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‘La historia no fue así’, de Juan Massana (1950)

Pero así la contaron.

La indolencia de los días

alcanzó el otoño

y la hizo cierta.

Y creció. Y ya no dudó

el viento en las esquinas.

Y estaba el sí

y el no. Y cada palabra

con la concha obstinada

de su significado.

Atrapados por el ámbar

de lo que nunca sucedió

construimos nuestra historia.

Con orgullo de historiador (para lo que hemos quedado) me lancé al cuello de este poema nada más leerlo por primera vez. Guardaba otros de Juan Massana en la recámara, algunos muy bellos, como Barbería siciliana (un prodigio pictórico y narrativo) o Retablo de maese Juan (el poeta en su mesa de trabajo, rodeado de los suyos, sus poetas). Pero me pudieron las ganas de decir algo sobre éste en concreto.

Me mojaré, que nunca lo hago (o casi nunca). Hilando un poco fino, hay -creo- un pequeño deslizamiento de sentido en el poema. Los primeros versos parecen aludir al origen de los mitos o la formación de la tradición oral. La «indolencia», según el poeta, aqueja a los días, no a los humanos. La historia no fue así, pero el tiempo, la abulia y quizá la necesidad de un orden, nos la hicieron digerible.

En cambio, los versos finales introducen algo que no se hallaba en los primeros: la voluntad. Lo que al comienzo parecía ser una reflexión abstracta sobre la historia, unos pocos versos después se ha convertido en una muestra de la debilidad de los hombres. Lo que era azar y tiempo ahora es determinismo. De una historia que sucede sin más, ajena a nuestros dictados, a otra historia construida conscientemente, aunque sea desde el error… del que no podemos escapar.

¿Con qué quedarse pues? ¿Con una historia imperfecta labrada por el tiempo o por otra, igual de inexacta, y conscientemente deformada por la humanidad? Yo prefiero la segunda, en ella va implícita el propósito de enmienda. ¿Y vosotros?

Nacho S. (En Twitter: @nemosegu)



‘Vino, primero pura…’, de Juan Ramón Jiménez (1881 – 1958)


¡Intelijencia, dame el nombre

exacto de las cosas!

…Que mi palabra sea

la cosa misma,

creada por mi alma nuevamente.

Que por mí vayan todos

los que no las conocen, a las cosas;

que por mí vayan todos

los que ya las olvidan, a las cosas;

Que por mí vayan todos

los mismos que las aman, a las cosas…

¡Intelijencia, dame

el nombre exacto, y tuyo,

y suyo, y mío, de las cosas!

2

Vino, primero pura,

vestida de inocencia;

y la amé como un niño.

Luego se fue vistiendo

de no sé qué ropajes;

y la fui odiando sin saberlo.

Llegó a ser una reina

fastuosa de tesoros…

¡Qué iracundia de hiel y sin sentido!

Mas se fue desnudando

y yo le sonreía.

Se quedó con la túnica

de su inocencia antigua.

Creí de nuevo en ella.

Y se quitó la túnica

y apareció desnuda toda.

¡Oh pasión de mi vida, poesía

desnuda, mía para siempre!

Una de posguerra , lectora fiel, nos pedía ayer, amablemente y casi como disculpándose, poesías de Juan Ramón Jiménez. En los archivos del blog, olvido injustificable, no había todavía ninguna. Delicada elección, donde se mezcla lo aprendido en el colegio con las lecturas que llegaron después; los imborrables gustos inculcados por aquel profesor sabihondo y las rectificaciones del juicio fruto de nuestra deriva -a veces dejeneración– personal.

Aún recuerdo de memoria poemas de Juan Ramón, en concreto Octubre y El viaje definitivo. Los dos conocidísimo, citadísimos y excelentes. Pero, será la misma irrevocable madurez que influyó en el poeta, ya no me dicen tanto como estos otros dos que he elegido para publicar hoy.

