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Desde que soy feminista no he vuelto a fingir orgasmos

Al feminismo puedo achacarle varios cambios en mi vida. Que cada vez me resista más a que solo las mujeres de mi familia nos levantemos a recoger la mesa, que haya pasado de apreciar a criticar la galantería o incluso que cada vez me resulte más difícil encontrar una película en Netflix (si no hay al menos una mujer protagonista, no la veo).

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Pero el mayor logro del feminismo es que ha conseguido romper mi insana relación con los orgasmos falsos.

Empiezo por el principio. Cuando empecé a tener sexo -que en esa época, y fruto de un adoctrinamiento de películas románticas y canciones pop, no era otra cosa en mi mente más que ‘hacer el amor’-, algo no iba bien conmigo.

Lo que conseguía en casa sola, orgasmos dignos de anuncio de champú, no aparecía cuando compartía las sábanas. Y claro, aquello era frustrante para ambos.

No conseguía explicarme por qué él en 15 minutos había llegado al orgasmo y yo solo sentía que tenía ganas de más. En ese momento, tocarme el clítoris estaba casi prohibido.

En primer lugar porque lo consideraba algo íntimo mío y, en segundo, porque cuando hacía el amago, el novio de ese momento se sentía ofendido, ya que le parecía que su ejecución no era suficiente.

Así que, con esa mezcla entre vergüenza por confesar que la penetración ‘ni fu ni fa’ y el miedo de ofender a mi acompañante, me quedó claro pronto que no había nada como una exageración para salir del paso.

Puede que mi performance no tuviera recompensa orgásmica, pero tenía otras como acabar pronto para seguir haciendo otras cosas y que la autoestima de él siguiera por las nubes.

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O al menos, hasta que llegó el feminismo a mi vida. Fue lo que me enseñó que investigar mi placer a fondo y a conocer mi comando de arranque de motores, despegue y alunizaje.

Y en ese camino de autodescubrimiento llegué a la conclusión de mi vida (sexual), soy clitoriana y es lo más normal del mundo.

Fue como si se me hubiera quitado el mayor de los pesos de encima. ¡No pasaba nada raro conmigo ni con la mayoría de las mujeres!

Pero, ¿cómo aplicar mi descubrimiento en la intimidad? Metiéndome mano o pidiendo que la metieran. El feminismo me ayudó a hablar, a decir en alto «esto me gusta así y esto asá».

No fue hasta ese momento que entendí que tenía el mismo derecho de correrme a gusto que mi acompañante, y que si no lo conseguía, no iba a fingirlo para hacerle sentir mejor.

El orgasmo debe ser como una relación, sincero. Puede que me costara unos años comprender que el ego ajeno no pesaba más que mi placer, que mi cuerpo funcionaba correctamente y que solo necesitaba que se activara, o que si no lo sentía, y no llegaba a correrme, no tenía por qué ofender a nadie.

Duquesa Doslabios.

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Que me invites a una copa no significa que tengas derechos conmigo

Hoy, domingo, vengo con un cuento. ¿Empiezo?

Esta es la historia de una chica que, después de una noche de fiesta divertida en la que bailó, bebió, rió y conoció a gente que le llamó la atención, quiso escribir al chico con el que había estado hablando el día anterior en la discoteca.

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Después de presentarse e identificarse como la chica que llevaba «aquel vestido vaquero», su interlocutor le pidió si podía ingresarle el dinero que había gastado en invitarle a copas.

Según él, y cito textualmente la conversación: «No volvimos a casa juntos y por tanto no me ha merecido la pena perder el tiempo».

Esta historia, que parece no solo surrealista porque haya sucedido en 2019 sino también por el poder que tiene la igualdad hoy en día, por la incansable lucha de las mujeres por no seguir siendo cosificadas, es, desgraciadamente, real.

Y aunque le sucediera a una estudiante en Reino Unido, ¿no os resulta familiar? Puede que no de la misma forma, puede que no con copas, puede que fuera una cena, un regalo, pasar al reservado o cualquier otra cosa.

