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Esto es lo que tienes que hacer si sientes miedo en algún momento de tu cita

Las primeras citas siempre dan un poco de miedo. Entre los nervios, la situación o la carga emocional de saber que vas a tratar algo tan delicado como los sentimientos hacen que sean unas experiencias con cierto nivel de temor. Y si eres mujer, ni te cuento, ya que uno de los escenarios que se te pasan por la cabeza a la hora de quedar con un desconocido es terminar la noche despedazada en una bolsa de basura.

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Oh, perdonad. ¿Me he puesto muy cruda? Supongo que es lo que tiene que en tu primera cita una de las primeras frases que te diga tu acompañante sea «Podría matarte y deshacerme de tu cuerpo en menos de 15 minutos». O que se echara a reír diciendo que tan solo era una broma, ya que, por lo menos, necesitaría 25.

Tener una primera cita es el nuevo deporte de riesgo. Te da igual que sea con una persona que se ha cruzado tu pulgar en la aplicación de ligar del momento o que no sea otro que el compañero de piso de uno de tus amigos del pueblo, fiarse al 100% es complicado.

Sobre todo cuando recuerdo la historia, aún se me ponen los pelos de punta, de mi amiga, esa que fue a tomar una copa con su compañero de trabajo y que en el baño se encontró con otra mujer que dijo que no bebiera de su copa porque su amigo, con el que se cruzaba todas las mañanas en la cocina del trabajo, le había echado algo a su bebida.

Aunque no siempre los casos son tan peliagudos, en la mayoría de las citas que no salen tal y como esperamos lo tenemos tan sencillo como esperar a la llamada orquestada con nuestra amiga que, con cualquier excusa, nos permitirá salir del paso y de la cita.

Pero para los ejemplos en los que no tenemos esa suerte, en los que nuestra cita ha mencionado que podría enterrarnos, que nos ha echado algo en el vaso, que no nos deja de toquetear la pierna aunque no le hemos dado señales de que queremos ese contacto o si, por lo que sea, nuestro instinto salta avivando las señales de alarma, el mejor consejo es seguir nuestra intuición.

Creedme, lectoras, pocas veces falla nuestro sexto sentido. Por mucho que se nos enseñe a controlarlo desde pequeñas, a hacernos creer que somos unas exageradas, unas paranoicas o unas histéricas, no encontraréis un impulso más certero que el grito mudo de «Escapa» que llega a lanzar nuestro cuerpo.

El miedo en las citas que os he mencionado es tan real que no terminamos de saber bien cuál es la manera de gestionarlo ni de ponernos a salvo. En Inglaterra han puesto en marcha un servicio llamado Ask for Angela, una especie de código que dices a los empleados del lugar en el que te encuentres para que te ayuden a salir de la cita con seguridad, por la salida de emergencia, llamando a un taxi o retirando a la persona a un espacio seguro dentro del bar donde poder tranquilizarse y hablar con el staff.

La idea, por mucho que me repatee el hecho de que por ser mujer vayas una primera cita con el miedo de que te pueda pasar algo, no puede parecerme mejor. Puede que en España no tengamos una campaña como tal, que tampoco estaría de más crearla, pero podemos hacer saber igualmente a los trabajadores del sitio la situación.

A fin de cuentas, no necesitamos un protocolo para salir de una situación. No estamos solas, ya sea alguien que forme parte de la plantilla o incluso por parte de otros clientes, siempre habrá una persona a quien podamos pedir ayuda.

Duquesa Doslabios.

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Las cosas que he aprendido de sexo a lo largo de mis 20 años

Puedes ponerte a follar mientras haces el amor, con rabia, con fuerza, con desenfreno, con ganas, contra la pared… Pero nunca, mientras follas, podrás fingir que estás haciendo el amor.

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Esa fue una de las primeras cosas que aprendí a lo largo de mi veintena, que más allá de la química, los sentimientos no los podía simular. Aprendí rápido a diferenciarlo, por mucho que las películas y libros de mi adolescencia me insistían en que solo estaba bien hecho el sexo si era con alguien con quien me uniera un sentimiento.

Admito que con los años me he relajado, y es que al principio, la mera idea de tener sexo era sobrecogedora de todo el esfuerzo que implicaba por mi parte.

No sé bien por qué, insistía en comprarme lencería cada vez que conocía a alguien. Y eso sin contar las horas depilando cada zona de mi cuerpo al milímetro para que no hubiera un solo pelo fuera de sitio, que, por aquella entonces, tenía la impresión de que la más mínima aparición de vello corporal cortaría cualquier posible oportunidad de tener sexo.

Pero como os digo, me he relajado. Si bien lo de la lencería lo he dejado para ocasiones especiales, para dar una sorpresa de vez en cuando, la depilación se ha vuelto un tema secundario hasta llegar al punto de que apenas le presto importancia.

Si antes era algo para ellos, para seguir su fantasía de que ahí abajo las mujeres somos lampiñas (también es cierto que mis compañías venían muy influidas con el porno), después empecé a dejármelo como yo quería, ya fuera por gusto o comodidad, y, para mi sorpresa inicial, no cambió nada en absoluto.

Dejé de pensar en el sexo como en un escenario donde tenía que dar lo mejor de mí SIEMPRE: probar cincuenta posturas en un minuto, subir una pierna, moverme, tener siempre el pelo perfecto o la luz adecuada para que no se me marcara la piel de naranja. Entendí que mi vida sexual no tenía por qué parecerse a una película porno, que disfrutaba más sin tanto agobio y dejándome llevar.

Me di cuenta de que mi cuerpo era perfecto para el sexo independientemente de arrugas o cicatrices, de kilos de más o de menos, de que tenía que dejarme de complejos porque mi vagina no cambiaba para nada y que el clítoris, menos todavía.

Durante los veinte años me di cuenta de que el sexo estaba sobrevalorado. Que no el placer, sino el sexo, el acto en sí, el «toma y daca», el «mete y saca». Pero claro, al empezar mi vida sexual aquello era el culmen, el broche, el punto final, lo demás son solo paradas breves antes de la última estación. Pero pasan los años y descubres que no todo es el coito, que la mayoría de las veces una buena comida puede ser mucho más espacial (por aquello de que es como antes subimos muchas a las estrellas).

Aprendí a «ser egoísta» en la cama, a mirar por mi placer porque ellos no lo hacían. A tomar riendas en el asunto y dejar de fingir unos orgasmos que nunca sucedían. A pararme y decir «me gusta así», porque con el tiempo, le perdí la vergüenza a hablar y prefería sincerarme antes que seguir con unas interpretaciones que habrían sido de Óscar.

Por animarme a hablar, aprendí a ser sincera y también a ser empática. De mi primer encuentro con un gatillazo, solo recuerdo sentirme incómoda y poner distancia de por medio, los pocos que vinieron detrás me hicieron más comprensiva y que mostrara mi apoyo, lo que, definitivamente, tuvo mucho mejor resultado.

Me di cuenta de que mi número daba absolutamente lo mismo y aprendí a quitarle importancia al hecho de tener sexo en una primera cita, en la número 37 o a no tener sexo en absoluto en meses.

Y es que por último, aprendí que, si a veces no me apetecía, estaba bien y no pasaba nada. Hormonal, emocional o personalmente he pasado por momentos en los que la libido estaba en las nubes y otros en los que no me apetecía ni la de Vladimir (una paja y a dormir). Imagino que, al final, no es que haya aprendido más o menos sobre sexo, sino que, a lo largo de mis veinte años, he aprendido sobre mí.

Duquesa Doslabios.