encerrado es difícil de esconder, aunque se le haya puesto por encima una gruesa capa de azúcar, que es lo que intentan quienes están detrás de estas páginas de contactos.

Sobre todo cuando, uno de los principales argumentos que esgrimen para legitimar el sugar dating es criticar duramente que se juzgue que una mujer pueda buscar a un hombre de una posición alta hasta el punto de considerarlo machista.

Claro que estamos en un momento social en el que gozamos de más libertad que nunca, claro que una mujer es libre de salir, relacionarse y divertirse con quien quiera pero, ¿es ese el verdadero dilema de estético de citas o más bien una cortina de humo que pretende desviar nuestra atención mientras realizan el truco a nuestras espaldas?

Y es que sí es machista el hecho de considerar que las mujeres somos un objeto. Porque por mucho que la web hable en general de mujeres cuando se refiere a sugar babies, lo cierto es que se encuentran entre los 18 y los 27 años. Es raro encontrar candidatas pasada esa edad porque a los propios sugar daddies no les interesa.

Es machista de manual cosificar, tan machista como el A mí me gustan mayores o todos esos refranes que buscan perpetuar la idea de que la mujer parece estar más predispuesta a relacionarse con un hombre que supere con creces su edad que a fijarse en los de su entorno.

Este es el principal beneficio de los usuarios, que pueden acceder a una red de contactos de mujeres jóvenes que, en el caso de tener más años, no les producirían ningún interés. Pero, ¿qué significa que busquen juventud antes que experiencia, madurez o una persona con una vida semejante?

No ya solo el físico, sino una relación sexual que, de otra manera no podrían tener. Y solo hace falta una búsqueda rápida en internet para descubrir en capturas de conversaciones que el sexo es el objetivo de la mayoría de sugar daddies. Es decir, acceso a la cama a cambio de un estilo de vida de lujo o de dinero. ¿No os suena de algo? Yo os ayudo. Empieza por «P» y acaba por «rostitución». Por tanto sí, sí es machista proponer este servicio.

Es especialmente revelador que un porcentaje íntimo de los sugar daddies sean mujeres, lo que demuestra dos cosas: en primer lugar la existencia del techo de cristal -la dificultad que tenemos por llegar a un nivel socioeconómico por la discriminación en el entorno laboral- y, en segundo lugar, que es un servicio pensado en su mayoría por hombres.

«Todos y todas pueden dar el braguetazo», encuentro en una de las webs de este tipo de citas, una frase ante la que no puedo evitar soltar una carcajada. Quizás en el mundo ideal de fantasía de los creadores de estas páginas sí, pero no en la vida real.

La diferencia entre la proporción de hombres y mujeres, en uno y otro lado, habla por sí sola, y lo que revela es que esto, más que un braguetazo, es una vía de prostituirse muy maquillada con términos como sugar baby.

Encontrar que quienes lo defienden llegan incluso a ondear la bandera del feminismo (en la dirección del viento que les interesa, claro) no deja de sorprenderme. Ya que es una aparente lucha por la libertad de que (solo) las mujeres más jóvenes puedan apuntarse y convertirse en el cebo cárnico de sus clientes sin ser estigmatizadas.

El objetivo del sugar dating no es empoderar a la mujer, el objetivo es tener la suficiente variedad de candidatas como para que los clientes paguen las cuotas mensuales que les permitan acceder a ponerse en contacto con todas ellas.

Que los beneficios sean por parte de los clientes, que acuden en busca de juventud y barra libre de sexo por su nivel de vida, promueve no solo el estereotipo de que como hombre, ‘tienes derecho’ a tener sexo con quien quieras -hasta con mujeres a las que doblas la edad que, de otra manera, no tendrían interés en ti-, sino el tópico que tu valor reside en tu cartera, y que cuanto más grande mejor. No necesitas nada más para impresionar.

