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El ‘fexting’, la forma de discutir con tu pareja que deberías evitar

Creo que podemos estar de acuerdo en que, a través de una pantalla, todo es peor: leer un libro, intentar conocer a alguien, pero sobre todo discutir con tu pareja.

Lo que no sabía -pese a ser toda una experta en la materia de discutir y de discutir por mensaje-, es que se conoce como fexting (fighting over text), aunque en castellano lo llamamos «tener una movida por WhatsApp».

mujer con teléfono

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Sí, admito que en varias ocasiones, y con diferentes parejas, he caído en la rutina de estar mandando mensajes cada vez más y más enfadada.

En el momento en el que la tecnología nos da la opción de estar en contacto en cualquier momento del día, resistir las ganas de posponer una discusión a cuando se esté en persona, es todo un reto.

Y sobre todo si, como yo, eres de mecha corta y en cuanto te enfadas necesitas soltar el rebote y no dejarlo en reposo.

Pero según los expertos (y como habrás podido comprobar) ponerte al teclado a decirle a tu pareja lo mal que te ha sentado cierta cosa, es la peor de las ideas.

No solo no soluciona nada, sino que encima te sientes peor conforme se desarrolla la conversación. Terminas teniendo que solucionarlo en persona.

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Esto se debe a que no es una manera efectiva de mantener un diálogo. Los fallos en la comunicación se dan por todas partes.

Desde que el enfado se cuela en el mensaje y al no ver cómo afecta a la otra persona sentimos más frustración al hecho de que puede que pillemos a quien recibe los mensajes haciendo otra cosa y no sea capaz de contestar en el momento (provocándonos que nos están ignorando aunque no sea el caso).

El chorreo de sentimientos negativos se traducen en una serie de mayúsculas o exclamaciones -la versión digital de ‘estoy subiendo la voz’- que cuestan de digerir.

En conclusión: todo por mensaje se magnifica y se pierde información lingüística del lenguaje corporal y paralenguaje (cómo se comunica el mensaje a través del tono, volumen, etc).

Menos fexting, más llamadas

En un mundo ideal, si quieres discutir con tu pareja y en ese momento es imposible, deberías ser capaz de aparcar el mosqueo hasta que se dé la ocasión de hablarlo en persona.

Pero si es algo que aún tienes pendiente trabajar o es algo que no puede esperar, la solución no es correr al teclado.

Siempre es mucho mejor hacer una llamada telefónica.

Por mensaje tiendes a soltar todo lo que se te pasa por la cabeza y, al no tener que interrumpir tu discurso para escuchar a la otra persona, los mensajes se solapan y te pierdes entre tanta notificación.

Eso, vía llamada, es más difícil que suceda. Además, escuchar la voz de la otra persona acorta esa distancia física y es un puente tendido hacia la resolución del conflicto.

Para terminar, quiero recordarte que discutir es un punto muy vulnerable para todos los participantes.

Las emociones están a flor de piel y pueden llegar a penetrarse en tu discurso.

No hace falta que te diga que cualquier expresión de enfado o ira va a alejarte más y más de llegar a un punto de encuentro, así como utilizar apelativos ofensivos y hablar de manera pasivo-agresiva.

Lo que sí te ayuda a expresarte y que te entiendan es hablar desde cómo te han hecho sentir las circunstancias que os han llevado a discutir.

No es un «es que tú has hecho/dicho» sino un «es que yo me he sentido así».

Y sobre todo, si quieres progresar con tu pareja, no caigas en el fexting y llama.

Mara Mariño

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¿Existe alguna manera ‘buena’ de discutir en pareja?

Discuto fatal. Y es algo que pueden confirmarte mis parejas, mis amigas, mi familia y varios porteros de discoteca.

Aunque en mi defensa diré que no me pareció justo que no nos dejaran entrar por estar celebrando una despedida de soltera.