Nunca he tenido una conversación del estilo, eso para empezar, pero sin tenerla, muchas de nosotras nos negamos a aceptar invitaciones de este tipo porque, por desgracia todavía hay mucha persona suelta (y al chico de nuestro ejemplo me remito) que se piensa que tiene algún tipo de derecho simplemente por habernos invitado a una bebida.

Es algo que en sus cabezas funciona como un trueque, un contrato que, aunque no es necesario verbalizar, no deja de ser irrompible: «yo te doy alcohol, tú me das sexo». Uno más uno, dos.

De hecho, de una situación parecida sale también el popular término ‘pagafantas’ con su respectiva connotación negativa: el amigo o conocido de turno que se encarga de pagar las bebidas sin pasar nunca a la siguiente base y, cuya única intención con la chica, no es otra. Si solo quisiera su amistad, e invitara a beber algo sin segundas lecturas, se le llamaría ‘amigo’.

Es como si el ticket de consumición funcionara igual que en la puerta de la discoteca. Dos copas, doce euros. Una copa, un par de bragas al suelo.

Recuerdo también, hace un año, cuando en un fin de semana de escapada con mis amigas, un grupo de chicos nos preguntó en qué discoteca estábamos. Cuando llegaron, nosotras nos volvíamos al hotel y uno de ellos me cogió del brazo diciendo que de irnos nada, que habían ido hasta allí por nosotras.

Después de decirle que no volviera a tocarme, le dejé muy claro que nosotras éramos libres de hacer lo que quisiéramos al igual que ellos lo habían sido de quedarse en su casa o de lanzarse a la calle, pero en ningún caso habíamos contraído ningún tipo de deuda con ellos. Ni de ese tipo ni de ningún otro.

El problema es que todavía se sigue pensando que las mujeres tenemos un precio. Aunque claro, ¿cómo no pensarlo teniendo en cuenta lo poco que se hace para abolir la prostitución? ¿Cómo no pensarlo si todavía seguimos prolongando, de una manera o de otra, la teoría de que las mujeres estamos a la venta?

No digo que no haya hombres que no inviten a beber algo con buena intención porque realmente les apetece pagar (hay de todo en este mundo, tampoco voy a ponerme catastrofista), pero no siempre va a ser ese el caso.

Por eso, ya de primeras, mis copas me las pago yo, que no necesito a nadie que las pague por mí. Y, si quieres hablar conmigo, que sea sin que pienses que tienes poder alguno sobre mi persona, sino que sea de igual a igual. Y, una vez puestos a la misma altura, veremos a dónde nos lleva la noche.

Duquesa Doslabios.

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Carta de una feminista y sumisa

Con el boum del feminismo, difícil es encontrar un ámbito en el que la igualdad no se cuestiona. La cama es uno de esos lugares que también deben replantearse muchos aspectos. Es el caso del juego entre rol dominante y sumiso, ¿un cambio de papeles que puede coexistir?

Esto es lo que tiene que decir una sumisa anónima de 35 años, la firma invitada de hoy:

Ya sé lo que piensas, que menuda estupidez de titular. Que habría sido como decir que soy animalista y declararme una gran aficionada a los toros. Pues a ti, que no me crees, déjame decirte algo: te equivocas.

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Ser sumisa y feminista no son cosas incompatibles, como tampoco lo es ser feminista y maquillarse o ser feminista y llevar tacones. En realidad, lo único con lo que resulta imposible conciliar el feminismo es considerando que la mujer es inferior al hombre.

Sí, es cierto que la sumisión consiste en someterse a la voluntad de otras personas, a dejar de lado lo que tú quieres hacer, pero es que esa es en realidad tu voluntad, ese es el camino que has decidido libremente, y lo que quieres es ser sumisa.

Lo que hagamos o dejemos de hacer en la cama no nos define, solo define cómo disfrutamos nuestra intimidad. Siempre y cuando lo decidamos motu proprio, no hacemos daño a nadie y exploramos los terrenos que más nos gustan.

Ya que lo hacemos libremente, yo, en pleno uso de mi libertad, elijo la sumisión. Y si me da la vena, otro día, puedo decidir participar en un juego de rol en el que interpreto a una agente de la ley sin que eso me convierta en policía en la vida real.

