Archivo de octubre, 2013

Aventuras con compañeros de trabajo, ¿una buena idea?

Ya lo dice el refrán, donde tengas la olla… Pero nadie escarmienta en cabeza ajena y la gente sigue recurriendo al lugar de trabajo como una de las principales canteras a la hora de encontrar pareja, una aventura o un simple revolcón. Y no es de extrañar. Jornadas laborales eternas, fiestas, comidas de empresa, viajes de negocios… Solemos pasar casi más tiempo en el trabajo que en casa, y aunque las tensiones formen parte del día a día, el roce hace el cariño y muchas veces, al final, pasa lo que pasa.

Las mujeres suelen estar más predispuestas que los hombres a intimar con alguien de su ámbito laboral, según los últimos estudios a los que he echado un vistazo. La revista Playboy, por ejemplo, entrevistó por correo electrónico hace unos meses a 10.000 trabajadores de ambos sexos. El resultado fue que el 80% reconoció haber flirteado con algunos de sus compañeros/as. La mitad de los varones admitió haber tenido alguna relación en este sentido, pero en el caso de ellas, el porcentaje se elevó a las dos terceras partes.

Por otro lado, Victoria Milan, una de las webs de citas que han proliferado en los últimos tiempos para tener una aventura entre gente casada o con pareja, preguntó el pasado septiembre a 3.256 mujeres usuarias de la web con quién tuvieron su primer affaire y quien les motivó a ello. Pues bien, un significativo 36% de ellas respondió que su primera experiencia infiel fue con una persona que había conocido en el trabajo. Si además uno se siente solo o está mal con la pareja, la predisposición a este tipo de escarceos aumenta, y es fácil pasar de una simple atracción al flirteo y de ahí, a un encuentro sexual, a una aventura o incluso a una relación.

Sexo en el trabajoUn viejo amigo (soltero) que acaba de embarcarse en una de estas aventuras me cuenta que está encantado de la vida. No está enamorado, dice, pero admite que el rollo de la clandestinidad, el tener que disimular ante el resto de compañeros, el riesgo a ser descubiertos, etc, les resulta a ambos de lo más morboso y excitante. Ninguno de los dos tiene despacho, así que tienen que conformarse con miradas maliciosas y besos furtivos en la cocina. Yo creo que al final los van a acabar descubriendo, porque esas cosas se notan y andan los dos con una sonrisa de oreja a oreja que no les cabe en la cara, según me cuenta.

A mí me parece estupendo, cada uno es libre de liarse con quien quiera, faltaría más, pero ojito porque a veces la historia, por muy excitante que pueda parecer en un principio, puede volverse en nuestra contra y provocar situaciones incómodas y difíciles de manejar. Ya es complicado fuera del trabajo cuando uno se involucra sentimentalmente y el otro no, pero si encima ocurre con alguien a quien tienes que ver cada día y con quien tienes que currar codo con codo, pues apaga y vámonos. Eso sin contar con que, a veces, el que se siente agraviado puede empezar a hacerle la vida imposible al otro, dando lugar a escenarios tan desagradables como estresantes.

Otra amiga cometió el error de enrollarse con su jefe, a quien ella creía divorciado, y del que al final acabó colgadísima. Aún sí, cuando se enteró de que todo era un rollo macabeo y de que el tipo seguía con su mujer, optó por cortar por lo sano. Al principio el susodicho intentó convencerla con buenas palabras, pero cuando comprendió que no daría marcha atrás, pasó a ponerle pegas a todo lo que hacía, a echarle broncas en público y a ponerle zancadillas cada vez que podía. Ella no soportó la presión y acabó negociando su despido. Cosas que pasan.

Esas mañanas incómodas del día después…

A quien no le ha pasado alguna vez. Bostezar, abrir los ojos y darte cuenta de que has pasado la noche con la persona equivocada. No es que tenga nada de malo, es solo que, lo que unas horas antes no te parecía mala idea, a plena luz del día se te hace incómodo, molesto y, a veces, hasta insoportable. ¿En qué diablos estaría pensando?, te dices.

