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‘Epílogo’, de Antonio Capilla (1954)

Ya pasaron los años de locura

Quijotesca: no es castillo la venta

Ni molino el gigante que me afrenta.

Me ha enseñado en todo la cordura

A mirar apariencia e interior.

Y sé bien que la gente es más compleja

Que en las fábulas y cuentos. Semeja

Mi corazón el fruto; que la flor

Se quedó ornamentando el soportal

De la casa que habito y que yo siento

Afincando en el mundo. Un vendaval

Me llevó todos los cuentos. Tomad

Pues, amigos, este latir del Viento

Que me llega… y es todo humanidad.

Los alumnos de Antonio Capilla, profesor de literatura en un instituto de Leganés (Madrid), se esmeran todos los años en escribir unos cuadernillos de poemas que luego se archivan en la biblioteca del centro. Antonio me asegura que la pericia y el talento natural no escasean, si bien, más allá de los resultados, él disfruta enseñando los rudimentos del oficio y ellos aprendiendo, como si de un taller se tratase, las particularidades de la métrica y la rima.

No conocía Antonio; tampoco su poesía. Gracias a @tinoserrano entré en contacto con él y pronto leí Viento del Sur, el libro al que pertenece el poema de hoy. Un libro ajeno a cualquier modo de impostura y que desprende una ternura diáfana. La poesía no es el único vehículo (género literario) para trasmitir emociones, pero sí, matiza Antonio, «el que lo hace con un grado de intensidad mayor».

En su caso particular esa intensidad procede de la inspiración y de la lectura de los clásicos (desde Quevedo a León Felipe). La poesía contiene la misma «capacidad de asombro que lleva al filósofo a preguntarse por la esencia de todo», concluye Antonio, unamuniano. El mismo asombro que él, en su doble condición de poeta y profesor, intenta trasmitir todos los días a sus alumnos del Arquitecto Peridis.

NOTA: La imagen reproduce la cubierta del libro Viento del Sur y la fecha, 13 de abril, en la que tendrá lugar su presentación en el centro cívico Rigoberta Menchú de Leganés.



‘Filosofía moral de la madrugada’, de Antonio Cabrera (1958)

Ya se aleja el camión de la basura.

Retírate a dormir

Y olvida luego todo lo que sueñes.

Oh, torpe, inútil, falso centinela.

Perfecto tú si vives en dos mundos

Sin que ninguno pueda arrebatarte.

Vigilia indiferente y sueño ciego.

Algún sabio lo dijo de otro modo.

Antonio Cabrera es profesor de filosofía y poeta. Lo que he leído suyo, todo La estación perpetua y parte de Con el aire, ambos libros muy premiados, me ha parecido una reflexión -con vocación de intriga- sobre la mente («el firme paisaje de mi mente») y lo trascendente asociado al vacío, el silencio y lo abstracto.

Cabrera parece hablar de sí mismo cuando busca en Schiller la «flor de su verdad» o la resolución a una composición demasiado hermética. No me extrañó nada enterarme de que además también ha escrito un libro de haikus. Muchos de sus poemas parecen ejercicios encadenados con ellos:

He anotado esta idea: El silencio no existe.

La he descubierto en mí mientras miraba

unas fotografías

que alguien tomó en un paisaje nórdico.

IMAGEN: poesiadigital.es

Nacho S. (En Twitter: @nemosegu)



‘Pulchritudo splendor veritatis’, de César Antonio Molina (1952)

Estoy en el centro mismo del ojo del puente.

A mis espaldas el monasterio de Caaveiro.

Enfrente las viejas ruinas de los molinos de agua.

En las pozas chapotean los mismos amantes

sin tiempo en el tiempo.

¿Es la belleza el resplandor de la verdad?

¿Qué será mejor?

¿Decir siempre lo mismo sobre las mismas cosas

como repetía Sócrates o

decir siempre algo distinto sobre las mismas cosas

como repetían los sofistas?

Sólo somos aquello que plantean las preguntas.

ORIGINAL EN GALLEGO

Estou no centro mesmo do ollo da ponte.

Ás miñas costas o mosteiro de Caaveiro.

En fronte as vellas ruínas dos muíños de auga.

Nas pozas chapinan os mesmos amantes

Sen tempo no tempo.