Pero, ¿cómo voy a saber gestionar una bronca de forma madura y tranquila si he crecido viendo Pasión de Gavilanes y Aquí no hay quien viva?

pareja discusión

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No son precisamente las mejores referentes de asertividad y buenos tratos

Si a eso le añades que en general soy española y soy de un país en el que gusta eso de alzar la voz, y hacer aún más aspavientos a la hora de expresarnos, das con el combo ganador.

Me considero la Serena Williams de las discusiones, me crezco en el terreno de la polémica, disparo mis argumentos a degüello, como la tenista sus mejores tiros.

‘Intensa’ es la palabra que mejor define su forma de jugar y la mía de discutir.

Pero no es ni la mejor ni la más práctica.

Así que lo he pensado largo y tendido y he llegado a la conclusión de que tengo que parar, o al menos cambiar y dar con un sistema que no requiera tanta energía ni me deje los ánimos por el suelo.

Y esto es algo que puedo aplicar a discutir en pareja, con familia, con amigas (y con porteros de discoteca).

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No puede ser esto de que cada vez que empieza un desencuentro, termine tan mal hasta el punto de necesitar un segundo o tercer round solo para comentar lo que ha pasado en la propia discusión que se ha salido de madre.

Al final me alejo tanto del motivo principal, que discutir conmigo es como una saga cinematográfica. No se resuelve hasta la quinta entrega.

Y sé que discutir es normal, la teoría me es familiar, he ido a terapia de pareja.

«Es la manera de enfrentar dos puntos de vista diferentes y llegar a un lugar en el que se sientan cómodas las partes implicadas porque renuncian a algo, pero ganan algo a cambio». Casi me parece oír a mi último psicólogo, una de las personas más sabias que conozco.

Pero la respuesta emocional, la primera que me sale, la de vomitar cómo me siento en ese momento sin hacer el ejercicio de buscar la razón tras esos sentimientos, nunca funciona.

Me pierde la prisa de dejar salir el temperamento.

En cambio, probar con un enfoque más ‘mecánico’ es algo que me funciona. El ‘dime qué te ha dolido y yo te digo qué me ha dolido a mí’.

Es cuando me dispongo a escuchar a la otra persona sin interrumpirla.

Luego será mi momento de expresarme y me recuerdo que también dispondré de ese tiempo de que mi versión sea escuchada.

Para darle carpetazo y dejar atrás el conflicto (ya bastante mochila emocional llevamos encima como para añadirle discusiones del día a día) me recuerdo que cada persona es diferente.

Puede que yo necesite cerrarlo todo rápido y mirar hacia delante, seguir sin rencor, sin volver sobre el tema.

Pero él (o ella) puede necesitar desahogarse más sobre lo que ha pasado, hablarlo en otro momento o, directamente, escuchar un ‘lo siento’.

El trabajo de asumir qué se ha hecho mal -aunque quizás no se ha hecho a propósito, pero se ha hecho daño a la otra persona igualmente y también necesita una disculpa-, implica dejar el ego a un lado.

Que no, que no cuesta tanto, que bien que lo hacemos cuando nos da el síndrome de impostora en el trabajo y pensamos que no valemos lo suficiente como para estar en ese puesto.

Y, para terminar, pedir disculpas.

Aunque mi momento ‘favorito’ después de resolver el conflicto, es el after care.

Cuando de verdad me propongo ser más empática y afilo mis sentidos para tomar nota de la discusión, sacar mis conclusiones y aprender de lo que fue mal en la anterior para que no se repita.

Sé que llegará tarde o temprano la siguiente, pero podré hacerlo mejor.

Mara Mariño

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No, yo tampoco paro de discutir con mi pareja y sí, es algo normal

Ya lo comentaba hace unos días, para muchos esto es «o se acaba la cuarentena, o se acaba mi relación de pareja».

