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‘Versos del retour d’âge’, de Josep Pla (1897 – 1981)

La poesía tiene una cosa molesta:
la rima, la musiquilla,
la música externa,
la persistente y pesada musiquilla.
Recitada en público,
es tan afectada que no se puede aguantar.
Si es larga,
su monotonía es pedantesca.
Los viejos orientales,
que, por ser tan refinados,
tenían sentido del ridículo,
escribieron cortísimo.
La vida parece larga,
los instantes tienen una fugacidad
terrible.
Pretender que el entramado de la vida
quepa en un alejandrino
es pura necedad,
pueril, temeraria y grotesca.
La expresión, las lenguas,
tienen un espíritu habitual
para comer, beber, sufrir
e ir tirando.
y un espíritu más ambicioso
que observa y medita
y aproxima as cosas que llegan
a los sentidos imprecisos.
Disparas sobre un vuelo de pájaros
y apenas alcanzas a uno.
esta es la grande,
prodigiosa, insatisfactoria poesía.
Dentro de la limitación infranqueable de la vida
la poesía es una actividad mental
que tiene cierto relieve.
Ya lo escribió Rainer María Rilke:
la poesía es experiencia;
y Wordsworth: la poesía es una emoción
recordada en la calma.
Escríbanla astutamente. No se desquicien.
la inspiración no sirve para nada.
Los hombres y las mujeres pueden llegar, como máximo,
a establecer comparaciones,
a imitar vagamente,
a arrimarse, a acercarse,
como decía los antiguos.


Pero a él el entramado le cabe, y sin alejandrinos. Quien conozca mucho a Pla no se sorprenderá de lo de hoy; quien lo conozca menos pensará en una traición (o un fake, como se llama ahora a lo que él hacía con impudicia y justificación); quien no lo conozca en absoluto pensará menudo viejo saturado de hiel.

(Hablar de una devoción sin parecer cretino. Exponerte al juicio del gusto ajeno con las cartas todas levantadas. Cómo no recordar a los que lo dijeron antes y mejor, con menos y más justas palabras.)

En La precaria y habitual poesía, el puñado de poemas que el anciano Pla hace creer que se avergüenza de incluir en Notas para Sílvia, hay dos breves referencias en prosa, una al comienzo y otra al final. Vienen a decir lo mismo con idéntica melancólica certeza, pero elijo la final: «Y estos son los versos del retour d’âge -como dicen los franceses-. No tienen ninguna importancia. Son malos. No tienen ni pies ni cabeza. Lo único que puede justificarlos es que hayan sido escritos muy tarde en la vida, cuando empieza el crepúsculo de la existencia, cuando a uno le invaden aquellas maravillosas ganas de dormir y todo le parece -el bien y el mal- intercambiable e indiferente».

(De alguna forma, esto de Pla se parece bastante a aquello otro de Gombrowicz, sólo que usando muchas menos palabras.)

NOTA: Todo, poesía y prosa, en la preciosa traducción de Xavier Pericay.

IMAGEN: Mas Pla. Llofriu, años 70. © Francesc Català-Roca. Fundació Josep Pla.

Nacho S. (@nemosegu)

‘Toko-Waly’, de Leopold Sedar Senghor (1906 – 2001)

Toko-Waly tío mío, ¿te acuerdas de las noches de antaño

¿Cuando pesaba mi cabeza en tu paciente espalda?

¿O dándome la mano, tu mano me guiaba por tinieblas y signos?

Los campos son flores de gusanos relucientes; las estrellas se posan

En la hierba en los árboles.

El silencio alrededor

Sólo el runruneo del perfume de los matorrales, colmenas

De abeja que dominan la endeble vibración de los grillos.

El tam-tam velado, de la respiración a lo lejos de la noche.

Tú Toko-waly, tú escuchas lo inaudible

Y me explicas los signos de los antepasados en la serenidad marina

De las constelaciones

El Toro, el Escorpión, el Leopardo, el Elefante, los peces familiares

Y la pompa láctea de los Espíritus por el cerco celeste

Que nunca termina

Pero he ahí la inteligencia de la diosa Luna y

Los velos de las tinieblas caen.

Noche de África, mi noche negra, mística y clara, negra y brillante

Tú reposas con la tierra misma, tú eres la tierra y las colinas armoniosas.

¡Oh, belleza clásica que no es ángulo, sino línea elástica elegante esbelta!

