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La erótica del poder

“El poder es el mejor afrodisíaco”, dijo Kissinger. Y seguro que sabía de lo que hablaba, que por algo ha sido uno de los políticos más influyentes y poderosos del siglo XX. Estos días, viendo las noticias que llegan del Elíseo, no he podido evitar acordarme de aquello. En esta ocasión, se trata de un nuevo escándalo privado/sentimental con el presidente de la vecina república como protagonista y que ha acabado con la todavía primera dama, Valérie Trierweiler, ingresada debido al “fuerte golpe emocional”. La razón: los presuntos amoríos del susodicho con la actriz Julie Gayet, publicados el viernes por la revista Closer.

EFE

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Una versión posmoderna de El príncipe y la corista, solo que con cuernos de por medio. Claro que no sé por qué se sorprende la afligida Valérie, porque es exactamente lo mismo que le pasó a la socialista Ségolène Royal, madre de los cuatro hijos de François Hollande y su esposa durante 30 años, cuando allá por el 2007, estando todavía casados, se lió con ella. Quien a hierro mata a hierro muere, que diría mi madre, aunque ya os he dicho otras veces que mi madre es una chunga.

Más allá del tema cuernos, con todo el jaleo que se ha montado, no he podido evitar mirar una foto del causante de tanto revuelo y pensar: ¿cómo demonios se las arregla este hombrecillo con pinta de oso amoroso para ser un auténtico fucker? Porque la lista no se queda en la glamourosa periodista ni en la conocida actriz francesa; antes hubo bastantes otras, casi siempre mujeres más jóvenes y hermosas. Y así, pensando en estas cosas, me acordé de su predecesor, Nicolas Sarkozy, y de sus flamantes zapatos con tacón, al más puro estilo Fary, junto a la siempre bella y enigmática Carla Bruni.

¿Pero cómo es posible? Y ahí es donde las palabras de Kissinger reaparecen en mi cabeza con una vigencia absoluta. Y no, no se trata solo de políticos ni ricachones. Actores, jefes, profesores… el poder se ejerce en cualquier ámbito de la vida y funciona como un imán, una especie de piedra filosofal capaz de convertir al más anodino de los seres en objeto de profunda atracción y deseo. ¿Misticismo?, ¿idealización?, ¿fantasía? Sea como fuere, es algo real. El poder embriaga. Lo que pasa es que luego hay que tener cuidado con la resaca.

La erótica de los camareros

¿Quién no le ha entrado alguna vez a algún camarero/a? No sé si es porque están ahí delante, tan cerquita y tan visibles, o porque la gente va con dos copas de más y se envalentona en las distancias cortas, pero es un hecho: poniendo copas se liga como nadie. Lo he visto cientos de veces. Tíos y tías que en la calle no harían girar ni media cabeza pero que detrás de la barra se transforman, empoderados por la erótica nocturna y el morbo del otro lado de la frontera.

Estos días atrás, con tanta fiesta de por medio, he vuelto a confirmarlo. En fin de año, en concreto. Como no soy de cotillón, acabé de bares con los amigos de toda la vida, a cientos de kilómetros de Madrid, y la verdad es que fue una noche de lo más reveladora. No sé si será cosa de la edad, pero me encontré al personal con la vida patas arriba y poco menos que aullando (por no llorar). Parejas recién rotas, otras a medio camino, calzonazos eternos al borde del hartazgo, solteros en busca de amor y/o sucedáneos y alguna que otra salida del armario… Una bomba de relojería, vaya. Y ese día, casi todas y casi todos querían poner fin a sus males con un camarero/a. Al menos por un rato…

camarero

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Uno, el calzonazos, me confesó que estaba harto de su novia la sargentona y que llevaba dos meses liándose con la camarera del garito de la esquina de su casa. Diría el nombre, porque el sitio mola, pero no quiero meter a nadie en problemas. Ya se lo dijo Hannibal Lecter a Clarice en El silencio de los Corderos: “Empezamos a codiciar lo que vemos cada día”. Y eso fue lo que le pasó a mi amigo. Un pusilánime en casa que juega a reinventarse entre las paredes de un bar cualquiera, arropado por la cercanía, el alcohol y la falta de suspicacia. Y ya sabéis lo que pasa con el cántaro cuando va mucho a la fuente… Por supuesto esa noche tocó la visita de rigor, aunque fuese solo para conformarse con el dolor de huevos y el juego de miradas.

Otra, la soltera en búsqueda eterna, quedó prendada del camarero que nos puso las primeras copas después de comernos las uvas. La pobre está falta de cariño y se confunde, porque el muchacho lo único que hizo fue ser agradable y mirarla a la cara al servir la bebida, lo cual forma parte de su trabajo, pero eso fue suficiente para que ella se montara la película. Y venga a pedir cervezas, y venga sonrisas empalagosas y tocarle el brazo, y venga a darle conversación al hombre con el bar abarrotado… Al final, cabreo cuando no accedimos a quedarnos toda la noche. Convencida como estaba de que era mutuo, se atrevió a dejarle su móvil apuntado en una servilleta, que él guardó sin entusiasmo por no parecer maleducado. Al menos eso me pareció. Y no debo de equivocarme mucho porque a día de hoy no la ha llamado.

Y ojo que no la critico, que yo hice lo mismo este verano (bastante parecido) con aquel maravilloso camarero de la playa de Las Salinas, en Ibiza. Como ya os conté en su día, fue el primer hombre que me devolvió las ganas después de mi última ruptura. Y aunque todo acabó en eso, en ganas, me hizo gracia acordarme de aquello ese día. O esa noche, mejor dicho. Y me acordé también de otra, hace años, en una cueva en El Sacromonte, en Granada, donde una amiga se encoñó del camarero gitano y se le fue la mano. Por poco no salimos de allí despelucadas, que resulta que el tipo, pese a ser veinteañero, tenía mujer e hijos y la mitad del clan estaba allí en la cueva metido.

Y con todo esto en la cabeza vuelvo a Madrid y lo primero que me encuentro es a otro amigo, uno de los grandes, suplicándome para que vayamos este fin de semana al Penta porque está enamorado de la camarera. En realidad, este post es para ver si me lee, se anima, y me libro del marrón.