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‘En la variedad está el gusto’, de José Luis Jover (1946)

Poemas rellenos de trufas

Poemas con dedicatoria del autor

Poemas con lazos (normales o de amistad)

Poemas con pedrería

Poemas en piel y en polipiel

Poemas recargables

Poemas bordados en oro

Poemas con pilas o a la red

Poemas con una capa de crema de pistacho

Poemas envasados al vacío

Poemas con reglaje lumbar

Poemas escarchados

Poemas con peineta

Poemas halógenos

Poemas no retornables

Poemas muy absorbentes, con doble capa

Poemas pilongas

Poemas estreñidos

Poemas castellano-manchegos

Coproemas

Poemas cogidos con redecilla

Poemas alicatados hasta el techo

Poemas básicos y cúbicos

Poemas autistas

Poemas tetrapléjicos

Poemas con vistas al patio interior del domicilio del poeta.

Lo que son las cosas, el día que me la jugué con un peso pesado como Gérard de Nerval no podía imaginar que su traductor al castellano, José Luis Jover, sería alguna vez protagonista del blog. ¡Y qué protagonista! Sutil, socarrón, mínimo… Ya. Corro el peligro de emocionarme demasiado y tapizar esto de adjetivos laudatorios que, al cabo, dirían más de mí que de su obra.

José Luis Jover es un poeta que hace collages y un cartelista que hace poesía (como, recordad, Joan Brossa). Su divisa, y a fe que la cumple, es «siempre sobra algo». Hace poco estuve en una exposición en el MuVIM que recoge buena parte de su producción desde 1996 hasta hoy. Es fantástico comprobar su evolución, desde un surrealismo minimalista hasta un expresionismo urbano y maquinista (personalmente, me quedó con sus últimas series, en especial Parejas de hecho).

Jover asegura que los hallazgos poéticos, ya sea con las palabras o con las imágenes, llegan muchas veces por casualidad, mientras se buscaban otros. Cuesta pensar que sea tan sencillo viendo algunos de sus collages, milimétricamente compuestos para emocionar más allá de la fascinación que produce la tregua momentánea del sentido cotidiano.

NOTA: Os traigo un poema suyo perteneciente al libro A esta baraja le faltan corazones, de 1993. La imagen que ilustra el post es uno de sus collage que más me gustan.

Nacho S. (En Twitter: @nemosegu)





‘En la ciudad blanca’, de Luis Bagué Quílez (1978)

La ciudad de los grandes miradores,

donde la luz enferma

de fuego los paisajes, los tejados

ardientes de la alfama,

los tranvías amarillos que siempre desembocan

en el mar

o en a espuma deprimida de los sueños.

La ciudad blanca

se van volviendo gris

con el compás monótono

de los días de invierno

y las luces eléctricas que incendian

las ramas decoradas

del árbol de neón que nos vigila.

La ciudad es la llave

que abre el cofre secreto de otro siglo

donde las calles guardan nuestro nombre

y el rumor del océano

convoca la nostalgia de lejanos imperios.

La ciudad -los lluviosos rincones

que esconde el Bairro Alto

bajo el paraguas de la aurora-

extiende su tibieza

al bullicio de tontas avenidas

con aroma de especias y jardines

y la sombra de antiguos terremotos.

La ciudad que se aleja

ya no nos reconoce.

Su voz serán restos de aquel fado

entre cuyos acordes se ocultaba

un amargo sabor a despedida

y la vana promesa del regreso.

Toledo, Madrid, Milán, California. El amor se traslada, «a través de inciertas carreteras secundarias», de ciudad en ciudad, de continente en continente.

Casi todos los poemas de Luis Bagué (cinéfilo que nació en Pallafrugell, donde lo hizo él, que tan poquito de cine sabía) son mojones que avisan de la despedida de la juventud. Entre la certeza amarga de «haber dejado atrás el paraíso» y la asunción de la madurez de escritor («cuántos tópicos debe la nostalgia a la literatura»).

En cuanto al poema. Yo vi su azul nunca visto, que escribió Tabucci. Y volveré. Con Teresa, que nunca fue y que cíclicamente me dice:

«¿Vamos?,

¿¿vamos??,

¿¿¿vamos???».

IMAGEN: Archivo personal. Mi amigo David (izq) et moi.

