Archivo de julio, 2010

‘Frases’, de Magloire Saint Aude (1912-1971)

Siete veces mi cuello
Diecisiete veces el collar.
El viento giboso de la hiel.
Informe, frío,
los ojos sin agua, como la fatalidad.

VII

Último canto,
Pálidos amores solemnes…
Últimos fuegos.
Últimos juegos.
Para mi Guiñol
A mi muerte desorbitada
En los andenes del silencio.

Demasiado opacos los poemas de Magloire Saint Aude para levantar la admiración de un continente –el americano- poco acostumbrado -años cuarenta- al surrealismo en estado puro, purísimo. Pero lo suficientemente oscuros, eso sí, para que el príncipe del movimiento, André Breton, se fijara en ellos y en su autor, un haitiano solitario de alma parisina, que por no reivindicar no reivindicaba ni su obligada negritud.

He leído los tres poemarios gracias a los cuales fue admitido como miembro de la Rive Gauche, aunque fuera de cuerpo ausente. Diálogo de mis lámparas y Tabú, los dos primeros, están trufados de un simbolismo inextricable pero raramente bello (“acurrucado en mis ojos borrados / la pena el poema salvo las causas”). El último de los libros, Desposeído, es profundamente irónico, juguetón y desesperanzado (“últimos fuegos / últimos juegos”).

He visto fotos de Magloire. Parecía un intello total, alejadísimo de cualquier atisbo de orfeno negro sartriano. Como divertimiento, sus poemas están muy bien.

NOTA: El primero de los poemas pertenece a Diálogo de mis lámparas; el segundo, a Desposeído.

TRADUCCIÓN:
Jorge Camacho

Nacho S. (@nemosegu)

Diseño, poesía y Daniel Gil

Todos los libritos de Alianza diseñados por Daniel Gil que tengo en mi casa son de segunda mano. El Ensayo sobre las Libertades de Raymond Aron, el último en caer, apenas lleva en la estantería -convenientemente leído y obsesivamente subrayado- un par de semanas. Quiero decir con esto que descubrí uno de los instantes más felices de la historia del diseño y el arte español solo y sin ser consciente.

Hace unos años se publicó un libro homenaje a Daniel Gil. Láminas que reproducían algunos de sus trabajos más afilados -cubiertas de obras de Hesse, Camus, Hayek o Freud- se alternaban con textos que glosaban los trabajos del artista. Palabras dulces y sentidas de escritores y académicos como Vázquez Montalbán, José Manuel Sánchez Ron o Vicente Verdú. Además de la loa, merecida, lo que tenían en común aquellos homenajes era la pertenencia de sus autores a una generación para la cual la obra de Gil era apreciada tanto o más por su valor político que por sus cualidades artísticas.

Y ha sido así, leyendo las memorias de pana librescas de otros, que me he terminado de convencer de la genialidad de los collages de Daniel Gil. Éstos no fueron nunca para mí (nunca hubieran podido serlo) una reivindicación ácrata frente a la dictadura, ni un soplo de modernidad artística y -ni muchos menos- un símbolo de pertenencia a una tribu política. Mi fervor por ellos no tiene otra explicación que la radicalmente poética.

Su contemplación, lo acabo de comprobar mientras incubaba este post, me dispara las neuronas mucho más que el contenido de alguna de las obras que sintetiza. Por decirlo rápido: me entretengo más en descifrar sus conceptos, destejer sus planteamientos y admirar sus ingeniosas metáforas visuales que en releer a tal o cual clásico -o aspirante a- que espera a la vuelta de la página.

PD: Tenía decenas de cubiertas para elegir. Me he decantado por esta de José Lezama Lima porque a) me parece un homenaje irónico a De Chirico b) tiene como inspiración a una obra poética (así la justificación del post es doble) y c) era la primera vez en mi vida que la veía.

PD2: Escaneada del libro Nuestras mejores portadas, ediciones Aldeasa, 2005.

PD3: Una magnífica página que recoge su legado.