É a beleza o resplandor da verdade?

Que será mellor?

dicir sempre o mesmo sobre as memas cousas

como repetía Sócrates ou

dicir sempre algo distinto sobre as mesmas cousas

como repetían os sofistas?

Só somos aquilo que plantexan as preguntas.

No recuerdo ya dónde he leído sobre algo que a mí también me llamó la atención mientras curioseaba el mostrador de novedades de una librería madrileña. «Vaya con César Antonio Molina«, pensé, «¡menudo ritmo de producción para haber estado ocupado siendo ministro!».

Luego, tras comentarlo entre bromas con un amigo, llegué a estas conclusiones. Uno, la solución al estancamiento creativo es dirigir el Ministerio de Cultura. Y dos, para confirmar uno habrá que esperar a ver si Ángeles González-Sinde nos sorprende en breve con un par de películas, tres guiones y algún que otro cameo. Llegado el caso, avisaré a Diana para que trate el caso en su divertido blog y correré a afiliarme a algún partido político.

Eume era uno de los libros de CAM que había sobre aquel mostrador tan goloso. Me atrajo su tacto y el color de la cubierta, el título y la editorial. Luego vi el precio. Hace unos días lo saqué de la biblioteca junto con otros dos suyos, de los que no hablaré.

Eume -el título evoca el río de la provincia natal del poeta, A Coruña- es un poemario sobre la infancia pasado por el tamiz de la madurez, la alta cultura y el terruño (siempre tierno). Entre los localismos se cuela de repente el puente de Brooklyn. Para dar sentido a las pequeñas geografías vienen al rescate Heráclito o el maestro Eckhart. Un «poema-río», lo llama el autor. Espero que os guste lo que he pescado de él.

(IMAGEN: www.dominioalarcia.com)

Nacho S. (En Twitter: @nemosegu)




‘Mutis por el foro’, de Antonio Martínez Sarrión (1939)

De modo que tú intérnate,

piérdete (y te hallarás)

al otro lado

de esa lisura desasosegante.

Como la dama que, mano en mejilla,

va concertando sin mover un músculo,

mas con respiración parsimoniosa,

el juego de la llama decrece,

y el templado reflejo.

Una conjugación

que avisa descendencia:

ese instantáneo acorde

antes de que la sombra definitiva anuncie

que la función pasó

y un bis no está previsto,

aun cuando los aplausos,

a escenario vacío,

sonasen, sonasen y sonasen.

Los que visitáis un poquito este blog quizá no os cueste recordar otros poemas con cuadro: el de Gregory Corso sobre una escena bélica de Paolo Uccello o aquel de Robert Walser y La caída de Ícaro de Brueghel. Ambos, sobre todo el segundo, ejercicios de verdad y profundidad.

Este Mutis por el foro de Antonio Martínez Sarrión, inspirado (o expirado) en La magdalena penintente de Georges de la Tour, no tiene nada que envidiarles. La lisura desasosegante es una descripción precisa y bella de la exquisita técnica de De la Tour. Y la elección cuidadosa de las palabras, imitando los trazos sobre el lienzo, consiguen trasmitir la serena majestad de la muerte.

A Martínez Sarrión no le hace justicia la humorada que Gil de Biedma le soltó tras leer algunos de sus poemas: «¿Cómo, coño, puedes ser tan decadente, habiendo nacido en Albacete?». Su poesía es a veces difícil, sí, pero sin llegar nunca a la oscuridad total («Pretendo aún ser de aquellos que a lo claro se orientan»). Empezó siendo un novísimo, como mandaban los cánones (nunca mejor dicho), de collage cultista y cinemateca. Ha acabado como un poeta sin generación, ocupado en lo que a todos preocupa:

Lo demás es penumbra, griterío,

la deformante grieta del espejo,

los años desecando tanto aljibe

para, al cabo, encontrar monedas de latón.

PD: Allá por mayo de 2009 Antonio Muñoz Molina escribió un artículo precioso sobre este mismo cuadro: «La luz es la fugacidad de la vida; la calavera, el recordatorio de la cercanía de la muerte; los libros cerrados, la vanidad del conocimiento humano».

Nacho S.




