Dicen que ojos que no ven, corazón que no siente. Pero ¿y si los ojos ven y lo que miran es pornografía?
Tengo 26 años y llevo viendo porno desde los 17, que fue cuando tuve un portátil para mí sola (y cuando aprendí a borrar el historial).
En este tiempo nada ha hecho que dejara de verlo. He tenido épocas de mi vida en las que lo veía con más frecuencia, otras menos y otras, prácticamente, nada.
Es algo un poco aleatorio y no depende de si tengo o no pareja, a veces me apetece, a veces no, a veces tiro de archivo o me meto a leer relatos eróticos… Lo que tiene el porno es que es un recurso fácil que, como dice una amiga mía, nos apaña porque lo tenemos «a mano», y literalmente.
No hace falta pensar, basta mirar y atender a la respuesta física. Como animales que somos, los estímulos visuales de la pornografía nos producen excitación. Como cuando alguien bosteza y seguidamente te entran ganas de repetir la acción aunque no tengas sueño.
Así como también nos lo puede producir además de la película, un recuerdo o una fantasía salida de nuestra imaginación.
Sin embargo, son vivencias que forman parte de nuestra vida sexual individual, no por hacerlo solos, sino por que hablo de aquella propia de cada individuo.
La cabeza es libre, no hay intimidad real con otra persona, y, como dice otro amigo (pregunté a muchos al respecto) «pensar en robar un banco no significa que lo vayas a robar».
Otra cosa es que la pornografía se convierta en una obsesión y reste tiempo de estar con nuestra pareja, altere nuestros hábitos o produzca ansiedad por no vivir en carnes esa «realidad sexual» que termina al grito de «Corten» (aunque eso no lo veamos).
El porno es un show, un espectáculo, un producto para pasar un buen rato y debe ser tratado como tal, no como un reflejo fiel de la realidad.
Además de usarlo a solas o en compañía, podemos «tomar nota» y usarlo como fuente de ideas para ponerlas luego con alguien a prueba. Si se atreve…
Duquesa Doslabios.