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‘Abril florecía’, de Antonio Machado

No sé por qué, pero abril es el mes por antonomasia de la poesía. En realidad sí lo sé, la culpa la tiene la primavera, esplendorosa en esta época del año, perfecta para ensalzar la vida o sumirnos en la nostalgia del recuerdo.

De entre los muchos poetas que han glosado este mágico mes, hoy me quedo con mi querido Antonio Machado (Sevilla, 26 de julio de 1875 – Collioure, Francia, 22 de febrero de 1939) y su ‘Abril florecía’, un delicioso poema que vio luz a finales de enero de 1903 en Soledades, el primer libro del genial escritor andaluz, cuya reducida edición pasó prácticamente desapercibida para el gran público.

Antonio muestra aquí un obsesivo anhelo por lograr la plenitud amorosa, que observa con envidia en la naturaleza esplendorosa que le rodea. El entonces joven poeta, con apenas 28 años y sin trabajo, reflexiona sobre el inexorable paso del tiempo, el abandono de la infancia, la llegada de la juventud, los sueños olvidados, pero también sobre el presentimiento de la muerte.

Más optimistas, disfrutemos hoy de lo poco que todavía nos queda de abril. Aunque les doy un consejo: no lo miren desde la ventana. Salgan al campo. Ese balcón florido de la Naturaleza nos espera repleto de vida, de sensaciones.

Abril florecía

frente a mi ventana.

Entre los jazmines

y las rosas blancas

de un balcón florido,

vi las dos hermanas.

La menor cosía,

la mayor hilaba …

Entre los jazmines

y las rosas blancas,

la más pequeñita,

risueña y rosada

—su aguja en el aire—,

miró a mi ventana.

La mayor seguía

silenciosa y pálida,

el huso en su rueca

que el lino enroscaba.

Abril florecía

frente a mi ventana.

Una clara tarde

la mayor lloraba,

entre los jazmines

y las rosas blancas,

y ante el blanco lino

que en su rueca hilaba.

—¿Qué tienes —le dije—

silenciosa pálida?

Señaló el vestido

que empezó la hermana.

En la negra túnica

la aguja brillaba;

sobre el velo blanco,

el dedal de plata.

Señaló a la tarde

de abril que soñaba,

mientras que se oía

tañer de campanas.

Y en la clara tarde

me enseñó sus lágrimas…

Abril florecía

frente a mi ventana.

Fue otro abril alegre

y otra tarde plácida.

El balcón florido

solitario estaba…

Ni la pequeñita

risueña y rosada,

ni la hermana triste,

silenciosa y pálida,

ni la negra túnica,

ni la toca blanca…

Tan sólo en el huso

el lino giraba

por mano invisible,

y en la oscura sala

la luna del limpio

espejo brillaba…

Entre los jazmines

y las rosas blancas

del balcón florido,

me miré en la clara

luna del espejo

que lejos soñaba…

Abril florecía

frente a mi ventana.

Seleccionado y comentado por César-Javier Palacios.

«Del pasado efímero», de Antonio Machado

Hoy van dos poemas por el precio de uno. No se si don Antonio Machado se refería al mismo señorito/caballero andaluz, pero a mi siempre me pareció que las «Coplas a la muerte de don Guido» era continuación natural de su gran poema «Del pasado efímero».

Hubo un tiempo en que supe recitar ambos poemas de memoria y, al poco, acababa mezclando los versos de uno con los del otro.

En los años 60 (¿febrero 1965?), participé en la organización clandestina de los «Paseos con Antonio Machado» en Baeza. Ibamos a colocar allí una cabeza del poeta, realizada en bronce por el escultor Pablo Serrano. La Guardia Civil y la Policía Nacional (entonces, «los grises«) nos disolvieron a palos.

No hubo forma de colocar al escultura. Sin embargo, recuerdo muy bien que, entre los premios que dabamos en la rifa para recaudar fondos para aquel homenaje poético/político, había una reproducción del Guernica de Picasso (para colocar sobre el sofá del tresillo), un libro sobre «La segunda resitencia» y un disco maravilloso (que perdí y aún ando buscando) de poemas de Machado , recitados por (¡agárrense!) nada menos que Fernando Rey, Paco Rabal y Fernando Fernán Gómez y con una portada de Miró.

Me encantaría recuperar aquellos poemas machadianos en esas voces que tanto añoro. Uno de esos poemas seleccionados era, precisamente, ésta obra magistral:

«Del pasado efímero»

Este hombre del casino provinciano

que vio a Carancha recibir un día,

tiene mustia la tez, el pelo cano,

ojos velados de melancolía;

bajo el bigote gris, labios de hastío,

y una triste expresión que no es tristeza,

sino algo más o menos: el vacío

del mundo en la oquedad de su cabeza.

Aun luce de corinto terciopelo

chaqueta y pantalón abotinado,

y un cordobés color de caramelo,

pulido y torneado.

Tres veces heredó; tres ha perdido

al monte su caudal; dos ha enviudado.