Una cosa no quita la otra, y mis principios son igual de fuertes. Mis ideas siguen claras y mi voz sigue reivindicando por mucho que en el momento no tenga libertad de hablar o decir una palabra.

Porque eso es precisamente el feminismo, libertad para hacer lo que se quiera. ¿Y qué si quiero ser sumisa? ¿Y qué si me dejo mandar? ¿Si me dejo atar? ¿Si me dejo pegar? ¿Si debo meterme siempre su miembro en la boca antes de que salgamos de la cama? ¿Si me pide que esté horas sin hablar? ¿Si lo más excitante para mí es la idea de estar al servicio de alguien? Entra todo en el mismo saco, forma parte del juego.

De hecho, es un simple cambio que permite desarrollar otros aspectos de la personalidad aunque no nos representen fuera de la cama. Sigo siendo la mujer ambiciosa, luchadora, que no deja que la avasallen y que pone toda la carne en el asador. La misma persona fuerte e independiente. Y, de vez en cuando, no pasa nada por salirse de los propios zapatos y dar una vuelta a cuatro patas si es lo que te han pedido.

Es hasta relajante, terapéutico me atrevería a decir. Por un rato al día, me libera no ser quien lleva el control sabiendo que es por decisión mía. Es un ‘show’, una ilusión, una ‘performance’, pero es un instante me hace sentir ligera y me recarga las pilas para volver, al poco, tan guerrera y activista como siempre.

Duquesa Doslabios.

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8 de marzo, no es por mí por quien marcho

Te digo que no, que no es por mí por quien grito, que no es por mí por quien marcho.

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No es por mí por quien agitaré las manos en alto, por quien protesto, por quien reclamo.

No es por mí, pero sí es por todas las que no pueden estar a mi lado.

Es por la que quedó con su exnovio, «Una vez más, te lo prometo, mamá», solo para romper en persona y terminó reventada contra la mediana de la carretera.

Es por la que se fue de Erasmus y se despertó sin bragas, con la cabeza y la boca pesadas. La que entendió que no había sido solo un sueño sino una pesadilla que repetiría su cabeza en bucle desde ese día.

Es por la que salió a correr, como cualquier otra tarde, y terminó tirada, desnuda y asesinada, detrás de unos arbustos.

Es por la que llegaba a casa y le reventaron la cabeza a puñetazos en su portal. O por la otra a la que le reventaron el resto del cuerpo.

Es por la vecina de tus abuelos, esa a la que siempre pegaba su marido cuando llegaba a casa independientemente de si había pasado por el bar primero.

Es por ellas y es por ti. Que te tocan el culo sin permiso en la discoteca, que se agachan para verte las bragas mientras subes las escaleras mecánicas del metro cuando llevas falda, que te dicen «guarra» por mandarle un WhatsApp de madrugada y negarte luego a ir a su casa, que te piden que te apartes si amamantas, que eres una monja si vas muy tapada, que sonrías que estás más guapa, que te llaman calientapollas por subir a Instagram una foto sin sujetador, que te acompaña a casa con la condición de que le dejes subir, que te hacen gestos cuando bailas reggaeton, que te dicen que eres una desconfiada si no aceptas hacerlo sin condón.

Es por todas por quien daré la cara, la voz y las palabras. Hoy es por nosotras.

Nos vemos en las calles.

Las veces en las que fui machista (sin darme cuenta)

Es imposible, o al menos en mi caso, no hacerme autocrítica con todo lo que estamos viviendo (no en vano «feminismo» ha vuelto a ser una de las palabras del año).

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Y es que resulta que me he portado muchas veces de manera machista. No ha sido de manera consciente ni consecuente, no es que realmente piense que el hombre está por encima de las mujeres.

Pero sí que es fruto de haber crecido en una sociedad machista con unos ideales machistas que me van moldeando a través de las películas, las series, la publicidad, las canciones o los propios mensajes de las camisetas del Primark.

Gracias a mi madre, a leer muchos libros al respecto, a Pamela Palenciano, a Barbijaputa o a Caitlin Moran, poco a poco me he quitado la venda de los ojos y me los he pintado de morado. Pero hasta ese momento, en el que aún me queda mucho por ver a través de las gafas de cristal violeta, repito, he tenido varias actitudes machistas.

