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‘¿Qué he visto pues en Italia?’, de John Hervey (1696 – 1743)

¿Qué he visto pues en Italia?

Orgullo, astucia y pobreza,

grandes cumplidos, poca nobleza,

y mucha ceremonia;

la extravagante comedia

que a menudo la Inquisición

quiere que se llame religión,

pero que aquí llamamos locura.

La naturaleza vanamente bienhechora,

quiere enriquecer esos lugares encantadores;

La mano asoladora de los curas

ahoga sus más hermosos presentes.

Los monseñores, supuestamente grandes,

solos en sus palacios magníficos,

son ilustres haraganes,

sin dinero y sin criados.

En cuanto a los pequeños, sin libertad,

mártires del yugo que les domina,

han hecho voto de pobreza,

rezando a Dios por puro ocio

y ayunando siempre por escasez.

Estos hermosos lugares, benditos por el Papa,

parecen habitados por diablos,

y sus miserables habitantes

están condenados al paraíso.

Decía Voltaire, el introductor de este poema del aristócrata John Hervey en la Francia ilustrada, que cada vez que se lee un texto traducido se debería de recordar que éste no es más que una débil estampa de un bello cuadro. Una opinión que, con matices, es la mayoritaria (todavía) hoy mismo.

Las Cartas filosóficas fueron uno de los aldabonazos más sonados del ya de por sí vehemente filósofo de las Luces. Impregnado del empirismo inglés y del funcionamiento armónico de sus instituciones políticas, Voltaire escribió a su vuelta del país vecino una serie de encomiables retratos de sus grandes hombres (Locke, Pope, Newton) que llegaron a sentar tan mal en París que acabaron siendo quemados públicamente por orden del Parlamento.

En una de esas cartas, la dedicada «a los hombres que cultivan las letras», aparece el poema de Hervey. En la misiva, el díscolo habitante de Ferney hace una defensa amable de la cultura y la libertad inglesas al tiempo que lanza una aguda pulla a sus compatriotas de los cenáculos parisienses: «Quizá dentro de poco vuelva la moda de pensar: no tiene más que quererlo un rey».

El poema fue traducido al francés y publicado por Voltaire con una indisimulada satisfacción anticlerical. Pero, aunque le philosophe alaba los versos por su «fuerza y buen humor», se distancia cucamente de su ‘hereje’ autor con el argumento de que «un traductor no debe responder a los sentimientos de su autor«. A mí el poema, sin ser una maravilla me hace muchísima gracia, supongo que por su -en el fondo- humorismo tan típicamente british.

NOTA: Traducción del inglés al francés de Voltaire, y del francés al castellano de Fernando Savater.

Seleccionado y comentado por Nacho Segurado (en Twitter: http://twitter.com/nemosegu.)



‘Soy un mundo en pequeño…’, de John Donne (1572 – 1631)

Soy un mundo en pequeño hábilmente tejido

de materia y de espíritu que es de origen angélico,

pero el negro pecado hunde en la noche eterna

de mi mundo ambas partes, y ambas deben morir.

Los que habéis encontrado más allá de altos cielos

nuevos orbes, pudiendo describir nuevas tierras,

derramad nuevos mares en mis ojos, y así

que se ahogue mi mundo con mi llanto, o lo lave

si no está destinado a sufrir un naufragio.

¡Pero no, que ha de arder! Hasta ahora las llamas

de lujuria y de envidia lo han quemado y lo han hecho

aún más ruin. Haz, Señor, que este fuego se apague,

y que yo arda por Ti y tu casa con celo

encendido que sana y consume a la vez.

ORIGINAL EN INGLÉS

I am a little world made cunningly

Of elements and an angelic sprite,

But black sin hath betray’d to endless night

My world’s both parts, and oh both parts must die.

You which beyond that heaven which was most high

Have found new spheres, and of new lands can write,

Pour new seas in mine eyes, that so I might

Drown my world with my weeping earnestly,

Or wash it, if it must be drown’d no more.

But oh it must be burnt; alas the fire

Of lust and envy have burnt it heretofore,

And made it fouler; let their flames retire,

And burn me O Lord, with a fiery zeal

Of thee and thy house, which doth in eating heal.

Su verso más justamente citado, «No man is an island«, es una divisa vital muy parecida a aquel «Soy hombre, a ningún otro hombre estimo extraño», con que Unamuno –tan metafísicamente parecido a John Donne, aunque más circunspecto- comenzó El sentimiento trágico de la vida. En el mismo poema, el inglés también decía: «Each man’s death diminishes me». Y por eso, aunque no sólo por eso, la obra de Donne ha sido un espejo constante para algunos de los mejores escritores del siglo XX, como W. H. Auden o Robert Lowell.