Sólo se anima ante el azar prohibido,

sobre el verde tapete reclinado,

o al evocar la tarde un torero,

o la suerte un tahúr, o si alguna cuenta

la hazaña de un gallardo bandolero,

o la proeza de un matón, sangrienta.

Bosteza de política banales

dicterios al Gobierno reaccionario,

y augura que vendrán los liberales,

cual torna la cigüeña al campanario.

Un poco labrador, del cielo aguarda

y al cielo teme; alguna vez suspira,

pensando en su olivar, y al cielo mira

con ojo inquieto, si la lluvia tarda.

Lo demás, taciturno, hipocondríaco,

prisionero en la Arcadia del presente,

le aburre; sólo el humo del tabaco

simula algunas sombras en su frente.

Este hombre no es de ayer ni es de mañana,

sino de nunca; de la cepa hispana

no es el fruto maduro ni podrido,

es una fruta vana

de aquella España que pasó y no ha sido,

esa que hoy tiene la cabeza cana.

—-

«Coplas a la muerte de don Guido»,

de Antonio Machado

Al fin, una pulmonía

mató a don Guido, y están

las campanas todo el día

doblando por él: ¡din-dan!

Murió don Guido, un señor

de mozo muy jaranero,

muy galán y algo torero;

de viejo, gran rezador.

Dicen que tuvo un serrallo

este señor de Sevilla;

que era diestro

en manejar el caballo

y un maestro

en refrescar manzanilla.

Cuando mermó su riqueza,

era su monomanía

pensar que pensar debía

en asentar la cabeza.

Y asentóla

de una manera española,

que fue casarse con una

doncella de gran fortuna;

y repintar sus blasones,

hablar de las tradiciones

de su casa,

escándalos y amoríos

poner tasa,

sordina a sus desvaríos.

Gran pagano,

se hizo hermano

de una santa cofradía;

el Jueves Santo salía,

llevando un cirio en la mano

—¡aquel trueno!—,

vestido de nazareno.

Hoy nos dice la campana

que han de llevarse mañana

al buen don Guido, muy serio,

camino del cementerio.

Buen don Guido, ya eres ido

y para siempre jamás…

Alguien dirá: ¿Qué dejaste?

Yo pregunto: ¿Qué llevaste

al mundo donde hoy estás?

¿Tu amor a los alamares

y a las sedas y a los oros,

y a la sangre de los toros

y al humo de los altares?

Buen don Guido y equipaje,

¡buen viaje!…

El acá

y el allá,

caballero,

se ve en tu rostro marchito,

lo infinito:

cero, cero.

¡Oh las enjutas mejillas,

amarillas,

y los párpados de cera,

y la fina calavera

en la almohada del lecho!

¡Oh fin de una aristocracia!

La barba canosa y lacia

sobre el pecho;

metido en tosco sayal,

las yertas manos en cruz,

¡tan formal!

el caballero andaluz.

Seleccionados y comentados por José A. Martínez Soler

‘La plaza tiene una torre’, de Antonio Machado

Un sencillo poema de Antonio Machado, un romance del Cancionero Apócrifo. Los viejos profesores nos lo ponían hace siglos como ejemplo del encabalgamiento de versos, con el final de cada uno marcando el arranque del siguiente. Tiene esa belleza sencilla que caracteriza a muchos poemas de Machado:

«La plaza tiene una torre,

la torre tiene un balcón,

el balcón tiene una dama,

la dama una blanca flor.

Ha pasado un caballero

-¡quién sabe por qué pasó!-

y se ha llevado la plaza,

con su torre y su balcón,

con su balcón y su dama,

su dama y su blanca flor».

Si lo lees un par de veces, acabarás memorizándolo y te pasará como a mí: que lo recordarás cada vez que llegues a un pequeño pueblo con una torre en la plaza. A los niños les encanta, prueba a recitárselo a alguno…

Seleccionado y comentado por Arsenio Escolar.

‘Parábolas (I)’, de Antonio Machado


Era un niño que soñaba

un caballo de cartón.

Abrió los ojos el niño

y el caballito no vio.

Con un caballito blanco

el niño volvió a soñar;

y por la crin lo cogía…

¡Ahora no te escaparás!

Apenas lo hubo cogido,

el niño se despertó.

Tenía el puño cerrado.

¡El caballito voló!

Quedóse el niño muy serio

pensando que no es verdad

un caballito soñado.

Y ya no volvió a soñar.

Pero el niño se hizo mozo

y el mozo tuvo un amor,

y a su amada le decía:

¿Tú eres de verdad o no?

Cuando el mozo se hizo viejo

pensaba: Todo es soñar,

el caballito soñado

y el caballo de verdad.

Y cuando vino la muerte,

el viejo a su corazón

preguntaba: ¿Tú eres sueño?

¡Quién sabe si despertó!

Incluido en Campos de Castilla (1907-1917), este poema de Antonio Machado recoge con una delicadeza y sencillez extraordinarias dos temas recurrentes en la poesía universal: el paso del tiempo y la naturaleza de la realidad. ¿Es real lo que vivimos o sólo lo estamos imaginando?