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Y es que, de cierta manera, es como si hubiéramos llegado al extremo. Si la convivencia ya es el perfecto caldo de cultivo para los roces diarios, sumándole la situación, es imposible salir del paso sin pasar por varias broncas.

Pero, ¿qué pasa? ¿Por qué si generalmente me llevo bien con mi pareja, ahora parece que no podemos pasar un día sin tener una discusión?

Por pasar, pasan muchas cosas. En primer lugar, está el agobio.

Podremos decirlo más o menos a lo largo de estos días, pero es imposible escapar del miedo ante la incertidumbre de lo que pasará en unas semanas (si volveremos a recaer, si se ampliará todavía más el estado de alarma, cómo nos afectarán las consecuencias de una crisis económica…).

La sensación de ansiedad implica que mi cabeza es, desde que esto empezó, una olla a presión y que basta cualquier mínima cosa para que estalle.

A la nueva angustia hay que sumarle que ya no se puede hacer vida fuera de casa. Ese rato de quedar con tu familia o desahogarte con tu amiga ha pasado a mejor vida.

Claro que puedes contar tus penas vía videollamada, pero a no ser que tengas una casa como la de Kim Kardashian con decenas de habitaciones, es difícil tener total intimidad.

A eso añado el teletrabajo. En el mejor de los casos, ambas personas pueden hacerlo, una situación que suele derivar en problemas de la gestión del hogar.

En el peor, los dos se encuentran sin ingresos y con el estrés añadido que eso supone. Así que sí, ¿cómo no íbamos a estar discutiendo?

Mi consejo es tratar de mantener la cabeza fría y, sobre todo, diferenciar. ¿Es una discusión ‘auténtica’ o es fruto de estos factores? Lo más probable es que la respuesta sea la segunda.

Ante eso, es mejor capear las peleas según van viniendo y de la mejor manera. Es decir, poniéndonos en la situación del otro de que estamos sometidos a mucha tensión.

Recuerda que la cuarentena es algo temporal. Pasará, tarde o temprano, y con ella la mayoría de enfados.

Duquesa Doslabios.

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Y de lo que más discuto con mi pareja es…

Por sorprendente que parezca, el motivo por el que más a menudo discuto con mi pareja, no es la cantidad de sexo ni las respectivas familias de cada uno. No es por nuestras salidas nocturnas con amigos, por el tiempo que pasamos separados o por nuestras complicadas agendas de millennials en edad laboral.

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El motivo por el que más discuto con mi pareja es por las tareas del hogar.

Y sí, entiendo que puede parecer una nimiedad, sobre todo cuando, muchas de ellas, son cosas de poca importancia.

«Hija, tampoco te vas a herniar por hacerlo tú», puedes pensar. Pero no es el hecho de que me haga cargo en ese momento, es que muchas de esas tareas ni siquiera pasan por la cabeza de mi pareja. Es como si en su universo no existieran o no viera que hay que llevarlas a cabo.

Por eso, cuando veo un calzoncillo (suyo) en la almohada, me veo con el dilema de la semana. ¿Qué hago? ¿Le digo que lo recoja y discutimos porque siente que estoy demasiado encima de él -pese a que ni se acuerda de que lo ha dejado ahí- o me ocupo yo de devolverlo a su sitio, sin enfado de por medio?

La segunda es la que siempre me seduce más, la menos problemática, casi hasta la fácil, aunque implique que me encargue yo de más cantidad de tareas.

Pero me niego a hacerla porque no soy yo quien tiene que hacerle la vida más fácil. Al igual que él no me la tiene que hacer a mí.

Los dos nos tenemos que encargar, en igualdad de condiciones, de gestionar las cosas de la casa. Un proceso que va desde las tareas más clásicas, como poner lavadoras, a las más específicas de cada hogar como, en nuestro caso, fregar de vez en cuando el escurreplatos que tenemos, porque tiende a acumular manchas de jabón y polvo.