¡Oh, rostro clásico desde la frente combada hasta el bosque de aromas

Y los grandes ojos oblicuos hasta la bahía graciosa del mentón

Y el impulso fogoso de las colinas gemelas!

¡Oh, curvas de dulzura, rostro melodioso!

¡Oh, mi Leona, mi Belleza negra, mi Noche negra, mi Negra, mi Desnuda!

¡Ah!, cuantas veces has hecho latir mi corazón como el

Leopardo indómito en su estrecha jaula

Noche que me libera de las razones, de los salones, de los sofismas,

De las piruetas, de los pretextos, de los odios calculados,

De las matanzas humanizada,

Noche que funde todas mis contradicciones, todas las contradicciones

En la unidad de la primera negritud.

Tras Aimé Césaire, el senegalés Leopold Sedar Senghor es el poeta de la negritud más recordado. Fundó junto con Césaire la influyente y efímera revista El estudiante negro en París y fue el editor de la Antología de la nueva poesía negra y malgache, prologada por el semidiós Sartre.

Senghor era un africano afrancesado, estudiante de élite de la Sorbona, culto, esteta y refinado. Pero Senghor también era un luchador por la causa del continente negro. Llegó a ser el primer presidente de Senegal pero sobre todo fue un escritor mestizo (clásico en la forma, revolucionario en el fondo), comprometido con la emancipación radical de la humanidad sometida al juicio racista.

La negritud, como la define Publio Mondéjar en un exquisito y raro librito publicado en los años setenta, se puede definir como la «crítica del racionalismo europeo, la necesidad de encontrar una personalidad original y el rechazo del capitalismo colonial».

Más de medio siglo después de aquellos pioneros, es fácil juzgar sus deficiencias, sobre todo en lo que atañe a la calidad de los poemas (fueron los mismos herederos de la negritud los que acusaron al movimiento de estereotipado), pero cada vez estoy más convencido de que las críticas severas de los orígenes explican menos del pasado que del presente.

Nacho S. (@nemosegu)

‘Sobre mojado’, de Jorge Valdés Díaz-Vélez (1955)

Dame un poco de ti, llena mi copa
Con la lluvia que ayer tocó tu pelo,
Hilos de manantial, gotas de mayo
En la oscura pureza de su forma.
Deja que me acaricie la garganta
Y esclarezca la voz para nombrarte
Su cauce presuroso, el mar o el río
Resonando hacia el fin. Escanciaré
El fondo de cristal con los destellos
Del líquido que amolda su deleite.
En la orilla la sed serán los labios
Nocturnos animales que celebren
El correr bermellón de nuestra sangre
Un hálito del bosque a flor de agua.

Hay un bar mexicano en Madrid que se llama -en singular- como el título del poemario de Jorge Valdés Díaz-Vélez que incluye esta sonatina de borracho ilustrado que os traigo hoy.

Él, que vive en España y que es diplomático (en Latinoamérica, la carrera diplomática es un camino hacia la poesía mucho más sensato que estudiar cinco años de filología), seguramente no lo conozca.

De conocerlo habría reservado un trocito de su fresco brumoso de alta graduación para ese rincón recoleto de la calle Espíritu Santo, entre el cóctel zafarí que se debe beber en ausencia de pudor y el equipo perenne de viejitos que se gasta la tarde en brindar y mezclar fichas.

IMAGEN: Azteca21

Nacho S. (@nemosegu)

‘Microfracturas’, de Carlo Bordini (1938)

La idea de la catástrofe, una catástrofe silenciosa,
advertida apenas, pero inevitable.
O bien las microfracturas psíquicas,
las microfracturas de un alma.
Mi alma está llena de
microfracturas. Son los pequeños traumas escondidos,
olvidados, que vuelven cada tanto, cuando el alma está esforzándose,
cuando no te das cuenta. Adentro estoy todo desmoronado. No me doy cuenta,
pero estoy. A lo mejor cuando cuando cruzas la calle y un ruido te estremece,
cuando tiemblas al oír un nombre, cuando
te viene un ataque imprevisto de inseguridad. Las microfracturas
son las llamadas telefónicas y las citas que te ponen los nervios de punta,
de repente,
ir a un cuarto y preguntarse: qué vine a hacer aquí,
etc. etc.
toda una lista de nerviosismos, de sobresaltos, de las cosas que te hieren,
y las pequeñeces que ponen nervioso, etc. etc.
y el cerebro que funciona demasiado.