Pero también mantiene la tóxica idea de que las mujeres, desde muy jóvenes, tenemos un precio. Solo hay que estar dispuesto a pagarlo en efectivo o en forma de exclusiva suite de París. Pero, un momento, aceptar que tengan derecho sobre nuestros cuerpos, derecho que no se concedería si no fuera por estas páginas de contactos, ¿no es mantener la cultura de la violación?

Duquesa Doslabios.

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Cariño, soy tu novia, no tu madre

Martes, 9 de la mañana. Me escribe una amiga desesperada porque no sabe cómo hacerle entender a su pareja que lo de recoger el tendedero no es solo doblar la ropa y dejarla apilada en la mesa, sino conseguir que llegue a los armarios, un trayecto que, por lo que parece, su novio piensa que sucede mágicamente.

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Otra está harta de tener que pedirle a su pareja que no es que no pida ayuda porque no la necesite, sino que asuma que el peso de la casa es una cosa de los dos. Y también tengo a la que lava, plancha, cocina y limpia como si el cuento de La Cenicienta siguiera, pese a que ya se ha casado con el príncipe.

En mi caso, sé que, si vamos a un hotel, corre de mi cuenta llevar la pasta de dientes, el desodorante o los cargadores del teléfono, mientras que él solo necesita meter en su mochila calzoncillos, un pantalón y tres camisetas. También soy quien tiene que dejar las luces apagadas y acordarse de coger la llave de la habitación y la cartera. Así pasa, que vayamos a dónde vayamos, él consigue desconectar porque va con la tranquilidad de que va a haber de todo mientras que yo llego a los sitios ya medio quemada por el estrés de preparar el equipaje por dos.

Todo se resume en que, cada vez que nos desahogamos entre amigas, siento que no somos solo novias, somos cuidadoras, pendientes de que tomen sus medicinas cuando se ponen malos cada ocho horas porque no están pendientes y secretarias, ya que confían en nosotras para decirles que es el cumpleaños de una amistad en común.

Las novias somos esas personas encargadas de la limpieza cuando se dejan algo en el suelo, el papel higiénico fuera de sitio, el bote de champú y el cartón de leche vacíos, todas esas cosas que quedan a medio hacer porque todavía sigue con la mentalidad de que va a pasar alguien detrás a terminar la faena. Nos encargamos en muchos casos de la manutención y, por supuesto, no podemos dejar se ser amables y cariñosas compañeras y amantes, que no pueden arriesgarse a dejar ese lado descuidado.

La carga mental consiste en eso, en los trabajillos poco lucidos, poco recompensados, pero que, de una manera o de otra (aunque ya hayan pasado décadas desde 1950) nos sigue tocando a nosotras. ¿Por qué?

Bajo mi punto de vista, en primer lugar, hay una pasmosa falta de empatía a la hora de ponerse en nuestro lugar, de entender que las responsabilidades deben caer sobre los hombros de ambos de la misma manera. En segundo lugar, que para ellos vivir así es más cómodo, y con comodidad, no nos engañemos, se vive mejor, porque hasta ahora habían tenido a una persona, ya fuera su madre o su padre, solucionando esos problemas y no estaban acostumbrados a hacerse cargo por su cuenta propia.

Si ya bastante compleja es de por sí una relación, intentemos evitar este tipo de desigualdades que, lo único que consiguen, es quemarnos y terminar discutiendo constantemente con unos novios que no entienden que un hogar se lleva entre dos.

Mujeres, os invoco a rebelaros de vuestros puestos. Hombres, os invito a que aprendáis a zurciros los calcetines solos. Hay tutoriales en Youtube fantásticos.

Duquesa Doslabios.

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No es que te haya dado calabazas, es que eres un machista

Estoy pedaleando sobre la bicicleta a que pasen los 30 minutos de rigor antes de irme del gimnasio. En la sala de cardio de mi centro a esas horas no hay mucha gente.