Si estás en casa de la otra persona no es tan problemático. Te vistes, le dices que tienes mucha prisa, haces un esfuerzo para no parecer antipática y te despides con educación. Pero si en un momento de debilidad has cometido el error de invitarlo a tu casa, a la mañana siguiente la cosa se complica. Sobre todo, si la otra persona no tiene la misma percepción que tú sobre cómo ha ido la noche y, por alguna misteriosa razón, parece incapaz de advertir que sus besos y caricias ya no son bienvenidos.

Mañanas incómodasHay gente que lo resuelve de manera más o menos brusca, según el pie con que se hayan levantado ese día o dependiendo de su umbral de sensibilidad. Hay otras, por el contrario, que no soportan la idea de herir los sentimientos ajenos y son capaces de prolongar la situación más allá de lo claramente recomendable con tal de no incomodar. La virtud, como decía Aristóteles, está en el punto medio.

Conozco a un tipo, bastante capullo, por cierto, que siempre que se enrollaba con una chica a la que luego no quería volver a ver usaba la misma excusa: “No mira, es que me siento muy mal porque me estoy acordando mucho de mi exnovia, que lo hemos dejado hace poco, y preferiría que te fueras, la verdad”. Para más inri, lo decía a los 10 minutos de haber terminado la faena, y al día siguiente lo contaba como una gracia, muerto de risa. El método perfecto para lograr que la otra persona se sienta como una mierda.

En el extremo contrario está el caso de una conocida, que no sabía cómo deshacerse de una visita que ya le resultaba más que incomoda e improvisó que tenía un partido de tenis inaplazable en la otra punta de la ciudad. El tipo no pillaba la indirecta, así que la chica, para ir animándolo, se puso el chándal, preparó la bolsa de deporte, la raqueta y toda la parafernalia. Para rematar, cuando él le preguntó dónde era exactamente, la pobre tuvo la mala suerte de recurrir a las pistas que, casualidad de la mala, estaban al lado de la casa de él. “Ah genial, pues bajo contigo y me acercas”. Así que allí que se fue, vestida como Arancha Sánchez Vicario y con una resaca de muerte, a cruzarse medio Madrid un sábado por la mañana por no herir el amor propio del muchacho.

Por la parte que me toca reconozco que, aunque creo que nunca he perdido la educación, cuanto más vieja me hago más me cuesta disimular según qué cosas. Por otro lado, es algo que me ha ocurrido pocas veces porque, por lo general, cuando me voy a la cama con alguien es porque no me desagrada la idea de amanecer a su lado. Pero ya se sabe, que tire la primera piedra el que esté libre de pecado.

Religión, porno y viagra

“La Iglesia, el porno y la viagra, esas han sido y son a día de hoy las grandes lacras del sexo”. La que así hablaba era una señora que a buen seguro sobrepasaba de lejos los 60 y que cenaba en la mesa contigua a la que yo compartía con un grupo de amigas. Hacía mucho que no nos veíamos y al principio no reparamos en las tres mujeres que teníamos al lado. Hasta que escuchamos esa frase, claro.

viagraHabían dado buena cuenta de una botella de vino tinto y la que llevaba la voz contante la levantó levemente para mostrarla al camarero, que enseguida les trajo otra. Cuando se hubo retirado, la mujer continuó: “Me pasé la juventud reprimida por todas las mierdas que las monjas nos metieron en la cabeza, me casé virgen y nunca nadie me enseñó a cómo disfrutar en la cama. Después vino el porno, y para lo único que ha servido, al menos en mi caso, es para que Antonio me pidiera imposibles y yo me sintiera aún más frustrada. ¿Pero hay alguien que de verdad haga esas cosas en la vida real?”. Las otras asentían con la cabeza mientras masticaban.

“Y luego, cuando ya crees que estás de vuelta, cuando piensas que lo que te espera es un paraíso de tranquilidad, con paseos por el parque y domingos con los nietos, inventan la puñetera viagra y te joden lo que te queda de vejez”. “Hombre María, no será para tanto…”, dijo la que parecía más joven. “Que no, que eso no es natural… ¿A qué viene este hombre ahora, intentando prolongar lo que ya no tiene remedio?… que no que no, que a mí la viagra esta me está amargando la vida”.