Había reservado para hoy uno de los pocos instantes de actualidad permitidos a la poesía: la muerte de un poeta. Del poeta Edoardo Sanguinetti, que hace poco estuvo aquí en España, en Córdoba, y que a mí me gustaba porque seguía hablando de conciencia de clase pese a todo, incluso -y esto es lo maravilloso y lo poético- pese a la evidencia. Aquí están las necrológicas (una, dos y tres) y una ultimísima entrevista, donde se seguía definiendo como un “político dado a la poesía”. Un materialista histórico intacto a pesar de los surcos.

Pero mientras buscaba una poesía suya, dado que no tengo ninguna a mano, topé con esta otra de un compatriota, Carlo Bordini, que ni se ha muerto ni conocía. Me atraen los poetas tardíos, y Bordini al parecer lo es. Solo un poco más joven de lo que era Sanguinetti, empezó a escribir poesía en los noventa, con casi 60 años. Tiene un poema magnífico dedicado a Magritte, pero me quedo con este Microfracturas y con la lección oliversacksiana de su último verso. Sanguinetti para otro momento.

NOTA: Traducido del italiano por Martha Canfield.

IMAGEN: www.casadellapoesia.org

Nacho S. (@nemosegu)

‘De doctrina’, de Miguel García Posada (1944)

Descartados ya todos los afectos,

Abandonada toda cortesía,

No esperar comprensión ni tolerancia,

Ni clase alguna de misericordia;

Ventear bien despierto las insidias,

La deslealtad, la astucia, las traiciones;

Estar siempre dispuesto a abrirle al juez

De par en par las puertas de tu casa:

Observar en silencio, resignado

Cómo se lleva todos tus despojos.

El libro que incluye este poema ganó hace un par años uno de los premios de poesía más jugosos. Sé que es más fácil moverse a golpe de galardones y honores que de gustos personales a contracorriente de lo dictado por –escribir aquí lo que proceda-. El miedo a no acertar con el juicio que se espera de uno suele matar la visión original y propia. A menudo me ha pasado, aunque procuro rebelarme contra la pereza y mi falta de talento para decir lo que pienso.

Eso intento hoy. Inclemencias está demasiado del lado del bien. La ética de la convicción formulada lírica y retrospectivamente me deja un poco frío. Pero también Inclemencias, algunos de sus poemas y versos, tiene la rara virtud de estar en el mundo, de cantarlo con sus armas («edad de los engaños y de las burdas máscaras») y de resignarse a su inevitable triunfo («me vencerás, edad del atropello»).

Nacho S. (@nemosegu)

‘Estar solo’, de Paul Auster (1947)

Está solo. Y desde el instante en que empieza a

respirar,

no está en ningún sitio. Muerte plural, nacida

en las mandíbulas de lo singular,

y la palabra que construiría un muro

a partir de la piedra más interna

de la vida.

Por cada cosa de la que habla

él no es,

y a pesar de sí mismo,

dice yo, como si también él empezara

a vivir en todos los otros

que no son. Pues la ciudad es monstruosa,

y su boca no experimenta

ninguna cuestión

que no devore la palabra

de uno mismo.

Por lo tanto, están los muchos,

y todas esas numerosas vidas

talladas en las piedras

de un muro,

y quien empiece a respirar

aprenderá que no hay dónde ir

excepto aquí.

Por lo tanto, él empieza de nuevo

como si fuera la última vez

que respirase.

Pues no hay más tiempo. Y es el final del tiempo

lo que empieza.

Paul Auster sigue considerándose poeta. Simbólicamente poeta. El oficio lo dejó a finales de los setenta. Una crisis. Tras un año sin escribir una línea, se reconcilió en prosa con la literatura.

«Mi manera de aproximarme al lenguaje es la propia de un poeta», dice Auster. Tercos silencios cargados de significados. Indagación formal. Disquisiciones cercanas a lo metafísico. Según el traductor al castellano de sus primeros poemas, el también poeta Jordi Doce, Auster vivió su salto a la prosa como «una epifanía».

Aseguran los que han leído sus novelas y también sus poesías (yo sólo he leído éstas, así que no puedo opinar) que las últimas son como píldoras que contienen los temas y el estilo de las primeras. No sé qué opinión tendréis aquellos de vosotros que conozcáis ambas.

NOTA: Versión Gabriel Pinciroli y Marisa Acosta, Ediciones SIC, 2002

NOTA 2: El libro de poesías de Auster traducido por Jordi Doce es Desapariciones, una recopilación de su poesía entre los años 1970 y 1979, editada por Pretextos.