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De hecho estoy sola en mi fila de bicis. O al menos lo estaba. De un salto, a mis espaldas, aparece uno de los cruasanes, uno de los de manual, cabeza diminuta, brazos desproporcionados y desbordando testosterona por cada poro de la piel.

Su aparición me asusta porque ¿quién narices llega de un salto? Sonriéndome se pone en la bici de al lado y veo que empieza a mover la boca. Mis cascos no me permiten oír nada, así que me toca quitarme uno de ellos para escuchar lo que quiere decir y, por tanto, dejar por el momento uno de mis podcasts.

«¿Qué?», le digo. «Holaaa», me contesta. «Hola», digo cortante mientras vuelvo a mi podcast. Pero no es suficiente, vuelve a llamar mi atención. Me quito el casco con más desgana. «¿Qué?». «Do you speak English?», me suelta. «Yes», contesto parca.

Vuelvo a ponerme el casco y retrocedo los últimos 10 segundos para volver a engancharme al diálogo, que, casualmente, también es en inglés. Una tercera vez veo que el cruasán se inclina hacia mí hablándose.

Vuelvo a quitar el auricular y le increpo. «¿Qué?». «What’s your name?» Me dice ignorando claramente mi lenguaje corporal.

«Mi nombre es estoy haciendo cardio y no quiero que nadie me moleste«, le digo en un perfecto inglés mientras coloco el auricular y sigo pedaleando mirando a las pantallas de la sala. Pero siento que farfulla a mis espaldas.

Me giro y veo que está bajándose de la bici con rapidez para marcharse mientras mueve la boca. Libero mi oído para escucharle. «¿Qué dices?», le pregunto.

A mitad de la sala y a voces me contesta girándose. «Que eres tú quien me molesta a mí». Ahí está, justo ahí, el frágil ego de un hombre más de metro noventa y casi 90 kilos.

El armario empotrado ha tenido una reacción de machito herido al nivel de «tampoco estás tan buena», una prueba de su madurez y su autoestima así como de su educación.

Como no ha conseguido su objetivo, su presa, se conforma con otro pequeño placer, humillarme públicamente buscando quedar él por encima de mí para proteger su estima, ya que ha conseguido que un par de personas se giraran a ver quién había osado molestarle.

El mensaje por su parte está claro: como mujer si no te sometes, sufres las consecuencias, y yo las acabo de experimentar en carne propia.

Hablando con varios amigos hombres feministas, y poniéndoles en situación, me confirman que si una mujer les dice que no quiere que le molesten de la manera que yo lo hice, su reacción sería la de pedir perdón y dejar a la persona en paz, pero en ningún caso generar alborotos y mucho menos faltando al respeto.

Hay varias cosas que me molestan del suceso, la primera es que alguien se sienta con la libertad de molestarme, porque lo que hacía esta persona pasando por encima de mis deseos de hacer ejercicio a mi aire, es molestar, cuando ambos estamos en un espacio neutro, lugar en el que pagamos precisamente por hacer uso del servicio que yo estaba utilizando.

No estoy en un evento organizado para ligar de citas rápidas, estoy haciendo ejercicio a mi bola y reivindico que se respete mi derecho de entrenar tranquila.

En segundo lugar, si alguien te dice que no quiere ser molestada, discúlpate, eso antes que nada, y vete. No hace falta que reacciones como un drama king esgrimiendo tu machismo solo para ‘protegerte’ porque, noticias frescas, nadie te estaba atacando. En todo caso la atacada sería yo que he tenido que aguantar cómo invadías mi espacio hasta tres veces.

No digo que no se pueda entrar a gente desconocida en cualquier lugar si sentimos que realmente queremos conocer a esa persona, pero sí que respetemos su voluntad por encima de todo.

El final de esta historia es que fui a quejarme del comportamiento de aquel cruasán con la sorpresa de que su conducta alborotadora se podía seguir fácilmente en su ficha.