“Pero mujer, digo yo que alguna vez te apetecerá, que es Antonio, que llevas toda la vida con él”, respondió de nuevo la más joven. “Eres muy negativa María, y estás generalizando. Hay muchas parejas mayores que siguen disfrutando del amor”, añadió la tercera. Pero María lo tenía claro: “¿Amor?, ¿Pero de qué narices me estás hablando?”.

El placer de mirar

Una cerradura, un pequeño agujero, una ventana, un resquicio… Si cualquiera de estos estuviera a vuestro alcance, si además estuvierais solos en una habitación y supierais que al otro lado de la pared alguien está practicando sexo, ¿echaríais un vistazo?

Yo siempre había pensado que no, no sé bien si por pudor o por rechazo. Supongo que una mezcla de ambos. O quizás porque aún me estremezco del mal cuerpo que se me quedó cuando, a mis 16 años, descubrí a un tipo con la cara pegada al cristal trasero del coche de mi padre mientras pelaba la pava con mi primer novio. Nos llevamos un susto de muerte.

Como mucha gente, siempre había unido a los mirones, también llamados voyeurs, con una connotación peyorativa. Vamos, que los tomaba (y a algunos los sigo tomando, lo admito) por unos pervertidos que se excitaban tocándose mientras observaban porque eran incapaces de conseguir otra cosa. De hecho, el voyeurismo en sí es definido como una conducta, que puede llegar a ser parafílica, caracterizada por la contemplación de personas desnudas o realizando algún tipo de actividad sexual con el objetivo de conseguir excitarse.

a00193482 001Como siempre, y como en todo, hay niveles. Yo nunca lo he hecho, pero hay quien me asegura que explorarlo en pareja puede ser interesante. El cine y la literatura están repletos de historias de amantes que llevan al límite su relación incluyendo a un tercero en su vida íntima, ya sea para mirar o para ser mirados. En este sentido muchos estudios apuntan, además, que todo aquel que disfruta observando es, igual o en cierta medida, exhibicionista.

Y volviendo al principio… De estar en esa habitación, ¿miraríais, o no? Insisto en que yo pensaba que no, hasta este septiembre. Aún no había acabado el verano y tuve que ir al típico bodorrio familiar del que no hay manera de escaquearse. Además era de la parte pija, y malditas las ganas que yo tenía de ir a dejarme un pastizal en viaje, regalo, traje y suite (no había otra cosa) en un club de golf lleno de guiris tan blancos como forrados. Si hay algo con lo que no puedo es con un hombre en pantalones cortos y mocasines…

Pues ahí estaba yo, en el día previo al evento, dispuesta a aguantar estoicamente las charlas y preguntas indiscretas de familiares varios, cuando, al salir de mi habitación no compartida con nadie me topé con la ventana de la suite de enfrente. Ni me hubiera fijado si no hubiera sido porque se oía una débil melodía, se percibía una luz muy tenue y las cortinas (no había persianas) no estaban corridas del todo. Desde mi puerta no se veía nada, había que acercarse para hacerlo, y antes de saber por qué y sin ni siquiera tiempo para preguntármelo me encontré a mí misma junto a la ventana, moderadamente nerviosa por el miedo a ser descubierta. Ni lo pude ni lo quise evitar, así que miré a través del cristal.

Lo que vi aún me perturba. Había un hombre joven, de unos treinta y tantos, moreno y completamente desnudo. Estaba erguido pero de rodillas, en la cama, donde yacía tumbada una mujer rubia a la que no pude ver bien la cara. Tampoco a él, que todo el tiempo se mantuvo de espaldas a mí. Lo vi acariciarla, desde el pelo a los pies pasando por los ojos, los labios, los pechos… toditos los rincones. Y sobre todo, lo vi moverse, lento y acompasado, ese culo perfecto danzando en semicírculos que me resultaban hipnotizantes.