He juzgado la vida sexual de otras mujeres, desde compañeras del colegio que daban un beso hasta otras de la carrera que hacían pleno acostándose con un hombre diferente cada día de la semana. Así hasta darme cuenta de que cada una podía hacer lo que le diera la gana, que no cambiaba absolutamente nada.

Me he atormentado a mí misma pensando «¿Y la maternidad para cuándo?» como si fuera lo único alrededor de lo que debiera construir mi vida. Según ha pasado el tiempo me he dado cuenta de que no es una prioridad y que no solo no pasa nada sino que no soy menos mujer por ello. No es necesario que tenga hijos para que, como persona, tenga valía.

Me he levantado de la mesa en numerosas ocasiones a ayudar a recoger a mi madre mientras otros miembros de mi familia (varones) se quedaban sentados esperando a que las mujeres limpiáramos, sirviéramos y volviéramos a limpiar el siguiente plato. Y ya van 26 años. Aunque, por suerte, en mi casa, es algo que vamos cambiando.

He utilizado «qué coñazo» cuando algo me parecía aburrido y «cojonudo» si quería expresar alegría. He insultado diciendo «hijo/a de puta». Ambos los he cambiado de mi vocabulario por otras expresiones más acertadas y menos ofensivas (para las mujeres, claro).

Incluso he llegado a decir que era feminista, pero en ningún caso feminazi. Luego terminé entendiendo que feminazi no existe, es un término creado para desprestigiar la búsqueda de la igualdad. Y que si me lo llaman, sigo sin ser una persona que va a Polonia a asesinar judíos.

Me he reído de un chiste o una gracia machista en público solo por no generar polémica, por no incomodar a la otra persona. Y por no incomodar contestando, he llegado a sentirme incómoda yo al recibir un piropo pensando «No es para tanto, solo te ha dicho algo bonito» sin entender que lo único que estaba dejando la otra persona hacia mí era un acoso normalizado.

Y ahora soy capaz de ver esas cosas porque reconocí que tenía un problema. No es tan grave haber tenido comportamientos machistas en una sociedad machista como darse cuenta de ello y no hacer nada para cambiarlo. El machismo es como la ignorancia, se sale queriendo.

Duquesa Doslabios.

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No estoy más sola, soy más libre

Cada vez que quedo con mi abuela, me pregunta hasta el hastío que cuando me voy a casar, que ella con 26 años ya tenía un hijo (mi padre). Sabe que los tiempos han cambiado, pero no se hace una idea de cuánto.

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La principal diferencia es que las mujeres ya no tenemos miedo de la soledad. Ella creció escuchando que tenía que cuidar la casa, ser buena esposa y buena madre, a cambio su marido se encargaría de todo lo demás.

La generación de mis padres puede que tuviera algo menos de presión, sin embargo continuaban todavía muy lastrada por el modelo familiar tradicional que aún prevalece en España (el hombre sustenta y la mujer vive mantenida). Pero poco a poco, las cosas empiezan a cambiar.

Cada vez somos más libres económicamente hablando gracias a la educación que nos han dado nuestros padres babyboomers. «Que no tengas que depender de nadie» es seguramente una de las frases que más nos han dicho hasta que se nos ha quedado grabada.

Ya no es necesario formar parte de una pareja para tener un sustento, para viajar, para salir, para abrirte una cuenta en el banco o para disfrutar de la vida. Entiendo que en la época de mi abuela todo a lo que podría aspirar una mujer era a hacer de secretaria o taquígrafa, pero la batalla que luchamos contra el techo de cristal nos acerca, espero, a puestos de mayor importancia y, por tanto, a más remuneración económica.

No podemos olvidarnos, si hablamos de la libertad de la mujer, de la Iglesia, por supuesto, ese órgano supresor que te condenaba al infierno si ibas a vivir en pecado con tu pareja sin pasar por el sacramento. Cuando la educación que recibes dice que el centro de tu vida es tu marido, tu Dios, tus hijos y tu casa, ¿qué queda para ti?