El primero comienza con dos de los versos más felices del poeta de Moguer, emblemas de la reflexión pura y el ascetismo sentimental: «¡Intelijencia, dame / el nombre exacto de las cosas!». El segundo es una síntesis sencilla y elegante de su autobiografía poética. 18 versos que exponen mejor que cualquier manual de literatura la evolución de Juan Ramón como poeta, de la inocencia primera al purismo final.

Seleccionados por Nacho Segurado (en Twitter: http://twitter.com/nemosegu.)



‘As de corazones’, de Juan Van-Halen (1944)

El recuerdo es la torpe certidumbre

de que somos olvido,

de que lo nuestro es más de ayer

y apenas queda tiempo.

Si llamamos

al miedo por su nombre,

si convocamos luego a la memoria

y escanciamos el riesgo de su látigo,

de su gélida lezna,

una noria de ciegas agonías nos inundará el pecho:

actos que un día deshojamos

y otro, fielmente, destruyó el olvido.

Regresarán promesas no cumplidas,

palabras que quisiéramos no haber salvado nunca,

besos no deseados

o hermosos rostros idos cuyo retorno quema.

Estoy aquí ante el tiempo,

ante el niño que un día alertó mi estatura:

frente a frente los dos

como un milagro del espejo. Nadie

ha abierto los cajones hondos de la tristeza,

mas los años se han hecho resurrección y espina.

Y bien sé que el retorno

es duelo y destemplanza.

En este niño

hay acusación, el viejo eco

de preguntas abiertas como heridas.

Pues la memoria siempre

es la terca enemiga que nos niega el silencio.

Las antologías poéticas son cómodas y eficaces, pero tienen dos problemas. Uno, el más comentado habitualmente, es el de tener que sucumbir a los caprichos del antólogo. El otro, que al lector se lo dan casi todo hecho. Toma, ahí tienes, un producto perfecto, sin fallas ni altibajos; si tu tiempo es oro, no lo malgastes en leer los versos fallidos. Pero las buenas poesías saben mejor rodeadas de mediocres poesías. La brillantez sin solución de continuidad puede llegar a saturar tanto o más que el genio poético de cartón piedra.

Digo esto porque acabo de leer La piel del agua, la antología del madrileño Juan Van-Halen -poeta y político del PP de apellido eufónico y heavymetalero- seleccionada y prolongada por Luis Alberto de Cuenca. 23 años en 100 páginas. Una trayectoria vital e intelectual en 54 poemas.

La guerra de Pakistán, el hambre de la India, los atardeceres del Retiro, El Macao de Camoens, las maravillas del jardín botánico, Jovellanos, Ibn Zaydun, el amor, un mundo aparte. Hay pocos poemas que no pesen. Cometiendo una antología de la antología, me he quedado con As de corazones, y con estos dos versos:

La ciudad cambia como cambia el hombre,

y a veces no es posible dar fe de la nostalgia.

NOTA: Juan Van-Halen fue presidente de la Asamblea de Madrid, de ahí este retrato un tanto decimonónico.

Seleccionado y comentado por Nacho Segurado.



‘La llave del gas’, de Juan Gelman (1930)

 

La mujer de poeta está

condenada a leer o a escuchar los

versos del poeta que humean

recién sacados del alma. Y más:

la mujer del poeta está condenada al poeta, a ése

que nunca sabe dónde

está la llave del gas y finge

que pregunta para saber

cuando sólo le importa preguntar

lo que no tiene respuesta.

 

NOTA AL PIE DE ‘LA LLAVE DEL GAS’

La mujer del poeta se enojó

con el poema “La llave del gas”.

No ve por qué la metapalabra de la palabra,

o la ambigüedad de la palabra,

o las heridas que la palabra produce,

puede impedir a cualquiera

saber dónde está la llave del gas y

cómo se cierra y abre. Tiene razón.

El poeta está en error porque

la llave de la palabra, digamos, ni se cierra

ni se abre, y hasta pretende que ni existe,

y menos su metapalabra, ambigüedad heridora o vacío.

La realidad de la cocina tranquiliza,

hay llaves que se cierran, se abren funcionan

cumpliendo la función de demostrar

que hay cosas que se cierran y se abren,

y suenan desde ayer en mi cabeza

que no puedo cerrar.