Nacho S. (En Twitter: @nemosegu)



‘Múdanse tiempos, mudan voluntades’, de Luis de Camões (1524 – 1580)

Múdanse tiempos, mudan voluntades,

múdase el ser, se muda la confianza,

todo el mundo es compuesto de mudanza,

tomando siempre nuevas cualidades,

constantemente vemos novedades

contrarias al deseo y la esperanza;

nunca el recuerdo los crueles lanza;

quedan del bien, si le hubo, las saudades.

El tiempo cubre con florido manto

el suelo de cubrió la nieve fría,

y, en mí, convierte en lloro el dulce canto;

y ahora hace este mudarse cada día

una mudanza de mayor espanto:

el no mudarse ya como solía.

Cuando Portugal era una talasocracia en rivalidad fraterna con España, el contar con un gran poeta que cantara las hazañas épicas más allá del cabo de las Tormentas, rebautizado Buena Esperanza, era un punto a favor de los lusos. Luis de Camões es ese poeta de la epopeya de ultramar: «Cese el cantar al griego y al troyano / por los periplos grandes que siguieron; / cállese de Alejandro y de Trajano / la fama de victorias que tuvieron; / yo canto al pecho ilustre lusitano, / a quien Neptuno y Marte obedecieron».

Ha pasado años desde que Portugal perdiera los últimos vestigios de lo que una vez fuera un vasto imperio colonial. De todo aquello, lo que mejor aguanta los embates del paso del tiempo es la poesía de Camões, como por otra parte sucede con los escritores de nuestro Siglo de Oro.

Camões sufrió en carne propia las penalidades de la guerra de conquista en la India como soldado, y luego como una polea más en el engranaje administrativo de los nuevos territorios. A su regreso a Lisboa, donde moriría diez años después, dedicó su genio a reflexionar sobre la experiencia, tanto personal como colectiva, que plasmó en Os Lusíadas.

Debido a la gran extensión de los cantos que componen su obra maestra, he preferido publicar de él este sabio soneto sobre la fugacidad de la vida en la juventud y el temblor del reposo final de la madurez, que tradujo en su día al castellano José María de Cossío.

Nacho S.



‘Escultura líquida’, de Luis Muñoz (1966)

Si todo terminara aquí, si todo se cerrara,

de golpe, como un cepo, no lo lamentaría.

Suena una hebilla en la otra hebilla

encima de la colcha.

Luego, los cuerpos de tormenta, el suyo

que es un ciclón de seda, el mío

que es un tronco volcado

y esa intersección de memoria y olvido,

de afirmación y nada, de posesión y fuga,

de planos sobre planos sobre planos.

Para Luis Muñoz (Granada, 1966) la poesía se reduce a dos palabras: indagación y conversación. Indagación sobre el mundo y su conciencia y conversación con el pasado (la tradición) y el mundo contemporáneo. Con estas premisas no es extraño que en sus libros el recurso a lo narrativo (Camisetas, Postales en un sobre), lo cotidiano (Ocho de la mañana) y lo cernudiano (Lisboa) sean constantes. Algo de todo eso hay en Escultura líquida, un poema de amor compuesto de materiales de desecho de la realidad, mezcla de ruidos característicos y geometría.

NOTA: Escultura líquida pertenece a Correspondencias, publicado en la editorial Visor en 2001.

La foto ha sido tomada de la dirección http://www.luismunoz.org

Seleccionado y comentado por Nacho Segurado.



‘Fotografías veladas de la lluvia’, de Luis García Montero (1958)

Cuando los merenderos de septiembre

dejaban escapar sus últimas canciones

por las colinas del Genil,

yo miraba la luz,

como una flor envejecida,

caerse lentamente. Lo recuerdo.

Y recuerdo en mi piel la enfermedad

de las horas inciertas. Por los alrededores

la mirada del niño primogénito

parecía saberlo.

Bombillas

contra un cielo sin fondo,

pintura de las mesas

más pobre y sin verano,

botellas olvidadas y sin un solo mensaje

y la radio sonando

con voz de plata

como los álamos del río.

Antes que los humanos

los objetos aprenden a vivir en otoño.

Hasta un golpe de lluvia.

Entonces sí,

hay mujeres y hombres que corren al invierno

con gritos sorprendidos todavía

en la palabra agosto.

La lluvia de repente

que le devuelve a España su existencia

de periódico antiguo

y pone hacia el final de las películas

un beso triste, un dolor censurado.