¿Qué clase de escapatoria podrían tener quizás de un matrimonio en el que no eran felices si ni siquiera sabían qué les gustaba a ellas mismas? Y claro, ¿cómo tomar esa decisión? Con lo mal visto que iba a estar entre las vecinas. Y ya si se enteraban en el pueblo mejor ni hablamos.

Quizás actualmente estamos tan absorbidas entre el trabajo, las amigas, las series e Netflix y las manifestaciones feministas que lo último que nos preocupa es si vaciamos la lavadora aunque luego suponga una discusión con la compañera de piso de turno.

Y aún con todos estos pasos hacia adelante, hay quien se atreve a criticarlos. Se nos acusa, injustamente, de haber perdido el romanticismo, de no ser lo bastante dedicadas a las relaciones, a las parejas, a la crianza de los hijos. Se nos acusa de lo que los hombres llevan haciendo toda la vida. «Con dinero pero pobres en espíritu» es como una escritora inglesa, Suzanne Venker, nos ha definido a las millennials.

Claro que nuestra percepción del dinero ha cambiado. Dinero es poder, dinero es éxito, el dinero representa felicidad ya que, ¿qué puede hacerte más feliz que trabajar por y para ti misma? Estamos centradas en llegar a la cima de nuestras carreras y si no es la cumbre, todo lo alto que podamos subir mientras tanto.

Por mucho que sepamos hacer la declaración de la renta, construir edificios o salir airosas de operaciones a corazón abierto según ella y sus hordas de seguidores, no tiene ningún valor ya que hemos perdido la noción básica de criar a un bebé. Qué contrariedad. ¿Ya soy menos mujer? Casi parece con esa manera de pensar que por no dejar el trabajo y quedarnos en casa la sociedad está abocada al desastre.

A ella y a quienes compartan ese punto de vista, les pediría que no miraran solo la paja en el ojo ajeno. A fin de cuentas, lo único que consiguen con esas ideas es mantener que son los hombres los que pueden elegir tenerlo todo y nosotras las que, sin más opción, nos toca quedarnos con solo una de las caras de la moneda. Pero es que queremos ambas, queremos lo mismo que ellos, es decir, todo.

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Así que quienes nos compadecen a las mujeres de estas nuevas generaciones, estas que no sabemos cambiar un pañal ni falta que nos hace (además si lo necesitaríamos ya buscaríamos un tutorial en Youtube), que nos ven ricas pero miserables por preocuparnos solo por el trabajo sin centrar todas nuestras energías en encontrar una pareja, decirles que no estamos solas, que somos libres y felices de serlo.

Duquesa Doslabios.

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Desmontando mitos machistas: «Las mujeres son traicioneras, los hombres son nobles»

Mito:
-Conjunto de creencias e imágenes idealizadas que se forman alrededor de un personaje o fenómeno y que le convierten en modelo o prototipo.
-Invención, fantasía

Este domingo quería traeros otro mito machista que deberíamos cuestionarnos (si no has leído el primero, lo tienes aquí). En el colegio empecé a escuchar eso de que las mujeres nos poníamos «verdes unas a otras», algo que entre ellos, según mis compañeros, nunca pasaba.

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«¿Qué hacen tres mujeres en una isla? Dos se juntan y critican a la tercera» dice Diana López Varela al comienzo del capítulo La amistad es cosa de chicas de su libro No es país para coños.

Y sí, dándole parte de razón al chiste, por supuesto que criticamos, criticamos a una amiga, a un amigo, a nuestros padres en ocasiones, a nuestros jefes, a nuestro camarero que tarda la vida entrar la cuenta… Pero de la misma manera en la que critican los hombres.

De hecho, fue uno de los mitos que antes empecé a cuestionarme ya que tenía ejemplos de más de uno que iba soltando cosas a la espalda de sus supuestos amigos. Entonces ¿por qué esta idea?

«Divide y vencerás» dice la famosa teoría de El Arte de la Guerra. Es más sencillo tenernos enfrentadas unas a otras con esa supuesta inquina que dejar que nos llevemos bien (y podamos organizarnos).