 

De Juan Gelman admiro lo extraordinario poeta que es y admiro la inteligencia con la que apuntala su imagen pública. El arquetipo del poeta ignorante del mundo en el que vive, que rehúsa conscientemente a lo terrenal, no se cumple en él. Las entrevistas que concede, quizá demasiadas para un anciano (ya se sabe: premios llaman a entrevistas), son piezas de periodismo lucidísimo («Lo contrario del olvido no es la memoria, es la verdad«), llenas de sensatez política, sensibilidad humanista y rigor intelectual.

Carlos Monsiváis ha escrito, en el prólogo a una de las numerosas antologías de la obra de Gelman, que cada poema suyo es «un tejido orgánico donde el último verso ilumina al primero, y el primero le confiere su densidad al último». Este Las bellas compañías:

Es muy común que un buitre me trabaje las entrañas no devorándolas sino más bien amándolas o como desgarrándolas para sacar a la luz mis rostros últimos y míralos me dice mira lo que te comes animal me dice el bello buitre.

Siempre en pie de guerra con las palabras y al mismo tiempo confiando ciegamente en ellas, Juan Gelman ha escrito poemas clarísimos y bellos, sufridos y redondos, dramáticos y humorísticos. Y no sólo poemas, pues el difícil y a menudo olvidado arte del aforismo también lo ha cultivado con tino: «Alma que sólo ves un animal herido al fondo del espejo: cesa ya de jadear».

Los dos poemas de hoy reúnen humor y reflexión; poesía, metapoesía y sonrojo. Una vuelta de tuerca. Una improvisación del lenguaje y de los conceptos. Como un clásico, Gelman.

 

IMAGEN: EFE

Seleccionados y comentados por Nacho Segurado.

 

‘Las ratas’, de Juan Perucho (1920 – 2003)

Viviendo bajo una tensión milagrosa,

trasladan la luz hasta la sombra

y la pelusa al nacimiento del pus,

como una perla o algo

increíblemente recóndito y precioso.

No habrá sueño ni aurora

en este mundo de cerrados terrores,

latas, papeles, ternura

húmeda, infección y cristales

en la espera del lodo,

de la gota que cae en los desvanes,

del polvo que irremediablemente se filtra

a través de los años y de las ventanas,

a través de la garganta afectada

de cáncer, del caballero

que, sentado en el sofá, esperaba

una simple voz familiar,

filial y emocionada.

Viven en el corazón de los absurdos

significados y esperanzas,

y se detienen inquietas,

temerosas de su fuerza oculta

y tímida, agresiva y perforadora hasta el límite,

hasta el límite de lo que es expresable.

Rumores, voces extinguidas, apagadas

canciones de Navidad, pueblan

estos solares abandonados, estas estancias.

El viento llama ligeramente a una puerta.

Algo se mueve seguro hacia la eternidad.

ORIGINAL EN CATALÁN

Vivents a una tensió miraculosa

Desplacen la llum a l`ombra

i el borrisol a la naixença del pus

com una perla o quelcom

d`increïblement preciós i recòndit.

No hi haurà somni ni aurora

En aquest món de closos terrors,

Ayunes, papers, tendresa

Humida, infecció i vidres

a l´espera del llot,

de la gota que cau a les golfes,

de la pols que irremeiablement es filtra

a través dels anys i les ministres,

a través de la gola afectada

de càncer, del cavaller

que assegut al sofà esperava

una simple veu familiar,

una veu filial i emocionada.

Viuen en el cor de les absurdes

Significacions i esperances

i s`aturen inquietes,

trémules de llur força oculta

i tímida, agresiva i perforadora fins al límit,

fins al límit del que és expressable.

Remons, veus extintes, apagades

Cançon de Nadal, habiten

Aquests solars abandonats, aquestes cambres.

El vent truca lleugerament a una porta.

Alguna cosa es mou segura cap a l´eternitat.