No sé cuánto tiempo pasé allí, observando como la más pervertida de todas las mironas. Solo sé que escuché un ruido, me asusté y salí corriendo. “¿Dónde estabas niña, te estábamos esperando para ir a cenar?”, me espetó mi padre, que me seguirá llamando así incluso el día que cumpla 50 años. “Es que me ha dado un mareo y he tenido que tumbarme un rato”, respondí acalorada. A la mañana siguiente, mientras paseaba por la piscina de aquel pijerío en las horas previas a la boda, no podía dejar de mirar a mi alrededor preguntándome si estaría allí el dueño de aquel culo. La verdad es que me pareció que ninguno de los presentes estaba a la altura. Mejor así, pensé. No fuese a ser que la realidad me arruinase el recuerdo.

Recomponer un corazón tras una ruptura inesperada

Me había propuesto escribir sobre algo trivial en el siguiente post, en plan ligerito y nada denso. Pero por más que lo intento, no puedo. Es difícil abstraerse de la tristeza y el sufrimiento, aunque sean ajenos. Y este fin de semana el dolor de alguien muy querido se ha instalado en mi casa pidiendo refugio, buscando arropo y un poco de consuelo. Solo que no hay forma de consolar a un corazón al que acaban de partir en mil pedazos.

Esta historia no tiene nada nuevo; es una más de tantas sobre desamor y abandono. Una separación repentina e inesperada y un divorcio inminente. En este caso es el dolor de una mujer, aunque igualmente podría ser el de un hombre, nada más lejos de mi intención que intentar poner sexo al sufrimiento. Como decía, no hay nada de especial en esta historia, salvo la inmensidad de un dolor que me conmueve hasta lo indecible.

Mujer llorandoPero por más que quisiera aliviar su pena, no se pueden llorar las lágrimas de otro, ni llenar sus huecos. Dicen que lo más duro y estresante por lo que puede pasar una persona es el fallecimiento de un ser querido y una separación, por ese orden. Y es verdad, aunque es lo mismo, en cierto modo. Porque una separación es como una forma de muerte, sobre todo cuando es unilateral y se está enamorado. Es la desaparición repentina de una forma de vida, de un proyecto común, y a ello hay que sumar la sensación de fracaso y el sentimiento de rechazo y abandono.

“Me ha echado de su vida”, me repite. “No me ha elegido a mí…” Hace tres semanas estaban buscando tener un hijo; hoy se ha dado cuenta de que ya no la quiere. La consecuencia es alguien roto, confuso, desorientado. Aniquilado.

La veía así, hecha un ovillo en la cama, con el rostro congestionado por el llanto, y sentía una impotencia enorme. Cualquier gesto o palabra por mi parte me resultaba groseramente ridículo e intrascendente ante semejante despliegue de desolación. Me parecían casi un insulto o una falta de respeto hacia sus sentimientos, hacia la profundidad de su tristeza.

Así que la única forma digna que hallé de acompañarla fue acordarme de mi propio dolor. Pero no el reciente, ya superado y diferente, sino otro muy lejano. Heridas de otra vida, casi. Una vida prácticamente olvidada, si no fuera porque, muy de vez en cuando, cuando menos me lo espero, me veo la cicatriz. Y entonces me acuerdo; me acuerdo de sentir dolor en partes del cuerpo que ni siquiera sabía que existían, de las noches oscuras y eternas repasando todos los detalles y preguntándome qué hice mal, qué fue lo que malinterpreté y cómo coño pude pensar que era tan feliz.

Y así estuvimos las dos. Ella lamiéndose las heridas y yo luciendo cicatrices mientras intentaba convencerla, sin éxito, de que no hay mal que dure 100 años.

Ojito con lo que grabas en la cama

Dicen que las armas las carga el diablo, pero este dicho tan famoso como antiguo bien podría aplicarse a las cámaras, ya sean de vídeo, de móvil, digitales o de cualquier tipo. Son muchas las parejas que conozco que, aunque sea una vez, se han grabado practicando sexo de una u otra manera. Les resulta divertido y muy excitante recrearse en ese momento, verse en acción, desde otra perspectiva. Muchos lo utilizan como prolegómeno, a modo de introducción traviesa y prometedora de lo que vendrá después. Para calentar motores, vaya. A otros simplemente les gusta conservarlo como recuerdo.