De hecho, si echamos un vistazo a las películas Disney que nos educaron de pequeñas, ¿cuántas princesas tenían amigas mujeres? Pocahontas, Tiana y poco más.

¿Y sabéis lo bien que le habría venido a Cenicienta una amiga que le dejara el par extra de bailarinas que llevaba en el carruaje para seguir bailando? ¿y qué tal una que le dijera a Aurora que la rueca esa daba un mal rollo que te cagas y que mejor ir a la barra libre de palacio a por otro mimosa? ¿O incluso una que le hubiera dicho a Ariel que se dejara de brujerías y asomara la cabeza para hablar con Eric, aunque fuera lanzándose cartas dentro de botellas de cristal?

He llegado incluso a escuchar de mis amigos millennial (no os hablo de gente nacida en los 60, sino de bebés de los 90), que entre nosotras no podíamos ser amigas porque siempre estamos luchando por ver quién es la más guapa o por ser la que más liga con chicos.

Por esa regla de tres, las supermodelos de pasarela, modelos de fotografía, azafatas de imagen o, en general, cualquier mujer que cumpla los cánones estéticos, estaría más sola que la una. Y es algo que no me creo (las fiestas de Blake Lively o Taylor Swift estarían desiertas).

Nosotras podemos tener amistad y amistad de verdad. Las envidias, los malos rollos o el simple cotilleo, no son algo exclusivo de un género, es algo que puede caracterizar a miembros de ambos.

El feminismo quiere hacer hincapié en la sororidad (del latín soror, hermana), una practica que, por mucho que mi teclado se empeñe en corregirla cada vez que la escribo porque no la reconoce, empieza a ponerse en práctica. Consiste en aumentar la fraternidad entre mujeres para conseguir la igualdad.

Sororidad es cuando me agredieron sexualmente en el transporte público y las mujeres del autobús se pusieron a gritarle a mi agresor hasta conseguir que se bajara. Sororidad es cuando el 4 de mayo volvimos a echarnos a las calles por una sentencia que nos pareció injusta.

Y si Beyoncé y Lady Gaga hicieron Telephone juntas, ni os cuento la de cosas que podemos conseguir las mujeres unidas.

Duquesa Doslabios.

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Desmontando mitos machistas: «Quien come bien en casa no se va de restaurante»

Cómo evitar que te llamen «violador»

Me fascina la cantidad de hombres a los que les he oído decir, preocupados, que ahora tenían miedo de acercarse o decirle algo a una mujer por si eran tachados de «violadores».

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Pero no os hablo solamente de los que me leéis al otro lado de la pantalla, de gente de a pie, sino incluso de actores de Hollywood que han compartido públicamente esta angustia con la prensa.

«Si ahora hablo con una mujer, ¿quién sabe que va a pasar?» decía el actor Henry Cavill (Superman en La Liga de la Justicia) refiriéndose a que tenía miedo de que por ligar o silbar a una mujer fuera a terminar en la cárcel o etiquetado como «violador».

Os diré algo, últimas noticias, solo hay una cosa que hace que se llame a una persona «violador» y es que haya violado.

Por piropos indeseados, insistencias, exceso de toqueteo, intentar dar un beso sin consentimiento o demás comportamientos con los que no nos sentimos cómodas y que se hacen en contra de nuestros deseos por el hecho de que creáis que estáis en vuestro derecho de hacerlos, no van a hacer que os califiquemos de violadores, sí de  sobones, pesados, aprovechados, acosadores, cerdos o machistas, pero no de violadores.

Pero lo realmente preocupante es que haya hombres que realmente se planteen si sus comportamientos van a ser tachados de «violación» por dos motivos.

En primer lugar porque no mola que den a entender que, como de costumbre, estamos con la histeria propia de nuestras hormonas exagerando y sacando las cosas de quicio porque somos unas perturbadas que se aburren (todo comentarios que he leído aquí escritos, queridos lectores).

Las mujeres SABEMOS qué es una violación, qué es un abuso y qué es un acoso. Que no os haga gracia que ahora señalemos cosas que hacíais impunemente hasta hace relativamente poco, es otra cosa.