Es decir, aquel personaje tenía ya varias faltas de conducta, por lo que con mi queja, y una máquina sin descargar, se le invitó a irse del gimnasio. A día de hoy no continúa entrenando en mi centro, y solo espero que deje un poco de lado las pesas para centrarse más en cómo debe relacionarse con las personas (y mujeres especialmente) que le rodean, que más le valdría un poco de civismo para compensar tanto machismo.

¿Mi conclusión? Sed francas, marcad los límites, siempre educadamente, si sentís que los están sobrepasando. Y si tenéis la mala suerte de toparos con individuos como el que os he descrito, y se comporta como un salvaje, quejaos. No dejéis pasar ni media, porque el tiempo de que calladitas estamos más guapas, o el de sonreír con desdén esperando a que el otro se canse y cesen sus intentos, se ha acabado.

Time’s Up. Ahora toca dar un paso adelante y defendernos. Piensa que si a mí no me amedrentó aquel armario, nadie debería hacerlo.

Duquesa Doslabios.

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El hombre que nos quiso explicar a las mujeres la diferencia entre vulva y vagina

Desde tiempos inmemoriales, hay una serie de hombres que nos explican el mundo a las mujeres. Debe ser algo que les pica en su interior, el mismo picor que les hace necesitar abrirse de piernas en el transporte público ocupando el espacio de la de al lado.

No, no es este. Pero me gustó su expresión risueña viendo el Facebook de Media Markt.

Hoy os traigo la historia de uno de esos casos. Uno sonado que llegó a hacerse viral el Twitter y mi reflexión al respecto.

Paul Bullen se encontraba pasando el rato en Twitter cuando vio un tema que le llamó la atención. «Mi vulva y yo: 100 mujeres revelan todo».

El usuario, que según su descripción es escritor, editor e investigador, aclaró a la autora que la palabra correcta no era «vulva» sino «vagina».

Hasta aquí, podría pasar la situación por alto si hubiera sido el caso de que la escritora del tuit hubiera cometido un fallo ortográfico (cosa que no hizo).

Para resolver la duda genital, una ginecóloga, la doctora Jennifer Gunter, acudió al rescate de la ortografía, y de las vulvas y vaginas del mundo, aclarándole a Paul Bullen que el término estaba correctamente empleado, ya que la serie de fotografías mostraba la parte externa del aparato reproductor femenino.

Vamos, que para los que no seáis muy fans de la terminología, los labios, clítoris, uretra y toda esa zona que os encontráis cada vez que bajáis a las profundidades de la entrepierna, es la vulva.

La vagina, como explicó la ginecóloga, que habiendo estudiado ginecología y dedicándose a ello, algo sabría (además de que tiene ambas cosas en el interior de sus bragas), es el conducto interno que se comunica con el útero.

Pero el bueno de Paul, erre que erre, continuó diciendo que no, que ni términos, ni términas, ni términes, que el lenguaje coloquial manda y que la palabra «vagina» es la que se utiliza.

En ese momento, la doctora Gunter, flipando en colores de que hubiera estudiado horas y horas en sus años de facultad el dibujito de los genitales femeninos para que viniera un usuario aleatorio de Twitter a corregirla.

¿Su contestación? Hacerle saber que le estaba haciendo mansplaining, el concepto que se utiliza para referirse a las explicaciones que dan algunos hombres (los que mencionaba al principio, no se me ofenda algún lector diciendo que «NO TODOS LOS HOMBRES») a las mujeres de manera paternalista sin que las pidamos o necesitemos, solo porque entienden que, por ser hombres, saben más que nosotras.

Mansplaining es cuando, por ejemplo, estás tranquilamente entrenando en el gimnasio y te viene el cruasán de turno a explicarte como deberías hacer el ejercicio cuando tú eres monitor personal.