En mi cerebro, tanto las tareas grandes como las pequeñas, están en la categoría de ‘deberes domésticos’. En el suyo, en cambio, he podido comprobar que solo están las generales, las que hemos hecho juntos. No se hace cargo de aquellas, aparentemente, más tontas, pero que también hay que solucionar y que terminan llevando su tiempo.

Afortunadamente, cuento con una pareja comprensiva y trabajadora. Después de una charla a corazón abierto, le hablé de la gestión del hogar al completo, de esas cosas en las que él no se fijaba, pero que podían terminar derivando en algo más serio (hace unos años tuve una plaga de cucarachas en un piso universitario por una compañera que dejaba la comida tirada en el suelo).

Al hacerle saber que también formaban parte del mantenimiento del hogar, y que yo no tenía que estar detrás de él diciéndole que había que controlar esas cosas (al igual que él no me las tenía que ir diciendo a mí, porque me daba cuenta sola), entendió que me resultaba incómodo tener que estar recordándoselo.

Si veíamos el asunto en perspectiva, mi pareja tiene las dos opciones que suele contemplar en estos casos: enfadarse conmigo porque, según él, pienso que no hace suficiente o entender que es una reivindicación lógica y que tiene que poner de su parte en solucionarlo.

Por suerte, ha escogido la opción B.

Y para terminar, ¿por qué no quiero hacer yo esas cosas? Porque tengo ejemplos de sobra en mi familia de mujeres que llevan el peso por completo de la casa con maridos que han pasado toda su vida cómodamente, con una carga doméstica mental mínima.

No tengo miedo a discutir, a hablar, a poner las cosas sobre la mesa y a exigir el mismo nivel de trabajo hogareño para los dos. Se llama igualdad y no voy a aceptar nada que no sea eso.

Duquesa Doslabios.

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Miedo por nosotros

(Si lo prefieres, puedes escucharlo leído por mí dándole al play)

Lo sé, no lo esperabas. No creas que yo lo hacía, a mí también me ha pillado por sorpresa, pero ha pasado y no quiero hacer como si nada. Quiero decirlo en alto pese a que, solo de pensarlo, se me encoge el estómago y me secan las palabras la garganta.

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He tenido miedo.

He tenido miedo y lo siento, porque de considerarme intrépida he tenido que asumir, por vez primera, que estaba asustada. He tenido miedo por nosotros. Ya está, ya lo he dicho una vez más. No me pidas que lo haga otra o no podré parar.

No es un miedo ridículo o absurdo, de esos que me entran a veces cuando te digo que no me atrevo a andar a oscuras en casa, por miedo a encontrarme con alguien, ha sido un miedo real, el miedo a no verte más, a imaginar lo que sería una vida en la que tú no estás, no ya lejos de mi lado, sino fuera de ella. Del todo. Borrado.

Y la idea, que al empezar la pelea en el coche, parecía de pequeñita, una gota de agua, se ha hecho lluvia, tormenta, mar y océano en mi cabeza, provocando inundaciones unas plantas más abajo, en el corazón.

Por suerte, eres de esos que se deja algo olvidado en mi mesa para así tener una excusa para vernos tras una discusión. Porque así eres tú, no sé si por despistado o por previsor. Porque es tu forma de rescatarme de los torbellinos en los que yo sola me enredo.

Quiero que conste, y os pongo a todos por testigos, que volverá a sucederme, que volveré a sentir miedo. Te lo he dicho en crudo, a la cara, convencida. «Tendré miedo muchas veces a lo largo de nuestra vida y aunque ya me lo hayas dicho cientos de ellas, volveré a necesitar que me digas que me quieres«.

No te pido que seas más valiente que yo, solo que me repitas una vez más que no estoy sola, que aunque el futuro es incierto, algo que ya me he cansado de escuchar de tus labios, tu estarás en él, en el nuestro, porque quieres hacerlo. Con eso, únicamente con eso, ya consigues que se me pase el miedo.