Andrés Trapiello, que posee un ojo clínico para salvar del olvido a escritores y ponerlos de moda, dijo de Juan Perucho (efectivamente, un autor que sólo lleva muerto seis años, pero parecen cien) que “se valió siempre de la prosa para evadirse de este mundo, pero necesitaba de la poesía para volver a él”.

Novelista, ensayista y poeta que escribió indistintamente en castellano y catalán (salvo en la posguerra, cuando fue invitado gustosamente a hacerlo sólo en el primero), Perucho combinó la herencia surrealista (un ejemplo es el poema propiamente titulado Ready-made) con un gusto personal por la realidad en descomposición, por los objetos con fecha de caducidad, por lo frágil que lleva implícito el pasaporte a lo nostálgico.

NOTA: Traducido por José Corredor-Matheos.

Seleccionado y comentado por Nacho Segurado.




‘Lo único que tenemos es el cuerpo’, de Juan Antonio Masoliver Ródenas (1939)

Lo único que tenemos es el cuerpo

descendemos o caemos por los pozos del alma

y allí están las orillas y la arena, las

casas de madera abandonadas, el recuerdo

del aro y las canicas, la luz

en las paredes de las calles, allí

están los gemidos de los muertos

que estaban en el patio de la casa,

en el bar de los bailes y las mesas

de mármol. ¿Qué trenes oigo

entre el oleaje? Tropiezo con las puertas

y los árboles, llega la lejanía

de muy lejos, y el cristal de las fábricas,

los caminos se borran, encontramos

pájaros y alimañas y caballos,

bosques de telarañas

y ropa polvorienta. Las madres

del prostíbulo nos besaban

el vientre y allí nos levantamos

abrazados al cuerpo, abandonados,

en los soles del agua

la mano que nos lleva a la ceniza,

a la ciudad de calles circulares

borrada eternamente por la luz, oh

ciudad de los muertos y de iglesias,

de muchachas desnudas en la nieve,

de reyes y corceles y de cruces,

frágiles primaveras en los bosques,

me voy continuamente por el puente

a la isla más triste de las aguas,

gime tan lejos de cuclillas madre,

la hermana muerta araña los cristales,

meto en sacas el pan enmohecido,

busco y a abro puertas de la luz.

Qué suave y delicada es esta muerte,

era el amor, era el jardín aciago,

era el olvido que ahora ya no es nada.

Todo lo que tenemos es el cuerpo

y todo lo que tiene el cuerpo es la muerte.

Juan Antonio Masoliver Ródenas ocupa un lugar excéntrico en la poesía española. Fuera de foco. Sin generación: es decir: sin consuelo: es decir: sin rebaño en el que eventualmente protegerse o por el que tristemente disolverse. En 1999 Acantilado reunió su poesía visual, somática, desmitificadora. 399 páginas de versos como:

Demente como mis pies / sin cuerpo

O:

En sus sueños los dioses van desnudos

O:

En un jardín de estatuas que no existen / donde juegan los niños al verano

Seleccionado y comentado por Nacho Segurado.




‘Cordura de Dios que quitas el pecado del mundo’, de Juan Bonilla (1966)

Padre nuestro que estás en paradero

desconocido, líbranos de Ti.

No nos llenes el tiempo con tu ausencia.

Tú utilizaste el fuego del infierno

para encender el sol de nuestra infancia.

No nos des certidumbre de tus ojos

después de que los nuestros ya no puedan

mirar la rosa negra de la vida.

Oh cordura de Dios que catas

el pecado del mundo,

dispendia tu bondad con los cobardes,

los que te encuentran en cualquier fenómeno

de meteorología, los que imponen

tu Nombre en leyes y oraciones.

Confórmate con ser un huésped

de nuestra infancia rota en mil pedazos.

Vacíanos de Ti,

regresa a tus orígenes

a aquella inmensa noche de tormenta

en la que el miedo de unos monos te inventara.