También cuando tu tío se pone a explicarte en las comidas familiares cómo deberías salir vestida o evitar ciertos lugares para que no te pasara nada, cuando tu padre te dice que a ver si te pides ya la baja porque claro, con siete meses de embarazo no deberías seguir trabajando o cuando después de pasarte dos años trabajando en una asociación cultural del vino, te llega tu cita a contarte con todo detalle cómo se cata.

Cualquiera podría pensar que en ese momento, Paul Bullen recordaría que está hablando con una ginecóloga y recularía, pero, no solo insistió en su razonamiento sino que alegó que el término «mansplaining» no era correcto en su caso haciendo mansplaining del mansplaining en una espiral de explicaciones que no desgarró el espacio-tiempo de milagro, respuesta ante la que la doctora, imagino, no sabría si reír o darse de golpes contra la pared.

¿La conclusión? La vulva es lo de fuera, la vagina lo de dentro, nadie te ha pedido explicaciones al respecto y, si tienes la urgente necesidad de explicar algo a tu compañera de trabajo/tía/amiga/madre/esposa/conocida/clienta/novia/hermana piensa primero:

  • ¿Me ha preguntado?
  • ¿Sé más que ella en este campo por experiencia?
  • ¿Sé más que ella porque me he informado al respecto?
  • ¿Sé más que ella porque soy una eminencia en ese campo?
  • ¿Estoy al 100% convencido de que la información que le voy a dar es nueva y relevante?

Si cualquiera de tus respuestas a estas preguntas es «No», mejor cállate, porque de lo contrario, estás practicando el mansplaining. Y eh, noticias frescas, no necesitamos que nadie nos explique las cosas.

Duquesa Doslabios.

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No son las putas, son los puteros

Desde que empecé a escribir este blog, sabría que llegaría el día en el que me tendría que mojar sobre la prostitución. Abrochaos los cinturones, ahí voy.

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España es el Disneyland de la prostitución en Europa. Ya lo he soltado. Os dije que os sujetarais. No solo somos el país con más demanda del continente, sino que el 39% de los españoles reconocen haber pagado por sexo según los estudios de la Asociación de Prevención, Reinserción y Atención a la Mujer Prostituida (APRAMP), editados por el Ministerio de Sanidad, Política Social e Igualdad.

En nuestro país las leyes son bastante generosas ya que la práctica no se encuentra penada, simplemente regulada por los municipios cuando hablamos de ejercerla en las calles. Todo lo demás es campo. Un negocio de cuerpos basado en la explotación sexual de mujeres, demasiado atractivo y rentable como para hacer algo al respecto, ya que son varias las bases sólidas que lo sostienen.

La economía, por supuesto, es la primera. En el momento en el que de casi diez hombres, cuatro están dispuestos a pagar, o han pagado por ello, habrá una segunda persona moviendo cielo y tierra para llevarse ese dinero. Ilegalizarla sigue sin estar sobre la mesa cuando debería ser la primera carta que levantar de esta partida.

Pero claro, no interesa. A fin de cuentas, tampoco está tan mal visto. Ya se encarga la sociedad de que sigamos diciendo «O follamos todos o la puta al río» como cualquier otro refrán.

Para eso se sigue defendiendo refiriéndose a ella como «el oficio más viejo del mundo», una nomenclatura que solo busca arrojar luz sobre un provecho en el que todo son sombras.

¿Lo que refleja? El poder del machismo, el mayor responsable de que la prostitución continúe. Una serie de mentalidades y comportamientos que dejan claro por qué los puteros son la lacra de la sociedad. Y sino, aquí analizo su trasfondo.

