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‘El carro de la vida’, de Alexandr Pushkin (1799 – 1837)

Aunque a veces la carga es pesada,

el carro avanza ligero;

el intrépido cochero, el canoso tiempo,

no se baja del pescante.

Nos acomodamos por la mañana en el carro,

alegres de partirnos la cabeza,

y, despreciando el placer y la pereza,

gritamos: ¡Adelante!

A mediodía se ha esfumado ya el arrojo;

trastornados por la fatiga y aterrados

por las pendientes y los barrancos,

gritamos: ¡Más despacio, loco!

El carro sigue su marcha; ya a la tarde,

a su carrera acostumbrados, soñolientos,

buscamos posada para la noche,

mientras el tiempo azuza a los caballos.

¿Son verdad las últimas palabras de los escritores moribundos? ¿Es relevante su veracidad? ¿O les basta con ser un instante de lucidez final, una aspiración agónica a la totalidad? La tentación de los finales legendarios es directamente proporcional al impulso retrospectivo de explicar las vidas a través de ellos.

Alexander Pushkin, al ser preguntado en el lecho de muerte si quería despedirse de sus amigos, se volvió hacia sus libros y dijo: «Adiós, amigos«. Un final plausible para cualquier escritor, pero que en su caso disimula una vida azarosa, ondulante, muy alejada del estereotipo libresco de hombre de letras asceta y comodón.

Pushkin nunca ocultó que escribió por dinero (ver poema final) ni que su intención era ser lo más burlón y descarado posible dentro del rígido esquema mental de la alta sociedad zarista, a la que nunca dejó de pertenecer. Salvo la tradición literaria clásica, que respetaba con veneración, el resto de cualidades personales de Pushkin, librepensador, rebelde, fresco, las concentraba todas en la escritura. Una escritura exacta y breve, virtuosa y clarificadora.

Pushkin vivió poco («el diablo dispuso que naciera en Rusia con espíritu y talento»). El zar lo mandó al exilio interior -que en Rusia es muy, muy lejano y muy, muy frío- un par de veces. Conoció el éxito y el olvido (también el desprecio, la forma más amable de olvido). Falleció a los 38 años por las heridas mortales que le provocó batirse en duelo por una causa de honor (como el matemático Galois, un poco antes). Ya sabéis sus palabras. Ahora, el prometido genial poema del dinero:

Y me dirán con pérfida sonrisa:

Mire, es usted un poeta estrafalario e hipócrita.

Asevera que la gloria no le importa,

Que le parece cosa ridícula y vana.

-Entonces, ¿por qué escribe? -¿Yo? Por mí mismo.

-En ese caso, ¿por qué publica? -Por dinero.

-¡Oh, Dios mío, qué vergüenza!

-Pues, ¿Qué hay de malo?

(Para Teresa. Cuánto te gustaba su calle de Berlín).

NOTA 2: Traducido del ruso por Víctor Gallego Ballestero.

Seleccionado y comentado por Nacho Segurado