‘Etereidad’, de José Antonio Muñoz Rojas (1909 – 2009)

Y se queda uno con la esperanza,

colgando de su delgado hilo

de tantas cosas colgando,

de tantas esperanzas deshaciéndose,

con tanto temor oculto,

con tantos olvidos como caben

en un instante, tantos olvidos

vividos y padecidos,

como para llenar una estrella.

Y esa mujer que llegó hoy con su misterio,

con su etereidad, que lo hace posible,

que la define y la sostiene

y ha dejado la casa

llena de su misterio.

El casi centenario (hubiera cumplido el siglo el 9 de octubre) José Antonio Muñoz Rojas falleció el pasado lunes en su casona de Málaga. Poeta, memorialista, traductor, prosista, Muñoz Rojas, pese a la gran amistad que le unió con muchos de los escritores del 27, se inserta cronológicamente en la generación siguiente, al lado de figuras como Leopoldo Panero, Luis Rosales o Dionisio Ridruejo.

Políticamente, lo recuerda hoy miércoles Andrés Trapiello en un sentido artículo, Muñoz Rojas perteneció, como Gaziel o Chávez Nogales, a la “improbable tercera España”. Poéticamente fue no sin fastidio más machadiano que juanramoniano, un escritor intimista, sencillo, nostálgico de la infancia y las primeras experiencias y también del mundo rural en extinción, al que se acercó con un lirismo exento de paternalismo.

Foto: EFE

Seleccionado por Nacho Segurado.



‘Lo único que tenemos es el cuerpo’, de Juan Antonio Masoliver Ródenas (1939)

Lo único que tenemos es el cuerpo

descendemos o caemos por los pozos del alma

y allí están las orillas y la arena, las

casas de madera abandonadas, el recuerdo

del aro y las canicas, la luz

en las paredes de las calles, allí

están los gemidos de los muertos

que estaban en el patio de la casa,

en el bar de los bailes y las mesas

de mármol. ¿Qué trenes oigo

entre el oleaje? Tropiezo con las puertas

y los árboles, llega la lejanía

de muy lejos, y el cristal de las fábricas,

los caminos se borran, encontramos

pájaros y alimañas y caballos,

bosques de telarañas

y ropa polvorienta. Las madres

del prostíbulo nos besaban

el vientre y allí nos levantamos

abrazados al cuerpo, abandonados,

en los soles del agua

la mano que nos lleva a la ceniza,

a la ciudad de calles circulares

borrada eternamente por la luz, oh

ciudad de los muertos y de iglesias,

de muchachas desnudas en la nieve,

de reyes y corceles y de cruces,

frágiles primaveras en los bosques,

me voy continuamente por el puente

a la isla más triste de las aguas,

gime tan lejos de cuclillas madre,

la hermana muerta araña los cristales,

meto en sacas el pan enmohecido,

busco y a abro puertas de la luz.

Qué suave y delicada es esta muerte,

era el amor, era el jardín aciago,

era el olvido que ahora ya no es nada.

Todo lo que tenemos es el cuerpo

y todo lo que tiene el cuerpo es la muerte.

Juan Antonio Masoliver Ródenas ocupa un lugar excéntrico en la poesía española. Fuera de foco. Sin generación: es decir: sin consuelo: es decir: sin rebaño en el que eventualmente protegerse o por el que tristemente disolverse. En 1999 Acantilado reunió su poesía visual, somática, desmitificadora. 399 páginas de versos como:

Demente como mis pies / sin cuerpo

O:

En sus sueños los dioses van desnudos

O:

En un jardín de estatuas que no existen / donde juegan los niños al verano

Seleccionado y comentado por Nacho Segurado.




‘Nocturno’, de Antonio Colinas (1946)

Son vagas las palabras: “La noche ha ido cayendo en el

Cristal.

Una líquida sombra adormecida…”. Tiene abierto

sobre la mesa un libro: “… marble like solid moonlight”.

El cigarrillo enlaza serpentinas

y en el papel hay versos anotados:

“Soy la sombra que tiembla”. Aún puede que ella llame.

“… en el cristal movido por el viento…”.

(El teléfono tiene el raro brillo

de un amuleto). Las

once en el reloj. (Se han apagado

las luces de los grandes almacenes. Trepa un gato

a la estatua del prócer.)