    • Quienes defienden la prostitución afirman que los hombres tienen unas necesidades que deben ser satisfechas a cualquier precio sin importar la integridad, estima o respeto hacia la mujer. Para sus protectores, tener sexo es una necesidad vital. La realidad es que las relaciones sexuales no son una urgencia biológica como respirar, beber agua o comer.
    • El placer de la mujer no cuenta en ningún caso. Ya sea dentro del matrimonio o fuera de él, lo único que busca el putero es que se satisfagan sus deseos con quien, normalmente, no podría hacerlo.
    • Las mujeres no somos recipientes sexuales por mucho que la prostitución considere así a quienes lo ejerzan. Reducirnos a meros objetos de placer es rebajarnos colocándonos en un escalón inferior.
    • Los defensores de la prostitución sostienen que es una manera de empoderar a las mujeres cuando solo es una manera de someternos. El dinero no paga más que una violación, porque, recordemos, es una relación sexual que, en otra circunstancia, la mujer no realizaría. Dinero no equivale a consentimiento.
    • Es imposible que la prostitución se considere una manera real de empoderamiento cuando los casos de prostitutas que han conseguido salir del círculo han dejado claro que no es otra cosa más que una espiral en la que confluyen las amenazas, abusos o exposiciones a enfermedades, una indefensión total. Una rueda que termina con miles de mujeres destrozadas física y psicológicamente. Los puteros son capaces de hacer oídos sordos ante eso (la mayoría son conscientes de la situación de las mujeres que les prestan sus cuerpos) demostrando, una vez más, que siguen siendo ellos quienes están por encima con sus deseos.
    • No existe la puta feliz. Es un mito que esgrimen algunos partidarios para defender que la práctica continúe. Pero lo de que hay quienes se meten por decisión propia solo es una cortina que nos pinta de rosa una realidad cruda tras la que solo hay sufrimiento. Quienes ejercen la prostitución se han visto coaccionadas, empujadas por pobreza, por traumas, adicciones… Es una decisión a la que se ven más obligadas quienes pertenecen a minorías étnicas o carecen de oportunidades laborales. De pasados y presentes destrozados se ha erigido un negocio que sigue destrozando personas sacando provecho de ellas.

La prostitución, pagar por tener sexo, no es un derecho. Pero sí es un derecho no estar sometido a esclavitud, torturas, penas, tratos crueles, inhumanos o degradantes, un artículo que forma parte de la Declaración Universal de los Derechos Humanos al que se le ha puesto precio cuando, es también un derecho humano trabajar en unas condiciones justas y favorables.

Duquesa Doslabios.

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Un violador en cada esquina

Fue uno de los reproches que le hice a mis padres respecto a la educación que me habían dado: que habían conseguido que nunca me sintiera segura por la calle, que caminaba con el miedo de que, en cualquier momento, podría salir un violador detrás de una esquina. 

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Para mí, entender a una edad tan temprana, porque nos lo enseñan cuando todavía somos pequeñas, que fuera siempre con cuidado por si alguien me hacía algo, me marcó de la manera en la que a todas nos marca saberlo cuando llega el momento.

Y si a mí me parecía injusto, doloroso y horripilante, si me hizo sentir insegura, ahora pienso en el lugar de mis padres.

Pienso en lo que debe ser tener una hija que nace mujer y saber que, en algún momento de su vida, tendrás que tener esa charla con ella. La charla en la que le haces entender a tu hija, a lo que más quieres, que puede haber gente que la quiera agredir, violar o incluso matar.

La impotencia, el dolor y el miedo que yo siento, imagino que es solo la mitad de lo que pueden llegar a sentir ellos. Mucho más vasto y lacerante que el mío.

Unas sensaciones que, me consta, podrían volverse más intensas, aunque no me lo dijeran, si me olvidaba de contestarles a qué hora volvía a cada o si al final me quedaba a dormir en una casa de una amiga y no tenían señales de mí hasta el día siguiente.

Al tiempo que a mí me enseñaban eso, el mensaje para mi hermano ha sido el del máximo respeto hacia las mujeres.

Pero que él haya aprendido que no debe hacer nada en contra de la voluntad de otra persona, no garantiza que las mujeres estemos exentas de peligro en manos de otra persona que no ha tenido el mismo desarrollo.

Si los padres siguen teniendo esa charla con sus hijas es porque la sociedad tiene un problema estructural cuya solución no es solo que los padres den una buena educación.