No obstante, tengo que reconocer que entre la gente de mi entorno son mayoría los que no se han grabado nunca. A las chicas, sobre todo (a las que me rodean, no estoy generalizando), les da cierto reparo. No por moralismo, sino por temor a donde pueda acabar ese material algún día. Porque no nos engañemos, si acabara donde no debe, ellas suelen ser las más perjudicadas, que en este país sigue habiendo mucho machismo y mucho doble rasero. Aunque tampoco es que a ellos les fuera a hacer gracia. En cualquier caso, sería una putada.

Entre las que no tenían estos reparos estaba mi amiga Almudena, que tenía una relación de muchos años con su novio, un tipo con bastante pasta al que volvían loco las cámaras, los equipos de música de alta fidelidad y todo ese rollo. Cuando llevaban solo unos meses saliendo él le sugirió grabar uno de sus encuentros; ella aceptó y desde entonces se convirtió en una práctica habitual entre ellos. Nunca hubo ningún problema y, con el paso de los años, se hicieron con una buena colección. Con pelucas, sin ellas, con disfraces, con juguetitos…

Grabar sexoHasta que un día, Almudena y su chico decidieron romper. Las razones no vienen a cuento, aunque diré que básicamente fue porque ella quería tener hijos y él no. El caso es que fue una ruptura muy civilizada, sin reproches y con mucho cariño. Se repartieron el material como recuerdo, y listos. Una tarde, Almudena se dio cuenta de que aún tenía en la casa de su ex unos papeles que le hacían falta, y como aún conservaba las llaves de la casa que habían compartido, le pidió permiso para ir a recogerlos. Él, que en esos momentos estaba trabajando, no le puso ningún problema.

Todo muy civilizado, como decía antes, solo que ella no estaba preparada para encontrarse en medio del salón un trípode enorme con la cámara que ella conocía tan bien apuntando directamente al sofá. A la pobre le entró un mareo tan grande que tuvo que sentarse en el suelo. Que sí, que ya no estaba con él y podía hacer lo que quisiera, pero es que no había pasado ni un par de meses desde la ruptura. De repente pensó en sus grabaciones y le entró un ataque de pánico, así que entró como una loca en el despacho, arrasó todo el material de los cajones y salió de allí pitando. Nunca más ha querido grabarse con nadie.

Belén, otra amiga, era bastante más modosita. Tanto, que siempre le estábamos dando la tabarra con que tenía que soltarse la melena. Y un día, harta, quiso darle una sorpresa por su cumpleaños a su novio, con el que vivía. Así que se compró lencería sexy y montó un streaptease con coreografía incluida que lo dejó francamente impresionado. Tanto, que quiso inmortalizar el momento, y después de mucho insistir, logró convencerla. La cinta, la única que hicieron, fue a parar a un cajón y allí siguió durante años, los mismos que duró la relación. Porque Belén y su chico también se separaron y ella, lo primero que hizo cuando fue a preparar las cajas y las maletas con sus cosas, fue ir al cajón donde estaba la cinta… salvo que no la encontró.

Presa de otro ataque de pánico llamó corriendo a su ex, que vino corriendo a ayudarla a buscar. Tiraron la casa abajo, pero la maldita cinta no apareció. Y por más vueltas que le daban, ninguno de los dos sabía a dónde narices habría podido ir a parar. Belén no tuvo más remedio que desistir, pero vivía en un sinvivir. A las dos semanas, finalmente su expareja la llamó para tranquilizarla: había dado la cinta por error a un compañero de trabajo con el que había ido de viaje hacía poco, pero el tipo aseguraba que no la había visto aún. De hecho, todavía la tenía en su mesa de trabajo, en un cajón bajo llave. Si era cierto o no, ella nunca lo sabrá, aunque la cinta fue devuelta a su dueña y posteriormente destruida. Otra a la que tampoco le han quedado ganas de volver a grabarse jamás.

