Fluye entre tú y yo en el mirador
un claror submarino que deforma
perfiles de colinas y tu rostro.
Está en un fondo huidizo, cada gesto
tuyo es ajeno a ti; entra sin huella
y se esfuma, en el medio que cubre
cada estela, cerrándose a tu paso:
tú aquí conmigo, en este aire bajado
para sellar el sopor de las rocas.
Yo, caído
en el poder que pesa en torno, cedo
al sortilegio de no reconocer
de mí ya nada fuera de mí: si alzo
el brazo apenas, se me vuelve ajeno
mi acto, se parte en un cristal, ignota
y oscurecida su memoria, y ya
el gesto no me pertenece; si hablo,
yo escucho atónito aquella voz
descender a su gama más remota
o muerta en el aire que no la sostiene.
Así, en el punto que resiste a la última
consunción de la luz,
dura el desmayo; y luego un soplo eleva
los valles en frenético temblor
y arranca de las frondas un rumor
muy leve que se extiende
entre rápidos humos y las luces primeras
dibujan ya los muelles.
…las palabras
entre nosotros caen suaves. Te miro
en un blando reflejo. Yo no sé
si te conozco; sé que nunca estuve
de ti tan separado como en este tardío
retorno. Unos instantes han quemado
todo de nosotros: salvo dos rostros,
dos máscaras donde se graba una sonrisa
desganada.
En su delicioso Gli Incontri (traducido aquí como Personajes), Indro Montanelli recordaba así a Eugenio Montale, durante años compañero de escritorio en el Corriere della Sera: “Puede contemplarte una hora seguida y jamás lograrán comprender si está buscando en tu cara una superficie tersa para acariciarla o la hendidura más adecuada para apoyar en ella el cañón del revolver”.
Más adelante, el Gran Periodista se extiende rememorando su rostro hermético, su mirada sombría y abstracta. ¿Está describiendo el físico de Montale o su poesía? Conociendo como se las gastaba Montanelli, seguramente ambos.
Montale, es lugar común mas no falso, fue uno de los mejores poetas del siglo XX italiano. Simbolista en sus inicios, representante más tarde del movimiento literario bautizado como hermetismo, su obra, como la de Ungaretti, no se aviene a ningún istmo al uso sino que discurre por una senda de radical intimidad que realza su atractivo.
Placer no conocí. Sólo el milagro
que obra la divina indiferencia:
la estatua erguida entre la somnolencia
tórrida, con la nube y el milano.
Como el Barón rampante de Italo Calvino, “un solitario que no huía de la gente”, Montale solía confesar que vivía dentro de una campana de vidrio (“la nada a mis espaldas, el vacío detrás / de mí, con terror de borracho”) y su poesía con él.
Cuando le fue concedido el Nobel, en 1975, escribió un poema en prosa -publicado en su Diario póstumo– donde se aprecia su peculiar trato con el mundo, su avergonzada satisfacción, su flema de anciano duro:
Llamas por teléfono para recordarme haber dicho que el Nobel debe rechazarse, pues no siempre se da al mejor. Forgive me, lo acepto por miedo. Una notable compensación no ofende, al contrario, previene contra la tentación del desprecio.
NOTA: Traduccido del italiano por el también poeta, ya fallecido, Jesús López Pacheco.
Seleccionado y comentado por Nacho Segurado.