El poema

intentaba expresar la confusión…

Literatura.

Aún puede que ella llame. Son apenas las doce. De la

calle

suben voces festivas… Un poema

con camiones de riego, con luces de farolas,

con alguien recortado en la ventana,

a oscuras, pensativo.

Revisa los papeles. Un problema de tono

-y esa torpe metáfora del reflejo de la luna

en el tejado de hojalata del kiosco de prensa.

No llamará. La noche

parece derramarse como un grumo de tinta,

expandiéndose en el papel:

“La noche ha ido cayendo en el cristal”.

Tal vez mañana

esté todo más claro, y el teléfono suene,

y el poema pueda escribirse al fin

con ese tono sentimental que a ella tanto le gustaba

cuando solía llamarle por teléfono.

Como parece que afortunadamente gustó el poema Las últimas cenas de Antonio Colinas publicado hace poquito, aquí traigo Nocturno, que comparte con el otro la primera persona del singular, la nostalgia (en este caso amorosa, no amistosa) y dos versos finales como sentencias.



‘Las últimas cenas’, de Antonio Colinas (1946)

Lo que ahora nos une es una fecha

pactada cada mes, poco más que un esfuerzo

por seguir la amistad. Lo que ahora nos une

no es aquel entusiasmo, esa antigua alegría de estar juntos.

y cuando os digo esto me salís

con que las cosas cambian, con que a todos nos pesan

otra edad y otros frenos: las mujeres, los hijos,

madrugar, el trabajo…

Ha llegado muy pronto ese momento

que juramos mil veces retrasar, el momento

en que estar entre amigos es hablar con nostalgia

de lo que fue en su día ser amigos;

y en estas cenas frías de los jueves

todo el mundo recuerda aquellas cenas

gloriosas de los sábados. Se iluminan los ojos

con las viejas historias, esas locas hazañas,

con alcohol y mujeres, que hoy parecen ajenas y propician

una dulce arrogancia en las voces de todos,

y renace el orgullo en cada uno

por la amistad del otro cuando recuerda a alguien

aquel honor de hombres agraviados

que defendimos juntos ciertas noches

peleando. Y entre tantas victorias

-recordamos ahora con la sonrisa triste-,

llegamos a pensar que también venceríamos

sobre el destino incluso, sin saber que el destino

no se rinde a la fuerza ni al empeño,

ni que tantos propósitos en las cenas del sábado,

todo aquello que íbamos

a hacer con las mujeres y la vida,

sería más bien esto que los jueves

no deja de asombrarnos que hayan hecho

la vida y las mujeres con nosotros.

Cuando algún amigo me dice que gracias a Facebook puede que vaya a quedar, que ha quedado o que quedará con sus ex compañeros de colegio recuerdo (aunque no lo exhiba) este poema de Antonio Colinas (también, una columna de Manuel Vicent que hablaba de un sótano, máscaras y profesiones ridículas, y que empiezo a dudar de que exista porque no doy con ella en ninguna hemeroteca) y pienso y no le digo: sic tibi cena levis.

Antonio Colinas, etiquetado como novísimo, ha fusionado con inteligencia la tradición poética heredada de la Generación de los 50 (“No concibo un mundo sin poesía y no concibo, por ello, que ésta no vaya estrechamente unida a la experiencia cotidiana”), con una voz propia, clásica, madura y celebrativa.

Antonio Colinas, ofreciendo un recital en el XI Festival Internacional de Poesía de Medellín (2001).

Seleccionado y comentado por Nacho Segurado.



‘Un arte de vida’, de Luis Antonio de Villena (1951)

Vivir sin hacer nada. Cuidar lo que no importa,

tu corbata de tarde, la carta que le escribes

a un amigo, la opinión sobre un lienzo, que dirás

en la charla, pero que no tendrás el torpe gusto

de pretender escrita. Beber, que es un placer efímero.

Amar el sol y desear veranos, y el invierno

lentísimo que invita a la nostalgia (¿de dónde

esa nostalgia?). Salir todas las noches, arreglarte

el foulard con cariño esmerado ante el espejo,

embriagarte en belleza cuanto puedas, perseguir

y anhelar jóvenes cuerpos, llanuras prodigiosas,

todo el mundo que cabe en tanta euritmia.