Yo, por mi parte, tengo mi propio historial de ridículo cuando, en un viaje a Italia con unas amigas, les di mi cámara de fotos para que vieran todas las que habíamos hecho ese día sin acordarme de que no había borrado el material anterior. Aún se están riendo.

Pasarse media vida siendo ‘la otra’

Llevo todo el día dándole vueltas a la historia de dos mujeres que no se conocen entre sí, pero que tienen mucho en común, más de lo que podrían imaginar. Ambas tienen sesenta y tantos años y las dos tienen varias hijas, ya mayores. Casualidades de la vida, dos de esas hijas, una de cada, abandonaron hace muchos años su Extremadura y su Galicia natal, respectivamente, para buscarse la vida en Madrid, donde se conocieron… y donde me conocieron a mí. Con el tiempo nos hicimos muy amigas y un día, mientras destripábamos a nuestras familias entre copa y copa, descubrimos que la trayectoria vital de sus madres era asombrosamente parecida.

Mujer de pueblo, que se casa joven con su novio de toda la vida y cría varios hijos. Ella limpia la casa y zurce calcetines mientras él trabaja honradamente. Aburrida, se asoma a menudo por la ventana del salón y descubre que desde allí puede ver, a través de un cristal, a uno de los trabajadores del banco de enfrente, que cada mañana a la misma hora se sienta frente a su mesa, en un despacho. Que hombre más guapo, piensa. Y sin que nadie sepa cuándo ni cómo, acaba enamorada de ese señor, a su vez casado y con un hijo, y convertida en su amante.

a00508825 1235La aventura empieza a alargarse; él le promete que dejará a su mujer y ella, confiada, decide poner fin a su matrimonio. Drama familiar, escándalo en el pueblo, habladurías… Podéis imaginaros. Pero el tiempo empieza a pasar y ese momento nunca llega. “Voy a esperar a que mi hija termine el colegio”, le dice. Después del colegio llegó el instituto y luego, la universidad… Hoy la hija del empleado de banco está casada y tiene descendencia. Han pasado más de 20 años y la madre de mi amiga sigue siendo ‘la otra’, aquella con la que se va a tomar el aperitivo a diario, con la que da un paseo un par de veces a la semana y con la que se acuesta los viernes por la tarde, con el tiempo justo para no llegar tarde a cenar en casa con la familia.

La historia de la otra mujer es prácticamente la misma, salvo algún matiz. En este caso se trataba de un vecino. Al principio solo se daban educadamente los buenos días cuando coincidían en el rellano, o esperando el ascensor. Luego ya sabéis, el mismo final repetido tantas veces en tantas historias similares. Salvo que en esta ocasión, para variar, él le acabó confesando que nunca dejaría a su mujer. Aun así, ella optó por separarse de su marido y apostar por una vida de mentiras, de ocultamiento, de estar siempre a la sombra, en un segundo plano. Como cuando al señor le dio un infarto y fingió ser familiar de otra persona para pasearse por el hospital sin levantar sospechas, atenta siempre a cuando se iba su “verdadera” familia para poder visitarlo.

De nada han servido los sermones de sus hijas, que no entienden cómo sus madres han dejado pasar media vida en una relación que no les reconoce nada, de la que no pueden esperar nada, salvo un ratito de compañía. “Han tirado su vida a la basura”, dicen con pena. Y la verdad, por más vueltas que le doy, yo tampoco alcanzo a comprenderlo. “Lo que temo es no enterarme si le pasa algo, no poder cuidarlo. ¿Y si se muere y después de toda una vida ni siquiera puedo ir a su entierro?”, dicen una y otra vez, como una letanía, según mis amigas. Ese es el principal temor de ambas mujeres. Hasta eso tienen en común.

El arte de decir guarradas en la cama

No es que se lo haya preguntado a todo el que conozco, ni mucho menos, pero la gran mayoría de personas con las que sí que lo he hablado coinciden: decir guarradas durante el sexo mola y es una práctica bastante habitual.

