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Estuve con un entrenador y mi relación con la comida se volvió tóxica

Ayer me compré un paquete de galletas. Me apetecían. Y me las tomé dos días después de haber cenado hamburguesa con patatas.

Algo que no tendría por qué tener nada de especial con la diferencia de que, hace unos años, habría sido incapaz de hacerlo por lo que pudiera decirme mi novio de aquel entonces.

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Abracé el mundo del deporte gracias a la recomendación de una psicóloga y me aficioné más a él cuando empecé con mi ex, entrenador personal.

El ejercicio y la alimentación saludable eran los otros dos miembros de la relación.

Al ser su profesión, para mí se convirtió en lo más normal del mundo adaptar mis hábitos a su estilo de vida.

El cheat meal (la comida basura) solo podía ser el sábado, el destino vacacional preferiblemente con gimnasio, en la cesta de la compra no entraban snacks de ningún tipo y, cuando llegaba el verano, era el momento de pesar con báscula todo.

En varias ocasiones me encontraba pensando que tenía mucha suerte de tener una pareja tan preocupada por la salud.

En otras, solo sentía el enfado por la merienda: un sandwich de pavo cambiando el pan por hojas de lechuga, porque ya había consumido las calorías que me correspondían ese día.

Hace unos años, no me parecía extraño que me quitara la bandeja de frutos secos de la que estaba picoteando porque ya había «comido suficiente».

Tampoco que el día de mi cumpleaños, como estábamos en déficit calórico, solo pudiera tomarme un trocito de una versión más saludable de una tarta (ni una tarta ‘normal’ podría tomar…).

O que en Navidad solo tuviera la mañana del 25 de diciembre para tomar una porción de roscón y pasar el resto de las celebraciones sin tocar los polvorones o turrón, que son de las cosas que más me gustan.

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La culpabilidad que me producía escuchar algunos comentarios por su parte, me llevaba a que si comía algún dulce que por un casual había sobrado de un cheat meal anterior, me organizara para sustituirlo antes de que volviera a casa para que no se percatara.

Pero lo peor eran los 3 meses previos al verano, cuando con la cinta métrica tomaba medidas de nuestros cuerpos y llevábamos la cuenta de los centímetros que decrecían los contornos de la cintura o los muslos.

Cuanto más bajaran las cifras, más me motivaba él a seguir por mucho que mis niveles de ansiedad eran inversamente proporcionales.

Hace unos días, hablándolo con una amiga, me contó una experiencia parecida tras haber estado, como yo, varios años en una relación con un entrenador personal.

Lo que ambas teníamos en común era la liberación de comer, a día de hoy, como se nos viniera en gana sin ningún remordimiento ni un novio que vigilara con lupa nuestro menú.

Nuestra relación con la comida empezó a mejorar al poco de que las parejas terminaran y por eso hoy vivo con una curiosa satisfacción de que si algo me apetece -sea el día de la semana que sea, haya entrenado o no, sea verano o invierno-, pueda comerlo sin restricciones externas.

El policía de la nevera

La pregunta que me hice al conocer las similitudes con la historia de mi amiga fue si más mujeres en relaciones con entrenadores personales habrían terminado teniendo esa relación tan negativa con la comida (y sus cuerpos).

No hay datos como para poder hablar de un patrón que puede nutrirse inconscientemente de la violencia estética que sufrimos las mujeres.

Además, hay entrenadores que no tienen ningún problema en tener como parejas a personas que no comparten sus hábitos.

Pero sí que encontré foros donde mujeres denunciaban el control de sus novios (sin estar ligados al sector fitness) en la dieta y preguntaban cómo cambiar la situación.

Además hablamos de casos en los que además es claro el body shaming o incluso tácticas más radicales como que les tiren la comida más calórica o la escondan para que no se la coman, situaciones que sí podrían definirse como abuso.

En mi caso, siento que, sencillamente, lo tenía normalizado y no había caído en lo disfuncional que era.

Así como el efecto tan negativo que tenía en mi salud mental no poder disfrutar de alimentos en ciertos momentos de mi vida hasta salir de la relación.

Pienso que si volviera a ese momento, habiendo identificado el problema y la incomodidad que me generaba al respecto, lo hablaría con mi pareja y, quiero pensar, se habría solucionado.

Le diría que soy una adulta funcional que es libre de elegir lo que come, cuándo, cómo y dónde y él debe respetar esa decisión. Que no soy una modelo de fitness ni él un policía asignado a controlar mi dieta.

Que a veces solo quiero un Kinder Bueno.

Mara Mariño

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