Una definición canónica de la imaginativa poesía de John Donne bien puede ser ésta que ofrece la Academy of American Poets: «Los Poetas Metafísicos son conocidos por su habilidad para sobrecoger al lector y suscitar en él nuevas dimensiones a través de imágenes paradójicas, argumentos sutiles, sintaxis original y fórmulas deudoras del arte, la filosofía y la religión». El poema que traigo hoy apela a ese sobrecogimiento exhibiendo el esfuerzo flagelante por escapar de la corrupción de la carne para hacerse digno el espíritu de ser acogido por Dios.

Donne se convirtió al anglicanismo allá por 1602. La primera mitad de su vida había girado en torno al catolicismo y la aventura. El tono de los poemas de aquellos primeros años es vivaz y punzante. En la madurez, donde el conflicto religioso consigo mismo y las obligaciones para con los demás (familia e instituciones) tuvieron un papel muy importante, su poesía se vuelve más grave y patética, pero sin dejar de ser nunca ingeniosa y paradójica.

NOTA: Traducido del inglés por Carlos Pujol.

Seleccionado y comentado por Nacho Segurado*.

* Desde hoy, aquellos de vosotros que queráis sugerir autores, poemas, criticarme gustos o apostillarme comentarios, lo podéis hacer a en esta dirección de Twitter: http://twitter.com/nemosegu. Seréis bienvenidos. 🙂




‘Vaucanson’, de John Ashbery (1927)

Mientras escribía, nevaba.

Se sintió sosegado y singular en la habitación gris.

pero, claro, nunca nadie se fía de estos humores.

Aquello tenía que tener entendimiento.

Pero, ¿por qué? De todos modos, sucede siempre,

y ¿quién se apunta el tanto? Seguramente

no aquello que se comprende,

y nos empequeñece saberlo

como saben los árboles de la tormenta

hasta que pasa y vuelve la luz a caer

desigualmente sobre toda la susurrante parentela:

las cosas con las cosas, las personas con los objetos,

las ideas con las personas o con las ideas.

Duele esta voluntad de proporcionarle a la vida

dimensiones, cuando la vida consiste precisamente en esas

dimensiones.

Somos criaturas, así que caminamos y hablamos

y la gente se nos acerca, o nos escucha

y luego se va.

La música llena los espacios

en los que se estiran las figuras hacia los bordes,

y puede solamente decir algo.

Los tendones se relajan entonces,

la conciencia empieza a albergar buenos pensamientos.

Ah, tiene que ser bueno este sol:

calienta de nuevo,

hace el número, completa su trilogía.

La vida debe de estar ahí detrás. La escondiste

para que nadie la encontrase

y ahora no recuerdas dónde.

Pero si volviera uno a inventarse la infancia

sería casi como volverse una reliquia viva

para librar a esta cosa, librarla del rubor

por el procedimiento de bajar el telón,

y durante unos segundos nadie se daría cuenta.

El final parecería perfecto.

Nada de consternación,

ni sueño trágico alguno del que despertarse sobresaltado

con un ataque de culpa apasionada, sólo la cálida luz del sol

que se desliza con facilidad por los hombros

hasta el corazón blando, derretido.

Lo que me ocurre al leer la poesía de John Ashbery lo creí hasta ahora fruto de mi ineptitud o mi falta absoluta de atención. A pesar de que me gustan sus poemas, de que de alguna forma intermitente me atraen y encuentro algo merecedor de ser rescatado en ellos, apenas si logro leer alguno de un tirón.

Quizá, me da ha dado por pensar, se debe a que su monólogo interior choca en un momento con mi monólogo interior y se rompe el débil hilo de sentido tejido entorno a la lectura. O quizá es otra cosa. Hace poco, leyendo una entrevista publicada en Babelia en 2004, comprendí que el distanciamiento y las inevitables interrupciones son tanto mías como suyas.

«Mi obra se sostiene sobre una improvisación interminable», ha reconocido Ashbery. Una improvisación puramente estética, lenta, morosa, como desgastada. En un verso de Galeones de abril habla del «constante hormigueo que terminamos identificando con la vida«. Así, y de la misma forma, se termina uno identificando con su poesía.

NOTA: Traducido por Esteban Pujals para la editorial Visor.

Seleccionado y comentado por Nacho Segurado.