Nacho S. (@nemosegu)

‘Locusta’, de Renée Vivien (1877- 1909)

Nadie enjugó sus lágrimas al calor de mi aliento
ni empañó con sollozos la embriaguez de mi lecho:
preservo a mis amantes del agraz del amor.
Destierro de su frente la quemazón del día
y ahuyento de sus párpados cerrados la alborada.
Sus ojos no verán marchitarse las rosas.
Sólo yo abro la puerta a noches sin mañana.
Conozco estrofas de oro de sáficas cadencias
y arrobo con miradas turbias y acordes lánguidos
a quienes a la sombra de mis manos se aduermen.
Destilo lentos cantos, turbadoras caricias
y murmuro palabras prohibidas en lo oscuro.
Templo la luz del sol, los aromas y ruidos.
Yo soy la compasiva y solícita Amante.
Conozco los secretos de divinos venenos
suavemente insinuantes, dulces como traiciones,
voluptuosos como un engaño elocuente.
Y cuando, en la honda noche, un estertor se alarga
y enlaza con la coda sublime de una pieza,
deshojo una corona y sonrío a la Muerte,
que, sumisa como una esclava enamorada,
mansamente me sigue, impenetrable y grave.
Yo sé cómo mezclarla con esencias de flores
y escanciarla en las copas de oro de las Bacantes.
Desvanezco el recuerdo importuno del sol
en los ojos cansados de temen despertar
bajo la cruel mirada de una pérfida amante.
Ofrezco entre las palmas de mis manos el sueño…
sólo yo abro la puerta a las noches sin mañana.

Renée Vivien yace en el panteón reservado para la estirpe de las avasalladas. Si la conocía, @mariasalgadog seguro que me da la razón; si no, lo hará tras leer este poema -zumo concentrado de sus desgarros- y conocer un poquito de su vida de heterodoxa y maldita, por decirlo como Javier Memba (quien, por cierto, nunca llegó a dedicarle uno de sus excelentes capítulos a esta crepuscular víctima decimonónica).

El recuerdo de Renée Vivien está fijado por dos solemnidades, una académica y otra de espíritu de época. La primera corresponde a los seminarios de estudios feministas: la poetisa fue un icono de la disidencia homosexual en unos tiempos malos para casi todo salvo, curiosamente, para la lírica. La segunda enlaza con nuestro tiempo, tan proclive a la exaltación difusa -y obscenamente comercial- del malditismo.

La almibarada, extenuante y cortísima vida de Vivien tiene de sobra ingredientes, como escribe Joaquín Negrón en el fantástico prólogo a su obra poética, para cocinar un estereotipo del arte decadente, sublime y simbolista de finales del XIX… y aún quedarían sobras para elaborar un postre que entusiasmara a los wildeanos más golosos.

Amantes por doquiera (como odios); las sombras siempre presentes del laudano y el alcohol; la herencia literaria de todos de los que merecía la pena heredar algo (de Safo a Baudelaire) y apología del erotismo fúnebre, funesto y final. Una última estrofa, para que os hagáis mejor idea:

Ella recuerda besos que las otras olvidan,
Sabe bien que el deseo hermano es del dolor,
La que siempre contempla con ojos melancólicos
En las noches de orgía la agonía de las flores.

TRADUCCIÓN: Joaquín Negrón

IMAGEN: www.centrelgbtparis.org

Nacho S. (@nemosegu)

‘Bajo la montaña’, de Jacques Ancet (1942)

La voz. Este gesto en la luz gris: pasar páginas.
Oír también en el silencio: “Más mi amor nada puede
sin que tu mano acceda”.
Cuenta. El tiempo es una gelatina donde se agitan reflejos:
una mesa junto a la ventana, tal vez un aparador, sillones.
Afuera gritos, un organillo triste como una partida.
Ya no tiene edad.

He pasado varias horas leyendo a Jacques Ancet y aún dudo si es que realmente él es un genio y yo un piltrafilla sin capacidad para la emoción verdadera o al revés, él un caradura y yo un tipo hipercrítico, con las armas del entendimiento siempre afiladas.

Un post, si realmente participa del trasiego de la vida, ha de incluir por fuerza perplejidades (yo procuro ir dejándolas día tras día ahí, imperceptibles y amortiguadas).

Este de hoy es en sí una duda enorme, definitiva. ¿Tiene la poesía un límite a partir del cuál tratar de expresar verdades profundas sólo conduce al fracaso? ¿Se puede dar testimonio de, por ejemplo, la lentitud de las raíces sin recurrir a la diarrea verbal?

Estos son algunos de los interrogantes que me surgieron leyendo Bajo la montaña (Bartleby Editores). Y considero las preguntas más honestas que ponerme ahora a largar una perorata sobre el grado cero de la escritura.