Pero no utilicéis lo de «es que si intento entrarle a una tía me va a llamar violador» para desprestigiar nuestra causa ni quitarle peso a la seriedad que tienen las violaciones.

En segundo lugar, si realmente no sabes por qué cosas te pueden llamar «violador», tenemos un problema más serio, y el problema es que no sabéis cuándo una mujer está accediendo a tener sexo.

Puede que las películas porno que veis en vuestras casas os hagan pensar que les encanta que la asfixiéis o que, por mucho que diga que no, quiere tener algo porque «mira cómo se lo goza la tía». Bueno, esa tía es actriz y cobra por gozar (o al menos fingirlo) delante de una cámara.

Todo lo demás es la película que os estáis montando en vuestra cabeza y por la que sí podemos llamaros «violadores».

Así que a todos esos hombres preocupados que se sienten «perseguidos y atosigados», les digo dos cosas, uno, bienvenidos a cómo nos sentimos nosotras con vuestros piropos, insistencias y toqueteos. Dos, no os preocupéis tanto por lo que os podamos llamar o no llamar y actuad de manera CORRECTA sabiendo que una mujer es una persona y solo eres un violador si abusas sexualmente de ella.

De nada.

Duquesa Doslabios.

El grito feminista contra La Manada

Ayer grité. Grité hasta desgañitarme, hasta que Madrid se quedó con mi garganta seca secuestrada fruto de muchas horas y poca agua. Grité parada, grité en marcha, grité delante de un Ministerio de (in)Justicia cuyos valores debían estar de vacaciones y delante de un Congreso de los Diputados que permite que las mujeres, a quienes supuestamente representa, se sientan menospreciadas.

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Ayer grité y gritaron conmigo un grupo de adolescentes que ni de puntillas rasparían los 17 con las voces muy altas y las zapatillas bajas, de cordones. Porque con deportivas nos aferramos mejor a un suelo que, en ocasiones como la de ayer, parece tambalear bajo nuestros pies.

Gritaron conmigo, también, mujeres que llevan (vi)viendo estas situaciones décadas. Aquellas que gritaron en su día en los 70, 80, 90 y deben seguir gritando porque, y a los hechos me remito, nuestras voces no parecen ser lo bastante escuchadas (o, de serlo, ignoradas deliberadamente).

Muchas, incluso, gritaron todo el camino que transcurrió desde el Ministerio de (in)Justicia hasta el Congreso de los Diputados con ayuda de muletas, porque «No tenemos miedo» pero «Sí tenemos rabia». Y la rabia mueve montañas (y en este caso, personas con movilidad reducida).

Gritaron hijos, novios, primos, amigos, hermanos, padres y abuelos que entienden que no estamos solas porque las injusticias nos afectan a todos. Gritaron indignados que «aquí están las feministas», sin que se les cayera la barba al suelo o disminuyeran sus niveles de testosterona por usar el femenino plural.

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Grité por mí y por todas mis compañeras. Grité por las que ya no estaban, que no éramos todas porque, como recordamos, «faltan las asesinadas». Grité por quienes no podían unirse pero estaban presentes en espíritu.

Grité porque no puedo hacer otra cosa. Grité por creer a una desconocida que afirma haber sido violada porque su palabra me basta, porque no puedo estar tranquila sabiendo que hay violadores que pisan la calle sin cumplir más pena que dos años de cárcel y 6.000 euros, el precio que nos han puesto.

Pero grité también por todas las veces que he sentido miedo andando por la calle, grité por la que es forzada por su novio, y todavía no se ha dado cuenta de ello, porque se cree que así es el amor, grité por una mujer que no puede salir de Madrid ya que es el único sitio que sus violadores no pueden pisar. Grité por una (in)justicia que le deja encerrada. Grité por aquella que se siente sola en el colegio porque le llaman «guarra», por las que nos quedamos pegadas al WhatsApp y no conciliamos el suelo hasta que nuestra amiga escribe «Ya estoy en casa».

Y de gritar por tantas cosas me di cuenta de que, al final, gritar por la liberación de La Manada se me quedaba corto, porque no es un caso aislado, sino un patriarcado que respalda y defiende a los culpables culpabilizando, en cambio, a quienes deberían ser defendidas.