El repertorio es tan amplio como el mundo y su alcance depende de muchas cosas: el grado de excitación, de conocimiento de la otra persona, la experiencia, el nivel de intimidad, si se es más o menos tímido, etc. La lista es interminable.

susurros en la camaPero si hay algo de lo que no hay que fiarse en este asunto es del aspecto y las apariencias. Alucinada me he quedado con la sarta de barbaridades que han soltado por esa boquita algunas a las que tenía por auténticas mosquitas muertas. Y resulta que luego, en horizontal, les salía la fiera… Respecto a ellos, exactamente lo mismo.

Entre las chicas, según muchas de ellas admiten, lo más socorrido es recurrir a los comentarios sobre las virtudes del miembro viril de su compañero. Hacer referencia a lo mucho que les gusta el uso que hacen de él es otro de las clásicos, junto a las mil y una formas de pedir “más guerra”, ya sea a modo de orden o de súplica, de grito o de susurro, en plan dominatrix o princesa de cuento. A ellos, por su parte, les encanta oírlo y suelen ser muy descriptivos, tanto en sus peticiones como en sus ofrecimientos.

En cuestión de sexo, y ya metidos en faena, cuanto más explícito se sea, mucho mejor. Decir obscenidades puede ser realmente excitante, pero ojo, si usamos palabras que normalmente no utilizamos o con las que nos sentimos incómodos, puede resultar ridículo y chocante. Y si ese momento llega, el fracaso está asegurado.

Por supuesto, habrá a quien le ponga nervioso/a tanto parloteo o simplemente le resulte escandaloso. A esos les diría que no pasa nada, que sobre gustos no hay nada escrito, pero que un poco de cháchara nunca viene mal. ¿Vosotros sois de los primeros, o más bien de estos últimos?

Cómo estropear una buena cita

Aburrida ya de aguantar a mis amigas, que intentan liarme con todos sus conocidos solteros, acepté la invitación a cenar de uno de ellos, al que había conocido hacía un par de semanas en una fiesta. El tipo era majo, demasiado graciosete para mi gusto, pero tenía buena percha y pensé que bueno, que nada tenía que perder por picar algo, tomar unas copas y ver qué daba de sí la noche.

Todo iba más o menos bien. Ya sabéis, restaurante bonito, sonrisas, intercambio de anécdotas… Los dos pretendiendo ser interesantes y mostrar nuestra mejor cara. La cosa prometía; empecé a sentir curiosidad por algunos aspectos de su vida e incluso llegué a imaginarme con él en la cama… Hasta que su maldito móvil se convirtió en el tercer invitado. Y ya se sabe, la mayoría de las veces, tres acaban por ser multitud.

Lo sacó del bolsillo de la chaqueta con la excusa de que tenía que enviar un mail importante. “Cosas del trabajo”, dijo. Luego ya no volvió a guardarlo, sino que lo dejó encima de la mesa. Mala cosa, pensé. Y no me equivoqué. A partir de ese momento, fue imposible mantener el hilo de cualquier conversación. El tipo miraba la pantallita de las narices cada dos por tres, y como ni siquiera silenció las notificaciones, una lucecita roja y un leve pitido lo avisaba cada vez que recibía un nuevo mensaje de WhatsApp.

tecnología y sexoNo se cortaba lo más mínimo. Leía los mensajes, se descojonaba y respondía. ¡Si hasta me contó un par de chistes que le mandaron sus amigos! Hice serios esfuerzos por ser tolerante y mantenerme educada, pero a medida que avanzaba la cena me iba poniendo de más mala leche. Aproveché un momento en que se levantó para ir al baño (con el móvil, por supuesto) para escribir un mensaje a mi amiga, la que me lo presentó, y darle recuerdos a su madre de mi parte. Y mientras esperaba, me fijé en una pareja que estaba a un par de mesas de la nuestra.

