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Todas somos Shakira (y todas somos Clara Chía)

Y si no lo has sido todavía, ya te llegará, amiga.

Pero hasta que no te des cuenta de que has estado en ambos lados, seguirás convencida de que una es la buena y otra la rompehogares.

No te culpo, la sociedad lo ha hecho genial en ese aspecto. Las redes sociales, las películas, las canciones de Olivia Rodrigo

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PEXELS

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Se nos ha enseñado que, si hay una infidelidad o, si después se empieza otra relación, la comparación está servida.

En primer lugar física, por supuesto. Porque es lo que asegura que sigas preocupada de la última crema antiarrugas del mercado, de estar delgada, de matarte en el gimnasio.

De seguir gastando, ya de paso, para competir en ese certamen de belleza que parece que es lo único que nos valida ante la mirada masculina.

Pero también de comparar los logros o de echarnos la culpa a nosotras.

En llamar a una ‘la mala’ y a otra ‘la buena’, que son roles que se pueden intercambiar en función de cómo cada quien analice la relación.

Si ella ha sido lo que consideramos una ‘mala compañera’, normalizamos que él vaya en busca de la felicidad.

Si ella era lo bastante buena, no nos sorprende que él vaya buscando algo nuevo porque se cansó.

La cosa es que nunca centramos los reproches en él, que es quien toma la decisión de terminar la relación anterior y empezar algo nuevo.

Porque, peleadas entre nosotras, somos menos fuertes. Hacemos bandos, nos dividimos según nuestras opiniones y es más fácil para el siguiente que lo haga, recibir el mismo trato.

En cambio poniendo el foco en que él no ha obrado de la mejor manera, pierden la libertad de hacerlo sin recibir ninguna crítica al respecto.

Incluso de ser perdonado en el futuro (las idas y venidas de Khloé Kardashian con Tristan Thompson son la mejor prueba, mientras que Jordyn Woods sigue repudiada por el klan).

Posicionarnos como feministas en algo de este tipo pasa por empatizar con ambas mujeres, en no juzgarlas, señalarlas, ni culparlas. En dejar de compararlas como si fueran cromos intercambiables. En elegir la sororidad.

Y feminismo es también ser críticas con la exposición mediática que tiene un tufo casposo, ella siempre tildada de destrozada, él con ánimo positivo.

Es el momento de cuestionarnos por qué hay ese sesgo a la hora de tratar las rupturas en los medios.

Porque ellas, independientemente de lo que hagan, son tildadas de demacradas, tristes y abatidas, mientras que ellos viven su vida ‘con ilusión’ y recuperan ‘la fe en el amor’.

Tampoco nadie se plantea -ni ocupa ninguna columna de opinión- qué hace Piqué con alguien 12 años más joven. El Enrique Ponce de 2022.

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No me vendáis la moto de que nosotras nos desarrollamos antes. A mis 30 siguen sin parecerme ‘muy maduros para su edad’ los chavales de 18.

No falta tampoco la pullita de los suegros para añadirle más leña al fuego. La enésima muestra de machismo en esta historia.

Ya que se considera como algo positivo la buena relación de la nueva pareja de Piqué, como si fuera un determinante.

La buena nuera no falta en la metáfora del cuento. Mientras Shakira, que no terminaba de congeniar con ellos, se ve como menos valiosa.

Toda la presión recae en que, además de ser buena novia, buena mujer o buena nuera, también debemos ser buena amante.

¿Y él? Él es quien tiene el privilegio de que puede ser o hacer lo que quiera.

Mara Mariño

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El grito feminista contra La Manada

Ayer grité. Grité hasta desgañitarme, hasta que Madrid se quedó con mi garganta seca secuestrada fruto de muchas horas y poca agua. Grité parada, grité en marcha, grité delante de un Ministerio de (in)Justicia cuyos valores debían estar de vacaciones y delante de un Congreso de los Diputados que permite que las mujeres, a quienes supuestamente representa, se sientan menospreciadas.

GTRES

Ayer grité y gritaron conmigo un grupo de adolescentes que ni de puntillas rasparían los 17 con las voces muy altas y las zapatillas bajas, de cordones. Porque con deportivas nos aferramos mejor a un suelo que, en ocasiones como la de ayer, parece tambalear bajo nuestros pies.

Gritaron conmigo, también, mujeres que llevan (vi)viendo estas situaciones décadas. Aquellas que gritaron en su día en los 70, 80, 90 y deben seguir gritando porque, y a los hechos me remito, nuestras voces no parecen ser lo bastante escuchadas (o, de serlo, ignoradas deliberadamente).

Muchas, incluso, gritaron todo el camino que transcurrió desde el Ministerio de (in)Justicia hasta el Congreso de los Diputados con ayuda de muletas, porque «No tenemos miedo» pero «Sí tenemos rabia». Y la rabia mueve montañas (y en este caso, personas con movilidad reducida).

Gritaron hijos, novios, primos, amigos, hermanos, padres y abuelos que entienden que no estamos solas porque las injusticias nos afectan a todos. Gritaron indignados que «aquí están las feministas», sin que se les cayera la barba al suelo o disminuyeran sus niveles de testosterona por usar el femenino plural.

DUQUESA2LABIOS

Grité por mí y por todas mis compañeras. Grité por las que ya no estaban, que no éramos todas porque, como recordamos, «faltan las asesinadas». Grité por quienes no podían unirse pero estaban presentes en espíritu.

Grité porque no puedo hacer otra cosa. Grité por creer a una desconocida que afirma haber sido violada porque su palabra me basta, porque no puedo estar tranquila sabiendo que hay violadores que pisan la calle sin cumplir más pena que dos años de cárcel y 6.000 euros, el precio que nos han puesto.

Pero grité también por todas las veces que he sentido miedo andando por la calle, grité por la que es forzada por su novio, y todavía no se ha dado cuenta de ello, porque se cree que así es el amor, grité por una mujer que no puede salir de Madrid ya que es el único sitio que sus violadores no pueden pisar. Grité por una (in)justicia que le deja encerrada. Grité por aquella que se siente sola en el colegio porque le llaman «guarra», por las que nos quedamos pegadas al WhatsApp y no conciliamos el suelo hasta que nuestra amiga escribe «Ya estoy en casa».

Y de gritar por tantas cosas me di cuenta de que, al final, gritar por la liberación de La Manada se me quedaba corto, porque no es un caso aislado, sino un patriarcado que respalda y defiende a los culpables culpabilizando, en cambio, a quienes deberían ser defendidas.

Grité, en definitiva, por esa sociedad que nos pide que no vayamos tan cortas, que no tengamos la lengua larga, que no bailemos de esa manera que podemos provocar, que no pasemos por ciertos sitios, que no bebamos, que si no decimos nada estamos accediendo, aunque sean cinco, que nos protejamos, que nos cuidemos, que nos echa la culpa, que rebaja condenas, que atenúa penas, que señala a la víctima para evitar señalar lo podrida que está ella misma al no enseñar a los hombres que no nos acosen, vejen, violen o maten.

Duquesa Doslabios.

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