Pero esto no es un réquiem poético. Hay líneas dentro de la hermética prosa poética de Ancet que me cautivan, quizá porque aisladas tienen curiosamente más sentido que en conjunto. Quizá me haya faltado, al fin de al cabo, vete tú a saber, captar la “capacidad autogenésica de la palabra”. Me digo yo: será el calor.

IMAGEN: http://auteurs.arald.org/cgi-bin/aurweb.exe/auteurs/xrecha?5

TRADUCCIÓN: Rafael-José Díaz

Nacho S. (@nemosegu)

‘Del ciego error de la vida pasada’, de Luis de Ribera (1532-1611)

Del ciego error de la vida pasada
salgo a puerto de nuevos desengaños:
seguí mi antojo y conocí mis daños,
enferma la razón, mas no perdida.
Resisto la costumbre envejecida
que sabe despeñarme en los engaños,
que por mi mal amó tiempos y años,
pasados en deshonra conocida.
Y en tanto vituperio como ofrece
el mureto fuego, que las gentes vieron
entonces abrasarme con mi afrenta,
siento el dolor que en la vergüenza crece,
temo enemigos que vencer pudieron,
y lloro aun libre de tan gran tormenta
.

Al Renacimiento, y en concreto a la poesía renacentista en la península Ibérica, se le puede aplicar el dicho, que lo mismo sirve para Internet que para un descosido, de que lo «viejo no termina de morir y lo nuevo no acaba de nacer».

Por un lado, la cada vez más influyente corriente lírica italiana (el petrarquismo, etc). Por otro, los topos clásicos regurgitados por cada nueva generación, en un tiempo en que la tradición era vista no como una losa sino como un estímulo (casi lo contrario que en nuestra época posmoderna).

Luis de Ribera fue uno de aquellos poetas del primer Renacimiento que combinó una poesía entre lo humanístico y lo pastoril. Ribera fue un hijo de la conquista de América, favorecido por las luchas por el poder durante los años de la colonización del Perú.

Un año antes de morir y desde su casi tumba de Potosí envió a Sevilla su «sagrada» obra completa. Fue publicada por su hija al año siguiente. Varios siglos después, el sabio Blecua la incluyó en una antología ya clásica.

IMAGEN: Un dibujo del siglo XIX que recrea el agetreo del puerto de Sevilla en el siglo de Luis Ribera. Autor: Jean Lubin Vauzelle.

Nacho S. (@nemosegu)

‘Trópico de carne’, de Javier Reverte (1944)

Entretanto, el signo de la carne,
de la fruta y del tiempo,
el de las estaciones y de los ritos milenarios.
La seña que templó la música
y alzó la poesía desde la hondura de las vísceras.
Los guiños del amor
y los de la ternura.
Las certezas de la amistad.
Admiro el pecho recio de los antiguos héroes,
su fe en la nada,
su estéril valentía.

La poesía nacida del adiós continuo tiene, al menos, estos elementos: descripciones minuciosas, fijación por los instantes irrepetibles, nostalgia pegajosa, certeza lírica de la pérdida. Javier Reverte, como su admirado Richard Francis Burton, tan presente en su trilogía sobre África, asume que sus poemas nacieron en el curso de los viajes.

«Yo no hice el viaje, el viaje me hizo a mí», escribe en el prólogo a su obra poética, que decidió reunir tras su vuelta del río de la desolación, donde a punto estuvo de morir de malaria. Personalmente, hace tiempo que no leo las aventuras de Reverte, pero tengo muy buen recuerdo de sus libros de viajes (no tanto de sus novelas).

La diferencia entre ellos y estas poesías está en las costuras. Sus viajes, aunque literarios, están escritos desde la velocidad y la necesidad. Sus poesías no. Perfectamente podría haberlas no publicado. Son versos arañados a las noches de calor y las pensiones dudosas. Una especie de pegamento sentimental que, a los que como yo no viajan mucho, sacia las ganas.