Ella tenía un móvil con una funda rosa con orejas de conejito, y parecía estar escribiendo algo; él hablaba con alguien a través del suyo. Ambos llevaban la misma alianza, y de verdad que llegué a contar hasta 10 minutos, los que tardó en volver el imbécil de mi acompañante, sin que se dirigieran ni una sola palabra. “Perdona, es que me han llamado y he salido un momento a hablar”, se disculpó mi compañero de cena cuando volvió. Ni postre pedí. La cuenta, un bostezo y a tomar viento, que una tiene muy poco tiempo libre como para andar perdiéndolo así, a lo tonto.

Mientras volvía a pie a casa, que estaba a un largo paseo de aquel restaurante, me acordé de mi amiga Vera y de su novio. Resulta que ella quiere poner una tele en el dormitorio porque dice que está harta de quedarse dormida en el sofá (son dos frikis del cine y de las series americanas) y que luego, cuando se levanta para irse a la cama, tarda mucho en volver a coger el sueño. Su chico dice que por encima de su cadáver, que la cama es para follar o para dormir, y que en la habitación de ambos, que él considera casi un santuario, no quiere ni un aparato que pueda restarles atención al uno del otro. Ella refunfuña con la boca pequeña, pero en el fondo está encantada. No hay más que verle la cara. Suerte que tienen algunas…

Decir por error el nombre de tu ex, un lapsus inoportuno que a veces sale caro

A quién no le ha pasado. En una discusión, en una cena, en una conversación cualquiera… Decir el nombre de tu ex por equivocación resulta siempre, cuanto menos, inoportuno, pero dependiendo del momento en cuestión puede quedarse en un simple aunque embarazoso lapsus, o provocar auténticos quebraderos de cabeza con tu nueva pareja.

Personalmente, creo que no hay que darle demasiada importancia. Es normal, cuando has pasado un tiempo con una persona, que la tengas asociada a determinadas situaciones y que, cuando esas situaciones vuelven a darse, aunque sea con alguien distinto, te venga a la mente la persona anterior de forma casi mecánica. Es algo que suele pasar al principio de las nuevas relaciones. No es que haga gracia, desde luego, pero hay que ser comprensivos.

pareja enfadadaLo habitual es que esto se vaya diluyendo con el tiempo hasta acabar desapareciendo. Sin embargo, a veces no es así, se convierte en algo recurrente y que persiste y es entonces cuando el personal empieza a mosquearse. Y con razón. Me tengo por alguien razonable, pero si después de un año mi novio me siguiera llamando por el nombre de su ex cada dos por tres, o me daría un telele o lo mandaría a tomar viento. Eso, o que fuera al psicoanalista, que por algo le daba Freud tanta importancia a esto que él denominó actos fallidos (aquellos en los que se manifiesta una forma de expresión distinta e incluso contraria a la intención originaria).

Tengo un amigo con una novia estupenda con la que lleva cinco o seis años. Su caso es peculiar, porque no la llama erróneamente cuando se dirige directamente a ella, sino cuando habla de ella a otras personas. Muchas veces, en esas ocasiones, utiliza el nombre de su anterior pareja, y le sale tan natural que casi nunca es consciente del error. Eso, o finge muy bien, porque nunca se corrige. Quizás la explicación esté en que mantiene el contacto con la ex, con la que tiene una relación cordial carente de peligro. Aun así, la persistencia de su freudiano desliz tantos años después me da que pensar.

El caso de otra amiga es mucho peor. Tanto, que acabó en ruptura. Porque la chica, que nunca consiguió quitarse del todo de la cabeza a un antiguo amor de juventud, no pudo evitar gritar el nombre del susodicho en pleno lance amatorio con quien entonces era su pareja. “Me quise morir”, me contó entonces. Pero no había marcha atrás. Ella se agobió muchísimo, no entendía por qué había ocurrido, llevaba un par de años sin hablar ni saber nada del otro y aun así, su nombre le brotaba de la garganta. Su novio se volvió loco de celos y, tras meses de tormentosas peleas, lo acabaron dejando. Añadiré a modo de epílogo que, años después, se encontró en un bar a su amor adolescente y desde entonces, no han vuelto a separarse.