Dejar de amanecida tan fantásticos lechos,

y olerte las manos mientras buscas taxi, gozando

en la memoria, porque hablan de vellos y delicias

y escondidos lugares, y perfumes sin nombre,

dulces como los cuerpos. ¡Qué frío amanecer entonces,

qué triste es, qué bello! Las sábanas te acogerán

después, un tanto yermas, y esperarás el sueño.

Del día que vendrá no sabes nada. (No consultas

oráculos.) Te quemarán hastíos y emociones,

tertulias y bellezas, las rosas de un banquete

suntuario, y las viejas callejas, donde se siente

todo, en el verano como un aroma intenso.

Vivir sin hacer nada. Cuidar lo que no importa.

Y si todo va mal, si al final todo es duro,

como Verlaine, saber ser el rey de un palacio de invierno.

El dandismo, el dandismo de raíz wilderiana, porque otro no hay, es la cualidad intelectual y vital más cultivada por Luis Antonio de Villena. A esta pose, en el buen sentido de la palabra, hay que añadir el elogio constante de la tentación -siempre literaria- del fracaso (Fitzgerald, Cioran, Fondane), su labrado perfil de mitómano confeso (del cine a la publicidad haciendo escala en selectas islas del Egeo) y su exquisito tino como crítico.

Nostálgico profesional, que añora el presente más que el propio pasado (lean Ante el espejo, los recuerdos de su niñez: «Eterno verano de la mente, que nunca llega, mientras el real, el de siempre, se desvanece año tras año en la imposibilidad y en el humo»), la poesía de De Villena es belleza y provocación, frivolidad y hondura, un tira y afloja entre lo inevitablemente sagrado (el cuerpo) y lo catastróficamente profano (su corrupción).

Seleccionado y comentado por Nacho Segurado.



‘A un olmo seco’, de Antonio Machado

Al olmo viejo, hendido por el rayo

y en su mitad podrido,

con las lluvias de abril y el sol de mayo

algunas hojas verdes le han salido.

¡El olmo centenario en la colina

que lame el Duero! Un musgo amarillento

le mancha la corteza blanquecina

al tronco carcomido y polvoriento.

No será, cual los álamos cantores

que guardan el camino y la ribera,

habitado de pardos ruiseñores.

Ejército de hormigas en hilera

va trepando por él, y en sus entrañas

urden sus telas grises las arañas.

Antes que te derribe, olmo del Duero,

con su hacha el leñador, y el carpintero

te convierta en melena de campana,

lanza de carro o yugo de carreta;

antes que rojo en el hogar, mañana,

ardas en alguna mísera caseta,

al borde de un camino;

antes que te descuaje un torbellino

y tronche el soplo de las sierras blancas;

antes que el río hasta la mar te empuje

por valles y barrancas,

olmo, quiero anotar en mi cartera

la gracia de tu rama verdecida.

Mi corazón espera

también, hacia la luz y hacia la vida,

otro milagro de la primavera.

No he visto mejor canto vital a la esperanza y al optimismo que el que subyace en este poema de don Antonio Machado.

La esencia está concentrada en este simple verso:

«…algunas hojas verdes le han salido».

Cada vez que me enfrento a este poema tan balsámico -y tan recomendable en tiempos de crisis- recuerdo una anédota que me contó mi hermana Isabel cuando era maestra de secundaria.

Tenía un alumno adolescente con muchos problemas (además de los propios de su edad, que no son pocos). Se sentía despreciado por su familia, por sus profesores, por sus compañeros. Estaba destrozado y deprimido. En una tutoría, mi hermana le alargó un folio con este poema y le pidió que lo leyera en silencio.

Cuando el niño (un olmo aún joven) llegó a estos versos finales:

Mi corazón espera

también, hacia la luz y hacia la vida,

otro milagro de la primavera.

se le saltaron las lágrimas.

Más tarde, le dijo a mi hermana que ese poema «A un olmo seco» le había cambiado su vida. El milagro machadiano se produjo, y aquel chico es hoy lo que se dice un hombre de provecho.

¡Para que luego digan que la poesía no hace milagros!.

Seleccionado y comentado por José A. Martínez Soler