La responsabilidad, más que la culpa, es de todos y somos incapaces de asumirla. Así que mientras no haya cambios en las leyes, no se refuercen las penas, no se tomen medidas, no se apliquen estrategias en los colegios o las series de televisión, como The Big Bang Theory, no dejen de vendernos como objetos, seguiremos transmitiendo ese mensaje generación tras generación.

Seguiremos diciendo, como mi bisabuela a mi abuela, mi abuela a mi madre, mi madre a mí, y yo, si tengo algún día, a mi hija, que tengamos mucho cuidado, porque ya no se esconden en las esquinas, puede ser el de la casa de enfrente, tu ex novio o el compañero de la oficina.

Y no habrá cuidado o medida que podamos tomar, ropa larga, calle llena, sobriedad o luz del día, que garantice nuestra seguridad ni nuestra vida.

Duquesa Doslabios.

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¿Quién le dio la palabra a mis bragas?

Fue en 1933 cuando la mujer pudo, por primera vez, manifestar su opinión respecto a la política de España a través del voto, algo que los hombres llevaban haciendo habitualmente más de cuarenta años. En ese momento se empezó a tener en cuenta nuestra voz.

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Y con lo que ha costado que se oiga, que se tenga en cuenta a través de una votación o que no se desacredite si dicha voz denuncia un abuso, me niego a que me la roben.

Pero, sobre todo, a que me la quite nada menos que una prenda de ropa, un tanga. Un tanga, que, hasta donde yo tengo entendido, no habla (o al menos, los míos del armario nunca han tenido la cortesía de darme los «Buenos días» cuando abro el cajón medio adormilada).

Se escapa de mi entendimiento que le den una voz y no solo una voz, en abstracto, sino una voz concreta que decide sobre el cuerpo de su portadora.

Mi tanga no dice nada. Está callado ahí, en la entrepierna. Ni pincha ni corta, solo está protegiendo mi vagina, evitando que entren bacterias, que es, a fin de cuentas, el objetivo de la ropa interior.

La pieza lencera no manda sobre mí ni sobre mi vida, no es responsable de lo que me pase, no dirige mis actos, no me controla.

Si llevo tanga, puede que lo lleve por mil razones, porque no me apetece llevar bragas porque me resultan incómodas, porque estaban de oferta en el supermercado o porque sencillamente, me gustan y quiero llevarlos.

Es por ello que me niego a pensar que, si tardamos tantos años en que se escuchara nuestra voz, y que aún cuando se escucha se pone muchas veces en duda, ahora la perdamos por un trozo de algodón.

Porque en ningún caso llevar tanga es una invitación, una indirecta, una respuesta a preguntas no formuladas (o formuladas y que reciben cualquier respuesta a excepción de un «sí» claro y rotundo).

Un tanga no es nada, y aun así hay quienes se han atrevido a convertir el objeto en el todo, en el principal motivo que justifica que una mujer haya sido violada y que, por ello, su agresor está libre de culpa porque tenía la ‘bendición’ de un tanga.

Que, según esas personas, llevar un tanga justifica que una mujer sea forzada porque la prenda equivale a un consentimiento nunca expresado, no solo reduce nuestra voluntad y palabra a la nada dándole peso a un material textil inerte, sino que además le están dando un significado que, en ningún caso, nosotras hemos puesto.

Una vez más el problema no son las bragas, el tanga, el culotte o quien las lleva. El problema es quienes ven en ellas una personalidad o un deseo, y también quienes, después de un crimen, avergüenzan y juzgan a la víctima en vez de señalar al agresor.

Porque la realidad es, que independientemente de lo que se lleve puesto, en el momento en el que te fuerzan a mantener relaciones sexuales, por el simple hecho de hacerlo en contra de la voluntad de otra persona, ya no existe el consentimiento. Y eso es lo que debería condenarse.

Duquesa Doslabios.

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