Nacho S. (@nemosegu)

‘All passion spent’, de Eloy Sánchez Rosillo (1948)

Cuánto trabajo cuesta, cuando la dicha acaba,
Admitir que acabó y aceptar dignamente
Esa nada terrible que sigue a la hermosura.
Ha cesado el encanto y ya no somos dueños
De aquella llamarada: tanta luz, maravilla
De lo que siendo efímero semeja eternidad.
Ahora vuelven los días a ser hábito triste,
Tiempo destartalado en el que va cumpliéndose
Nuestro destino de hombres. “No puede ser
-decimos- verdad esta indigencia en que nos ha dejado,
De repente, la vida; un mal sueño nos tiene”.
Y removemos, tercos, la escoria de la luz.
Pero nada encontramos. Y respiramos muerte.

Inteligible. Sentimental pero reflexivo (un oxímoron sólo aparente). Eloy Sánchez Rosillo va buscando explicarse el mundo al tiempo que se explica a sí mismo y la literatura. La tarea más dura.

Es el tipo de poesía que me gusta, porque no bucea en lo incognoscible de forma impúdica ni tampoco pretende decir más de lo que exhibe. Es honda en su aparente sencillez de nostalgias, descripciones y elegías. Una voluntad de escrutar la realidad y la propia existencia desde “la gloria melancólica de haber vivido”, siempre buscando “el destino tras la espesa corteza de los días” y con la certidumbre de “que los días que vendrán ya vinieron”.

Andrés Trapiello, tan batallador últimamente (batallador en batallas que creo que ganó hace mucho) en los periódicos, escribió un prólogo bondadoso y duradero a la antología de Sánchez Rosillo. La misma antología de la que he elegido un poema para traeros hoy. Leedlo todo, prólogo y poemas, si tenéis tiempo este verano.

IMAGEN: Juan Ballester.

Nacho S. (@nemosegu)

‘Ebrio hablo en sueños sin tener ningún vino’, de Juan Jiménez (1940)

Ebrio hablo en sueños sin tener ningún vino
Mi cuerpo perpetrado de límites
Y huyendo a pares señas y vientos a un futuro par
Cuando común la vida se halla traspasada
Con sosiego y alegre se verá que otra vez
Procedentes del día allí estamos
Empezando continuadamente
Y otras fuerzas más jóvenes nacidas de dulzuras de la tierra
Darán al equinoccio que ruedan encerrado en la piedra
Más silencio cantado por su empuje
Librando sin tenazas al hombre y enterrando por fin cobardía
En el sollozo último de ser su esclavo de sus tránsitos.

Si algo sigue teniendo el epigrama es voluntad de verdad condensada. Por ejemplo este: “Deseo dar testimonio a favor de lo alegre /superficialmente para se que entienda”. Y este: “Mi pasión de ser yo mismo en todos los instantes”. O sin ir más lejos de lo publicado, este otro: “Ebrio hablo en sueños sin tener ningún vino / mi cuerpo perpetrado de límites”. El canario Juan Jiménez, el autor de hoy, publicó sus epigramas en un libro homónimo allá por 1999.

Admito que a veces, contraviniendo el dicho inglés, juzgo y hasta compro libros por la cubierta. Este de J. J. me lo llevé porque estaba publicado en la fenomenal Ediciones Libertarias. Se lo compré a Juan en un día de caza mayor y heterogénea (¡de Carl Marx a Raymond Aron!) en el que además me dio una alegría amarga: quien habitualmente se llevaba toda la poesía interesante, un vejete ex catedrático de no sé qué, hacía mucho tiempo que había dejado de venir.

IMAGEN: N.S.

Nacho S. (@nemosegu)

‘La muchacha convertida en ciervo’, una balada tradicional vasca

Habiendo derramado el agua a la manera de las brujas,
He adquirido un don en la tarde de Pascua.
De noche soy María, de día el ciervo
Que persigue los perros de la casa.
-Jacques, ¿dónde tienes los mastines? No los oigo
-Corren por el bosque en busca del ciervo
-¡Jacques, llama a los perros! ¡Salva a tu hermana!
-Madre, ¿cómo crees que pueda ser María?
Jacques comienza a silbar a los perros.
Han matado al ciervo a dentelladas.
Con su cuchillo, Jacques lo descuartiza.
¿Cenará María con nosotros?
Cena, cena, Jacques. Yo soy el primer plato.
La marmita está llena de mi carne.
Al fondo de la sala, con llantos en los ojos,
La madre se ha clavado un puñal en el corazón.