Nacho S. (@nemosegu)



‘Sonatina burocrática’, de Erik Satie (1866 – 1925)

ALLEGRO

Ya ha salido.

Va alegremente a su despacho ‘gavilándose’.

Mueve la cabeza contento.

Le gusta una guapa dama muy elegante.

También le gustan su portaplumas,

Sus mangas de lustrina verde y su gorrito chino.

Da grandes zancadas:

Se precipita a las escaleras que sube a cuestas.

¡Qué ventolera!

Sentado en su sillón

Está feliz y lo demuestra.

ANDANTE

Reflexiona sobre su ascenso.

Tal vez obtenga un aumento

Sin necesidad de ascender.

Cuenta con trasladarse el próximo trimestre.

Ha echado el ojo a un piso.

¡Ojalá ascienda o aumente!

Nuevo sueño sobre el aumento.

VIVACA

Canturrea un viejo aire peruano

Que ha recogido en la baja Bretaña de un sordomudo.

Un piano vecino toca una pieza de Clémenti.

Qué triste es todo esto

El piano reanuda su ejecución.

Nuestro amigo se interroga con benevolencia.

El frío aire peruano se le sube a la cabeza

El piano continúa

Lástima, tiene que abandonar su despacho, su bonito despacho.

Ánimo, vámonos, dice.

Érase un tipo extravagante en una época extravagante; un tipo que juzga oportuno añadir una ‘k’ a su apellido para subrayar su ascendencia normanda; que abandona el conservatorio sin haber obtenido ni un mísero diploma; que se llama a sí mismo «compositor de cabeza de madera»; que prohíbe expresamente recitar en voz alta los burlescos textos que escribe para sus composiciones.

Érase un excéntrico que funda una iglesia con himno pero sin fieles; que inventa una música –de mobiliario– para ser tocada sin que nadie la escuche; que practica deliberadamente la vida de privaciones de un asceta. Es Erik Satie, el más inclasificable de los compositores, el amigo de los dadaístas, los cubistas y demás istas; de Man Ray, quien dijo de él que era el «único músico con ojos».

Los Cuadernos de un mamífero son los apuntes al natural de toda su vida. Ahí están, fruto de su fértil imaginación, los textitos con los que ilustraba los manuscritos de sus composiciones musicales. Composiciones satíricas, infantiles, surrealistas… He elegido esta deliciosa Sonatina burocrática, una «broma pequeña», según el guasón de Satie. Leerla y escucharla al mismo tiempo, como he hecho yo mientras escribía este post, es toda una experiencia liberadora.

IMAGEN: Retrato a lápiz de Erik Satie pintado por Picasso.

NOTA: Traducción del francés por Mª Carmen Llerena para la editorial Acantilado.

Nacho S. (nemosegu)






‘En la variedad está el gusto’, de José Luis Jover (1946)

Poemas rellenos de trufas

Poemas con dedicatoria del autor

Poemas con lazos (normales o de amistad)

Poemas con pedrería

Poemas en piel y en polipiel

Poemas recargables

Poemas bordados en oro

Poemas con pilas o a la red

Poemas con una capa de crema de pistacho

Poemas envasados al vacío

Poemas con reglaje lumbar

Poemas escarchados

Poemas con peineta

Poemas halógenos

Poemas no retornables

Poemas muy absorbentes, con doble capa

Poemas pilongas

Poemas estreñidos

Poemas castellano-manchegos

Coproemas

Poemas cogidos con redecilla

Poemas alicatados hasta el techo

Poemas básicos y cúbicos

Poemas autistas

Poemas tetrapléjicos

Poemas con vistas al patio interior del domicilio del poeta.

Lo que son las cosas, el día que me la jugué con un peso pesado como Gérard de Nerval no podía imaginar que su traductor al castellano, José Luis Jover, sería alguna vez protagonista del blog. ¡Y qué protagonista! Sutil, socarrón, mínimo… Ya. Corro el peligro de emocionarme demasiado y tapizar esto de adjetivos laudatorios que, al cabo, dirían más de mí que de su obra.

José Luis Jover es un poeta que hace collages y un cartelista que hace poesía (como, recordad, Joan Brossa). Su divisa, y a fe que la cumple, es «siempre sobra algo». Hace poco estuve en una exposición en el MuVIM que recoge buena parte de su producción desde 1996 hasta hoy. Es fantástico comprobar su evolución, desde un surrealismo minimalista hasta un expresionismo urbano y maquinista (personalmente, me quedó con sus últimas series, en especial Parejas de hecho).

