Archivo de enero, 2014

Las dificultades del sexo en otro idioma

Hay a quien le resulta sexy, pero en mi opinión, relacionarse con alguien en la cama en un idioma que no es el tuyo puede resultar más complicado de lo que parece. Porque, si a veces uno tiene problemas de comunicación con su pareja en ese terreno, a menos que seas bilingüe y tengas un dominio total, imaginaos cómo debe de ser cuando no se habla en la misma lengua.

Aunque sepas defenderte. Que una cosa es conversar durante una cena o en una reunión de trabajo y otra muy distinta explicarle el compañero de catre lo cachonda/o que te pone y las ganas que tienes de esto de aquí o de un poquito más allá. Supongo que cuando has repetido lo suficiente, las piezas van encajando y, a medida que aumentan el aprendizaje y la confianza, todo se vuelve más relajado y natural. No obstante, los primeros encuentros pueden resultar de lo más tragicómico, y hay que tener mucho cuidado con el tono, el contexto y las traducciones literales.

pareja en la cama

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Porque mal que bien, al menos en inglés, uno va aprendiendo algunas frases típicas. Que si you make me so horny (me pones muy cachondo/a), que si go harder (dale más duro), que si I’m coming (me voy a correr)… Pero, aunque se te venga a la mente una frase concreta en un momento concreto, son muchos los que se cortan, ya sea porque les da vergüenza o porque, como me dice una amiga, sienten que les va a sonar “muy falso”. “El problema muchas veces no es ya qué decir, sino cómo decirlo”, me cuenta.

Recuerdo a otra que hace unos meses se enrolló con un tipo de Nueva York, un chaval bastante majo que pasaba una temporada en España por cuestiones de trabajo. Compartía piso con un amigo suyo (nuestro) y una noche, en una fiesta de andar por casa, acabaron revueltos. Ambos se gustaron mucho y se vieron un par de veces más. Todo apuntaba buenas maneras hasta que un día, ella recibió un WhatsApp del chico en cuestión. El texto decía “I wanna fuck your brains out”, lo que viene a significar algo así como “quiero follarte de arriba a abajo”. Pero mi amiga, no muy ducha en esto de los idiomas, entendió que lo que el tipo quería era follársela mientras le masacraba el cerebro, o algo por el estilo. El caso es que lo tomó por un psicópata y, acojonada perdida, no volvió a responderle ni a verlo. Para cuando se dio cuenta de su error y quiso arreglar el malentendido, era demasiado tarde. Aún hoy se da de cabezazos.

El caso de este otro amigo, madrileño de pura cepa, es muy curioso. Se pasó varios años con una novia estadounidense y, aunque ambos eran bilingües, siempre usaban el inglés para dos cosas concretas: el sexo y los enfados. No era algo premeditado, les salía por instinto. Al final lo segundo ganó tanto peso sobre lo primero que lo acabaron dejando, pero a él le costó cambiar el chip. La consecuencia fue que más de una vez, en sus primeros encuentros sexuales con otras chicas tras la separación, en el momento culminante se le escapaba un “fuck”, o “shit”, o alguna otra palabra malsonante en el idioma de Shakespeare. Y claro, el personal alucinaba.

Aunque a veces no hace falta que se trate de una lengua distinta para que el asunto chirríe. Ayer mismo me descojonaba con lo que me vino contando un compañero del curro. Resulta que el fin de semana había conocido a una chica argentina a la que describía como “despampanante”. “Realmente impresionante”, repetía una y otra vez. La pena fue que la concentración se le fue al garete cuando a ella, en pleno lance amoroso, le dio por decir: “¡Dale dale Maradona!”. “Intenté ignorarlo, pero no pude. Me dio un ataque de vergüenza ajena y todo me empezó a parecer ridículo. No podía quitarme a Maradona de la cabeza, era como si estuviéramos allí los tres”, me decía. Yo creo que exageraba para hacernos reír, pero algo de eso hubo y no puedo dejar de imaginármelo sin que se me escape una sonrisa.

En cualquier caso, viva el multiculturalismo, que todo aprendizaje es bueno y que, a las malas, pues a callarse uno y a centrarse en el lenguaje corporal, que es universal y ese sí que no falla.

La erótica de los camareros

¿Quién no le ha entrado alguna vez a algún camarero/a? No sé si es porque están ahí delante, tan cerquita y tan visibles, o porque la gente va con dos copas de más y se envalentona en las distancias cortas, pero es un hecho: poniendo copas se liga como nadie. Lo he visto cientos de veces. Tíos y tías que en la calle no harían girar ni media cabeza pero que detrás de la barra se transforman, empoderados por la erótica nocturna y el morbo del otro lado de la frontera.

Estos días atrás, con tanta fiesta de por medio, he vuelto a confirmarlo. En fin de año, en concreto. Como no soy de cotillón, acabé de bares con los amigos de toda la vida, a cientos de kilómetros de Madrid, y la verdad es que fue una noche de lo más reveladora. No sé si será cosa de la edad, pero me encontré al personal con la vida patas arriba y poco menos que aullando (por no llorar). Parejas recién rotas, otras a medio camino, calzonazos eternos al borde del hartazgo, solteros en busca de amor y/o sucedáneos y alguna que otra salida del armario… Una bomba de relojería, vaya. Y ese día, casi todas y casi todos querían poner fin a sus males con un camarero/a. Al menos por un rato…

camarero

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Uno, el calzonazos, me confesó que estaba harto de su novia la sargentona y que llevaba dos meses liándose con la camarera del garito de la esquina de su casa. Diría el nombre, porque el sitio mola, pero no quiero meter a nadie en problemas. Ya se lo dijo Hannibal Lecter a Clarice en El silencio de los Corderos: “Empezamos a codiciar lo que vemos cada día”. Y eso fue lo que le pasó a mi amigo. Un pusilánime en casa que juega a reinventarse entre las paredes de un bar cualquiera, arropado por la cercanía, el alcohol y la falta de suspicacia. Y ya sabéis lo que pasa con el cántaro cuando va mucho a la fuente… Por supuesto esa noche tocó la visita de rigor, aunque fuese solo para conformarse con el dolor de huevos y el juego de miradas.