A un tú poético llamado Dios se le puede interrogar a la manera de Unamuno en La Oración del ateo: “Oye mi ruego Tú, Dios que no existes, / y en tu nada recoge estas mis quejas”. O a la manera de Juan Bonilla: “Padre nuestro que estás en paradero / desconocido, líbranos de Ti”. La de Unamuno es la exaltación de la crisis de fe de un deísta de corazón y racionalista de mente. La de Bonilla es el dictamen de un ateo que, en la mejor tradición de Bertrand Russell, no soporta ya una enfermedad nacida del miedo.

En opinión de algunos críticos y escritores, a Juan Bonilla le sobra aquello con lo que tantos otros sueñan: ingenio. Demasiado ingenio mata. Y así parece aceptarlo el propio escritor cuando juzga retrospectivamente su obra: “He de reconocer que esa veta irónica le dio muchos quebraderos de cabeza al que fui: servía para etiquetar lo que hacía uno como ingenioso, cuando el ingenio sólo era parte del brebaje que uno destilaba”.

El Bonilla poeta es, en comparación con el Bonilla cuentista o novelista, un artista relativamente anónimo. Su poesía inicial, casi un divertimento, un punto de fuga improvisado y provocativo, se fue haciendo con el paso del tiempo y los versos, más consciente, seca y madura.

NOTA: El poema de hoy esta cogido De Partes de Guerra.

Seleccionado y comentado por Nacho Segurado.



‘El convaleciente’, de Juan Gil-Albert (1904 – 1994)

Ungido por el aceite de la vida

me adelanto hacia ti, tentación terrenal,

en cuyos ciegos ojos verdes

resplandecen de nuevo las incesantes ilusiones.

Hasta mí, rodando como piezas de oro,

llega un sol tierno y jubiloso

que con su cálido tintineo

trata de hacerme olvidar los viejos desengaños.

Nada puede engañarme, amigo mío,

ni siquiera el esplendor de tus mejores días de abril;

no soy alguien a quien se miente con fortuna

sino el desencanto mismo que sonríe voluntariamente.

yo iré por mi mismo pie al encuentro de tus llamadas,

puesto que la seducción de tus miserias me atrae,

pero iré sostenido por mis flaquezas

conocedor de que ando sobre un terreno resbaladizo.

Así, si el que regresa casi de la muerte

cae de nuevo en las redes de tus hechizantes gracias,

no tomes como triunfo propio

lo que no es sino la nostalgia de mi fidelidad.

Sé que no he sido un activista, sino un superviviente”. Juan Gil-Albert, nonagenario, voluntariamente ya fuera de foco pero con el reconocimiento que durante años el exilio a secas primero y luego el exilio interior -en Alicante, su tierra natal- le sustrajeron.

En el prólogo a su obra poética completa, Gil-Albert, involuntario maestro de generaciones, afirma haber sido siempre “un prosista nato y un poeta tardío”; quizá por esa razón -su primer libro de poesía se publicó en 1936, con 32 años- las antologías, a veces tan acomodaticias, le sitúan en esa generación, cuando como él mismo reconoce, “por nacimiento, formación, estilo y amistad estrecha” su lugar está junto a la del 27 , de la que se considera un “poeta isla”.

Esquematizando injustamente una vida de 90 años: Gil-Albert fue un surrealista en sus orígenes, un intelectual comprometido con la Segunda República, un lujoso cultivador de poesía social y un esteta amante de la belleza (preferentemente masculina), la luz, las frutas y las estaciones.

Seleccionado y comentado por Nacho Segurado.



‘Poemas de Cartago’, de Juan Eduardo Cirlot (1916 – 1973)

Tres fragmentos de la ciudad de la nada

1

Si no tuvieras

ni dónde ni por qué,

si solamente gris

fueras la resonancia de un olvido

o de un llanto fingiendo

el paso de la nieve entre las nubes,

la desgarrada línea

que marca lo que hubiese

podido ser alguna

imagen, y si no

fueras algo

te pediría, Sombra, que volvieras

la alucinante luz de tu lejano

irte

raudo en la inexistencia de lo que

es.

2

Ven a la habitación lejos del cielo

donde no llegan rosas ni gemidos.

Las olas solamente son las olas,

contémplate en las olas desoladas.

Dos mil doscientos años están vivos.