Jover asegura que los hallazgos poéticos, ya sea con las palabras o con las imágenes, llegan muchas veces por casualidad, mientras se buscaban otros. Cuesta pensar que sea tan sencillo viendo algunos de sus collages, milimétricamente compuestos para emocionar más allá de la fascinación que produce la tregua momentánea del sentido cotidiano.

NOTA: Os traigo un poema suyo perteneciente al libro A esta baraja le faltan corazones, de 1993. La imagen que ilustra el post es uno de sus collage que más me gustan.

Nacho S. (En Twitter: @nemosegu)





‘En una visita al templo de Chung Chen’, de Yü Hsüan-Chi (Siglo IX)

Las cimas cubiertas de nubes inundan

la vista entre los rayos

del sol primaveral. Sus nombres están

escritos con unos caracteres

preciosos y colocados por orden

de mérito. ¡Cuánto detesto este

vestido de seda que oculta

a una poetisa! Levanto la mano

y leo los nombres, muerta de envidia.

De las canciones de amor cortesanas, entre la inocencia y la nostalgia, a los himnos en honor de las tareas de recolección colectiva. Jade, brillo, flores, lotos y estanques. «En la vida compartimos un solo edredón y en la muerte compartiremos un solo ataúd». Es El barco de las orquídeas, una antología de poetisas chinas que recorre siglos y olvidos.

Su compilador fue aquel agitador cultural llamado Kenneth Rexroth, heterodoxo mentor de los beatniks. En España la obra fue traducida hace un par de años por Carlos Manzano y está publicada en la siempre interesante editorial Gadir.

He seleccionado de entre todas a Yü Hsüan-Chi, poetisa y sacerdotisa taoísta del siglo IX, ejecutada por adulterio y que había sido la esposa de un importante funcionario estatal. El breve poema es una amarga queja por el ostracismo intelectual que sufrían las mujeres artistas en la China imperial.

NOTA: Algo más. Una cancioncilla anónima del siglo XVI que me gusta especialmente:

Una pieza de marfil fósil

con caras y corazones tallados

desde que fue marcada no

ha dejado de rodar hasta ahora.

Nacho S. (En Twitter: @nemosegu)




‘La casa en ruinas’, de Gastón Baquero (1918 – 1997)

Hoy he vuelto a la casa donde un día

mi infancia campesina conociera

el pavor y la extraña melodía

de encontrar otra vez lo que muriera.

Ya nada atemoriza, nada altera

el ritmo de la sangre. Aquí vivía

(cuando era mi vida primavera)

la que a los niños en dioses convertía.

Vacío el caserón, rotas las jarras

que las rosas colmaron de belleza,

en vano vine en busca de mí mismo:

todo es inútil ya, perdidas las amarras,

y vencedoras las ruinas, es la pobreza

la única rosa nacida en el abismo.

Cierta herencia moral de las Luces, hoy -dice Todorov- un tanto olvidada, nos advierte de que los seres cultos no son necesariamente buenos. Gastón Baquero fue un humanista, un «intelectual poderoso» que primero medró en la Cuba de Batista (a pesar de su negritud, su pobreza y su homosexualidad) y que tras la llegada de los barbudos se estableció con razonable desahogo y bienestar en la España de Franco, donde publicó vitriólicas tribunas -‘con pluma cubana‘- en La Vanguardia Española sobre el «vanidoso diabólico» Castro o el «doctor Guevara».

Baquero fue un poeta enorme, luminoso, de una «suntuosa sensualidad», dijo de él una vez María Zambrano. Pero quizá, como han insinuado por ahí quienes llegaron a conocerle, tenía todas las de perder. Su obra, respetada desde muy temprano, cuando aún era integrante del grupo Orígenes, cayó en un largo olvido debido a la antipatía política que el personaje causaba en los escritores de izquierdas, y el discreto entusiasmo que ponía la dictadura en reivindicarla.

Con la Transición, Baquero comenzó a ser más frecuentado por jóvenes poetas y, hasta su muerte, acaecida en una residencia de ancianos de Madrid en 1997, su talla literaria (esa escultura efímera tan difícil de ser tasada) no dejó de aumentar.

IMAGEN: www.penultimosdias.com

Nacho S. (En Twitter: @nemosegu)