ORIGINAL EN EUSKERA

Ura ixuririki sorginen bidean
Donaina bildu dut bazko arratsean:
Gauaz mayi nuzu, egunaz oreina
Etxeko zakurrek xerkatzen nutena.
Jakes, nun tuk horak? Eztiat senditzen.
Oianpean kurri oreina xerkatzen.
Jakes deit’zakurrak, salba zak arreba!
Ama, nola sinets mayi daitekela?
Jakes zakurreri hasi da xistuka
Oreina hil dute kolpez ausikika.
Jakesek kanitaz eman du pusketan.
Akeko ahal da mayi gurekilan
Afal, afal, jakes, ni nuk hor lehena
Ene haragiaz betherik dupina
Ama, sala-zolan, nigarra begian
Puñala sartu du berre bihotzaean.

El título es un guiño a aquella obra clásica de Ramón Menéndez Pidal, Flor nueva de romances viejos (nunca estaré lo suficientemente agradecido al gran Leoncio Cabrero, fallecido catedrático de Historia de América, el primero en hablarme de ella).

Pero, sobre todo, Flor de baladas vascas es un homenaje a la lírica popular en Euskera más allá de la nota erudita habitual de los filólogos. Un reconocimiento a una tradición poética a la que Juaristi, que nunca da puntadas sin hilo, no le otorga la hondura y originalidad de sus hermanas castellana y francesa (sus razones tendrá, el hombre).

La intención expresa del profesor, articulista y poeta (mucho más allá del Spoon River Euskadi famoso y del que ya casi se arrepiente) al compilar y traducir estas baladas fue la de trasmitir la la autenticidad de un idioma no corrompido por la actual “lengua de burócratas, normalizada y esclerotizada”.

TRADUCCIÓN:
Jon Juaristi


IMAGEN:
Grabado de Artemis convirtiendo en ciervo Acteón. Cuando leí esta balada me vino a la cabeza el mito de Artemis. Digo yo, aunque quizá meto la pata porque no estoy muy ducho en mitología (y sobre todo en cómo la mitología se va transformando y adaptándose al ritmo de la propia cultura popular), que el castigo que la diosa inflije a Acteón es el susbstrato de la historia. El porqué el mito está dado la vuelta, lo ignoro.

Nacho S. (@nemosegu)

‘Tetuán’, de Rodolfo Häsler (1958)

Dan ganas de llorar mientras la luz, tan limpia,
Se demora en caer sobre los cubos azules de la medina,
La luz es leche en el instante mortecino del crepúsculo
En su insistencia por una huída lenta.
Dejo de caminar mientras la actividad remite
Y los faroles de las esquinas dan irrealidad a la fruta,
Plátano o kiwi en un vaso, si dios quiere agua de azahar.
No hay límite entre las tinieblas y el ardor del día,
Las especias de los puestos callejeros confunden los montones
Que acaban en la cocina del restaurante de Abdulaziz
Donde adoban el pescado para freír, los calamares a la romana
Como aros amarillos en la lenta cocción de la tarde.
La gente aparece por todos los rincones, algunos van del brazo,
Tuercen por callejones laterales, suben escalones,
Se pierden a medida que el blanco se desvanece, el azulete,
El ocre, el manganeso más crudo, habitáculos donde la vida,
Desde un instante suspendido, levanta su guadaña
Sobre el olor espumoso de la menta.

Sus antepasados hablaban con naturalidad la “lengua de la Razón”. Eso explica su apellido. Que naciera en Santiago de Cuba se explica por razones todavía más coyunturales: la prosperidad del comercio internacional de materias primas.

Lo anterior, y su pasión por la descripción áurea, refinada y precisa, está contenida en los versos de Cabeza de ébano (librito publicado por la editorial Igitur -la misma que tiene publicados los poemas de Hugo von Hofmannsthal que algún día os traeré- en 2007).

A mí, que me gusta mucho la poesía descriptiva, la que trata con fidelidad y sin manierismos de sintetizar el ritmo de las ciudades, reconozco que los poemas de Rodolfo Häsler, desde Viena a Lima, me encantan.

Se nota en ellos, qué más se puede pedir, las poleas que suben y bajan los adjetivos -“las ciudades susurran palabras difíciles de alcanzar”- y la humildad no exenta de cabezonería de quien constantemente busca transcribir la “impresión de plenitud”.

IMAGEN: Los plátanos de Tetuán, J. Antonio Silva Sastre

Nacho S. (@nemosegu)