3

Hablarte no es cantar ni sollozar,

doncella de Cartago.

Te quiero no es decir te necesito,

no es hablar del amor ni de cerrados

éxtasis compartiendo los rosales.

Te quiero es solamente admitir

que te existo.

Que contengo tu ser en esta página

nacida de las ruinas de mis labios.

Si hay un poeta que represente la quintaesencia de lo enigmático en España es Juan Eduardo Cirlot, erudito y crítico de arte subjetivísimo (su Diccionario de símbolos todavía es objeto de estudio en las facultades de Historia de Arte), poeta refractario a cualquier encasillamiento generacional y músico.

Cirlot vivió de y para la vanguardia. Surrealismo, dadaísmo, ismos que nunca abandonó, y que en su madurez armonizó con su interés por el sufismo y la cábala. Su oscurantismo, que en otros no perdonaríamos por deliberado y artificial, da cuenta de un lector obsesionado por Blake, Poe o Nerval.

Para acompañar estos tres poemas, que cronológicamente son la antesala del Ciclo de Bronwyn (conjunto de versos dedicados a Rosemary Forsyth, la actriz de la película El Señor de la Guerra), reproducimos el cuadro Dido building Carthage, de William Turner, que personalmente chifla a quien esto escribe.

Seleccionado y comentado por Nacho Segurado.






‘Noche de San Juan’, de Juan Luis Panero (1942)

NOCHE DE SAN JUAN

Anticuado, interrogo a las estrellas,

su desnudo, inapelable misterio,

mientras miro las llamas en la playa,

en esta noche cuando empieza el verano.

Lector de Drieu o Pavese, sé también

lo sencillo que puede ser acabar con la historia,

no preguntar ya nada, olvidar para siempre

esta apariencia de tarjeta postal.

Frente a mí, imperturbables, desveladas,

pasan, en silencio, vida y muerte,

evitando, con un rictus cansado,

este fantasma insomne, este papel en blanco,

esta hoguera apagada que perdura.

Algunos leímos la poesía de Juan Luis Panero por azar y terminamos abrazados a ella por necesidad. El manual de la sedicente juventud indica que lo correcto es sentir fascinación por Leopoldo María, el -según dicen- varias veces maldito. En mi caso, tal fascinación fue efímera. Duró lo que tardé, gracias a un librero que equivocó sus nombres, en conocer la poesía de su hermano.

Yo recordaba al Juan Luis de El desencanto. Un hombre todavía joven, circunspecto, con una dicción impecable. Le recordaba barajando cuatro fotografías -Scott Fitzgerald, Cernuda, Camus y Kavafis- y confesándose un mitómano empedernido. De creer a su biógrafa Mar González Veiga, quien hace un retrato suyo muy halagador, Juan Luis Panero no es un misántropo y un huraño, sino un solitario descreído con conciencia de serlo.

Poéticamente, Juan Luis no es esteta ni veneciano, al contrario que tantos de su generación. Sus poemas, como este Noche de San Juan, son infinitamente menos crípticos que los de Leopoldo María, y evocan una madurez áspera, un desasosiego hondo y sin mistificaciones.

PD: Felipe Benítez Reyes, declarado admirador de la poesía de Juan Luis Panero (la antología de éste en la editorial Renacimiento lleva su sello), también ha escrito un poema a la noche de San Juan. Aunque menos intimistas y sin convocar al suicidio (Drieu La Rochelle, Pavese), sus versos suenan -como es de rigor- igualmente elegíacos y nostálgicos.

NOCHE DE SAN JUAN

Qué secreta y hermosa

es la noche festiva para aquel

que no tiene pasado: un tiempo frío

dentro del corazón.

Qué exacta noche

de fuego y juventud.

Qué diferente

ya de cuando éramos

aquellos que en la sombra

furtivos se besaban y reían.

Las muchachas se obsequian como entonces

y los amigos beben en una copa igual

a la que ya apuramos cuando fuimos

como estos que ahora se adueñan de la vida.

Seleccionados y comentados por Nacho Segurado.