Grité, en definitiva, por esa sociedad que nos pide que no vayamos tan cortas, que no tengamos la lengua larga, que no bailemos de esa manera que podemos provocar, que no pasemos por ciertos sitios, que no bebamos, que si no decimos nada estamos accediendo, aunque sean cinco, que nos protejamos, que nos cuidemos, que nos echa la culpa, que rebaja condenas, que atenúa penas, que señala a la víctima para evitar señalar lo podrida que está ella misma al no enseñar a los hombres que no nos acosen, vejen, violen o maten.

Duquesa Doslabios.

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¿Quieres mejor sexo? Hazte feminista

Si tuviera que resumir en una palabra lo que ha supuesto el feminismo en mi vida sexual, os resultaría familiar el término: orgasmos.

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Cuando empecé a tener sexo (me refiero a acompañada, claro, sola ya lo llevaba practicando bastante tiempo) aquello eran unos cuantos meneos, se corre, tiramos el condón y a dormir. Fin del cuento. Normal que no me pareciera para tanto.

Me preocupaba pensar que algo no funcionaba. Primero pensaba que era yo, pero, como os he dicho, había sido muy capaz de llegar al orgasmo yo sola sin que nadie tuviera que explicarme nada. No entendía por qué no me lo pasaba tan bien como en todas esas comedias románticas, en las que, solo con rozarse, ya llegaban los gemidos al cielo.

Y entonces lo entendí. Por supuesto que yo sabía cómo darme placer, eran ellos los que no. Y claro, iba a quedar muy mal que yo le llamara la atención a mi acompañante, o eso pensaba, por lo que me limitaba a fingir un poco y luego a terminarme la faena en casa.

Hasta que llegó el día en el que me di cuenta de que estaba viviendo en una mentira, una enorme, y que quería empezar a ser sincera, no solo con ellos sino conmigo misma.

Fui franca y los orgasmos falsos se acabaron, lo que hizo que vinieran los auténticos y esa brecha orgásmica descendiera.

Me di cuenta de que quería igualdad en la cama, que si él se corría, yo me corriera también. Y no era algo egoísta, ni que no quisiera que él no lo disfrutara, sino que ambos recibiéramos placer.

El feminismo me quitó la tontería de encima, la de los orgasmos y muchas otras, como por ejemplo los complejos. Comprendí (al fin) que tenía que quererme tal y como era y que aquello no cambiaba en función de si estaba más o menos depilada, de si mis tetas estaban o no caídas o de si el culo tenía celulitis, que daba exactamente igual.

Eso de «el macho tiene que mandar en la cama unga unga» era mi concepción pre-feminista. Mi yo feminista entendió que era más divertido compartir la «dominación» en el colchón y no ser siempre la que se deja llevar. Tomar la iniciativa y experimentar es algo también muy placentero.

Que me aburro

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Pero feminismo también es asumir la responsabilidad, entender que si algo sale mal no es que hayas topado con un mal amante y ya está, sino que está en mano de los dos hacer de la experiencia algo sobresaliente.

Con el feminismo aprendes a darle al sexo la importancia que tiene, mucho menor que la que me vendían en el colegio,  que, supuestamente, tenía que ir ligado siempre a un matrimonio con amor. Resulta que podía tener sexo con alguien solo porque me apeteciera y no pasaba nada. No se me ligaban las trompas de Falopio, no era una puta ni una guarra. Era una mujer disfrutando de su vagina (y de otras partes, sin duda).

Para todos aquellos preocupados que piensan que el feminismo está en contra del sexo, os diré algo, todo lo contrario. El feminismo le da a la mujer la libertad de disfrutar de su cuerpo, está a favor del placer que durante tanto tiempo hemos tenido prohibido.

Quiere la igualdad en todos los aspectos, quiere que puedas disfrutar de una buena comida y que te traigan a ti la cuenta, en vez de dar por hecho que va a pagar él, y que disfrutes sin complejos de los postres que ofrecen las entrepiernas.

Duquesa Doslabios.