Otra, la soltera en búsqueda eterna, quedó prendada del camarero que nos puso las primeras copas después de comernos las uvas. La pobre está falta de cariño y se confunde, porque el muchacho lo único que hizo fue ser agradable y mirarla a la cara al servir la bebida, lo cual forma parte de su trabajo, pero eso fue suficiente para que ella se montara la película. Y venga a pedir cervezas, y venga sonrisas empalagosas y tocarle el brazo, y venga a darle conversación al hombre con el bar abarrotado… Al final, cabreo cuando no accedimos a quedarnos toda la noche. Convencida como estaba de que era mutuo, se atrevió a dejarle su móvil apuntado en una servilleta, que él guardó sin entusiasmo por no parecer maleducado. Al menos eso me pareció. Y no debo de equivocarme mucho porque a día de hoy no la ha llamado.

Y ojo que no la critico, que yo hice lo mismo este verano (bastante parecido) con aquel maravilloso camarero de la playa de Las Salinas, en Ibiza. Como ya os conté en su día, fue el primer hombre que me devolvió las ganas después de mi última ruptura. Y aunque todo acabó en eso, en ganas, me hizo gracia acordarme de aquello ese día. O esa noche, mejor dicho. Y me acordé también de otra, hace años, en una cueva en El Sacromonte, en Granada, donde una amiga se encoñó del camarero gitano y se le fue la mano. Por poco no salimos de allí despelucadas, que resulta que el tipo, pese a ser veinteañero, tenía mujer e hijos y la mitad del clan estaba allí en la cueva metido.

Y con todo esto en la cabeza vuelvo a Madrid y lo primero que me encuentro es a otro amigo, uno de los grandes, suplicándome para que vayamos este fin de semana al Penta porque está enamorado de la camarera. En realidad, este post es para ver si me lee, se anima, y me libro del marrón.

Treintañeros y, sin embargo, vírgenes

“Oh Dios mío, ¡eres una virgen de 30 años!”. Así reaccionaba una horrorizada Jennifer Anniston cuando su amiga Courtney Cox, interpretando a una rolliza Monica Geller, confesaba su secreto mejor guardado en uno de los capítulos de la serie Friends. En realidad era uno que recreaba las vidas alternativas que habrían podido tener cada uno de los protagonistas, pero esa ficción es una realidad para muchas personas. Más de las que creemos.

No hay estadísticas oficiales, y las que hay no son creíbles porque la mayoría miente al respecto, según los expertos. Mienten porque, dejando aparte los que optan por ello por un motivo religioso o porque forman parte de esa minoría considerada asexuales, es algo que les mortifica y les avergüenza. Vivimos en una sociedad hipererotizada en la que el sexo está en todas partes… excepto en sus vidas. No es por nada en concreto, no lo decidieron así, simplemente no se presentó la oportunidad en el momento y las condiciones adecuadas y, cuando han querido darse cuenta, sobrepasan la treintena sin haber hecho nunca el amor.

monica gellerTeniendo en cuenta que en España la edad de inicio en las primeras relaciones sexuales está en torno a los 16 años, es normal que estas personas se sientan, cuanto menos, “distintas”. El problema de este desfase y de ir tan a destiempo es que se acaba por convertir en un lastre, en un tabú que los carga de miedos, inseguridades y complejos. El resultado es un cóctel explosivo que los condiciona y que, en ocasiones, convierte el sexo en la antítesis de aquello para lo que fue creado. Y no, no me refiero a la reproducción. Me refiero a que el sexo tiene que ser algo divertido y enriquecedor, y no un motivo de malestar y angustia.

“Siempre fui muy tímida y reservada. En las pocas ocasiones que tuve no vi el momento adecuado y luego, simplemente, no se ha presentado la oportunidad. Ahora hago balance a mis 31 y siento que he desperdiciado gran parte de mi juventud”, me dice una muy buena amiga. Otra (no tan amiga) me confiesa que se ha “acostumbrado” a la ausencia de sexo y que le da mucha “pereza” solucionar el asunto porque no tiene ganas de “dar explicaciones a ningún hombre”. “Mi handicap”, lo llama. El único chico al que conozco en la misma situación no quiere hablar del tema.

Puede que esté equivocada, pero tengo la sensación de que la losa de una virginidad enquistada es aún más pesada en hombres que en mujeres, el tabú es mayor y, en consecuencia, el estigma y la vergüenza también. Cosas de los convencionalismos y el machismo de la sociedad en que vivimos, no siempre nos íbamos las mujeres a llevar la peor parte.

Personalmente soy de las que piensan que cada cosa tiene su tiempo y que no hay que quemar etapas, pero tampoco eternizarlas. Y aunque no soy quien, si tuviera que dar un consejo a aquellos a quienes haya cogido el toro les diría que cada uno tiene su ritmo y su momento y que, cuando llegue la hora, se aseguren de no sentirse presionados ni por el compañero/a de travesía ni por el entorno. Al fin y al cabo, no estamos aquí para sufrir.