Me trae fantásticos recuerdos de mi infancia, aunque entonces para mí era sólo una canción que me cantaba en voz muy bajita mi tío Jordi. ¿O tal vez lo soñé?

Aquí podéis escuchar la versión de Paco Ibáñez:

Seleccionado y comentado por Virginia P. Alonso

‘A un olmo seco’, de Antonio Machado

Al olmo viejo, hendido por el rayo

y en su mitad podrido,

con las lluvias de abril y el sol de mayo

algunas hojas verdes le han salido.

¡El olmo centenario en la colina

que lame el Duero! Un musgo amarillento

le mancha la corteza blanquecina

al tronco carcomido y polvoriento.

No será, cual los álamos cantores

que guardan el camino y la ribera,

habitado de pardos ruiseñores.

Ejército de hormigas en hilera

va trepando por él, y en sus entrañas

urden sus telas grises las arañas.

Antes que te derribe, olmo del Duero,

con su hacha el leñador, y el carpintero

te convierta en melena de campana,

lanza de carro o yugo de carreta;

antes que rojo en el hogar, mañana,

ardas en alguna mísera caseta,

al borde de un camino;

antes que te descuaje un torbellino

y tronche el soplo de las sierras blancas;

antes que el río hasta la mar te empuje

por valles y barrancas,

olmo, quiero anotar en mi cartera

la gracia de tu rama verdecida.

Mi corazón espera

también, hacia la luz y hacia la vida,

otro milagro de la primavera.

No he visto mejor canto vital a la esperanza y al optimismo que el que subyace en este poema de don Antonio Machado.

La esencia está concentrada en este simple verso:

«…algunas hojas verdes le han salido».

Cada vez que me enfrento a este poema tan balsámico -y tan recomendable en tiempos de crisis- recuerdo una anédota que me contó mi hermana Isabel cuando era maestra de secundaria.

Tenía un alumno adolescente con muchos problemas (además de los propios de su edad, que no son pocos). Se sentía despreciado por su familia, por sus profesores, por sus compañeros. Estaba destrozado y deprimido. En una tutoría, mi hermana le alargó un folio con este poema y le pidió que lo leyera en silencio.

Cuando el niño (un olmo aún joven) llegó a estos versos finales:

Mi corazón espera

también, hacia la luz y hacia la vida,

otro milagro de la primavera.

se le saltaron las lágrimas.

Más tarde, le dijo a mi hermana que ese poema «A un olmo seco» le había cambiado su vida. El milagro machadiano se produjo, y aquel chico es hoy lo que se dice un hombre de provecho.

¡Para que luego digan que la poesía no hace milagros!.

Seleccionado y comentado por José A. Martínez Soler

«Si el hombre pudiera decir lo que ama», de Luis Cernuda


Si el hombre pudiera decir lo que ama,

si el hombre pudiera levantar su amor por el cielo

como una nube en la luz;

si como muros que se derrumban,

para saludar la verdad erguida en medio,

pudiera derrumbar su cuerpo,

dejando sólo la verdad de su amor,

la verdad de sí mismo,

que no se llama gloria, fortuna o ambición,

sino amor o deseo,

yo sería aquel que imaginaba;

aquel que con su lengua, sus ojos y sus manos

proclama ante los hombres la verdad ignorada,

la verdad de su amor verdadero.

Libertad no conozco sino la libertad de estar preso en alguien

cuyo nombre no puedo oír sin escalofrío;

alguien por quien me olvido de esta existencia mezquina

por quien el día y la noche son para mí lo que quiera,

y mi cuerpo y espíritu flotan en su cuerpo y espíritu

como leños perdidos que el mar anega o levanta

libremente, con la libertad del amor,

la única libertad que me exalta,

la única libertad por que muero.

Tú justificas mi existencia:

si no te conozco, no he vivido;

si muero sin conocerte, no muero, porque no he vivido.

Este es uno de mis 15 poemas favoritos. Hace años, los copié a mano en un cuaderno y se lo cambié a mi hijo menor, David, por un CD con sus 15 canciones preferidas.

Cernuda tiene aquí dos versos que me producen escalofrios y que os recomiendo para rebotar de cualquier recaida depresiva:

1.-

«Libertad no conozco sino la libertad de estar preso en alguien»

Me recuerda una de las expresiones amorosas, casi mísicas, más profundas de nuestra literatura, que encontré en La Celestina. Calixto, enamorado de Melibea, confiesa:

«Melibeo soy»

Se puede decir más alto, pero no más claro.

2.-

«… si muero sin conocerte, no muero, porque no he vivido»

Cernuda supera aquí, en carne viva, al verso místico «que muero porque no muero».

También me recuerda a don Antonio Machado cuando escribe de Soria:

«…donde nací, no a la vida, sino al amor, cerca del Duero».

«Si el hombre pudiera decir lo que ama» es uno de esos poemas plenos que nos descolocan y que, en los peores momentos, nos ayudan a perdonarnos la vida.

Creo que es el mejor poema de Cernuda y uno de los mejores poemas de amor de la Literatura española.

Seleccionado y comentado por José A. Martínez Soler