Del verano se sale igual que de un recuerdo.

nunca lo detenemos

en sus noches crueles de calor,

ni se queda en nosotros

la insistencia quemada de las calles,

los fantasmas eróticos

que jamás desembocan en un cuerpo,

noches de alcohol sin nadie,

la cuchilla del frío repentino,

la humillación de los amaneceres.

Pero del mismo modo

al recuerdo se vuelve igual que a los veranos,

con ganas de tocar el mar,

como un tiempo más nuestro,

la leyenda arruinada del nosotros más puro,

una memoria de la felicidad

que duele, nos desarma

y rueda en las colinas de la tarde

y nos busca después

cada septiembre

como los álamos del río

en esa flor envejecida

de nuestra propia casa.

Los pecados del tiempo son pecados mortales.

Y al fin todo se apaga, se deshacen en lluvia

los tiranos, las mañanas de iglesia,

los titulares de periódico,

la voz que dice no o que confirma un precio,

y también lo más noble,

esa costumbre del olvido

que va imponiendo sus fronteras,

porque el amor no sabe detenerse

y su fatalidad es la del agua.

cosas como un reloj

en el brazo del niño que miraba la tarde,

como una marca de electrodomésticos,

una casa marina,

atardeceres rojos en la universidad,

una canción, un jardín provinciano.

O tal vez ese coche

que regresaba de los merenderos,

estampa negra, temblor cerrado a combustible,

persiguiendo la lluvia con sus faros

entre los quitamiedos,

en los recodos de la carretera.

Oigo ahora su estrépito, el de un motor antiguo,

y lo veo que cruza

el bulevar de los sueños perdidos

hasta que se detiene delante de una casa.

Paseo de la Bomba, 18.

Alguien abre la puerta.

Los niños corren y desaparecen.

Cuando la muerte quiera

una verdad quitar de entre mis manos

las hallará vacías. Al cerrarme los ojos

se mojará los dedos con la lluvia.

Nos duele envejecer, pero resulta

más difícil aún

comprender que se ama solamente

aquello que envejece.

Poesía urbana, moral privada, realismo posmoderno. Sentimientos fechados. El corazón y la hondura. Lirismo de lo cotidiano. Tareas de supervivencia. La experiencia de la palabra. El poeta contumaz. El poeta necesario. Una conciencia al pie de la ciudad. De la herencia cervantina. La musa con vaquero. Un bolero ilustrado. La ciudad escrita. Un viaje por el invierno del frío. De la otra sentimentalidad al week-end. Vivir en los pronombres. Singularidad del realismo…

Nada que yo escribiese ofrecería una idea más exacta de la poesía de Luis García Montero que la lectura de corrido de los títulos de algunos de los artículos dedicados a su obra.

Además, Fotografías veladas de la lluvia lo tiene casi todo: verano, nostalgia, Cernuda, atardeceres, tiempo, infancia y periódicos. Aunque asumo las críticas de una selección tan unilateral.

(FOTO: Agencia EFE)

Seleccionado y comentado por Nacho Segurado.



‘Cuando pienso en los viejos amigos’, de Luis Alberto de Cuenca (1950)

Cuando pienso en los viejos amigos que se han ido

de mi vida, pactando con terribles mujeres

que alimentan su miedo y los cubren de hijos

para tenerlos cerca, controlados e inermes.

Cuando pienso en los viejos amigos que se fueron

al país de la muerte, sin viaje de vuelta,

sólo porque buscaron el placer en los cuerpos

y el olvido en las drogas que alivian la tristeza.

Cuando pienso en los viejos amigos que, en el fondo

del mar de la memoria, me ofrecieron un día

la extraña sensación de no sentirme solo

y la complicidad de una franca sonrisa…

SOBRE UNA CARTA DE JOHN KEATS

Un dios por quien jurar. El buen tiempo (supongo).

La salud. Muchos libros. Un paisaje de Friedrich.

La mente en paz. Tu cuerpo desnudo en la terraza.

Un macizo de lilas donde rezar a Flora.

Dos o tres enemigos y dos o tres amigos.

Todo eso junto es la felicidad.

Escribir sobre un autor predilecto puede llegar a convertirse, a poco que no se tenga cuidado, en un ridículo o una injusticia. Depende de cómo se seleccionen los adjetivos. Luis Alberto de Cuenca es el poeta español, consagrado y vivo, que con más frecuencia y agrado he releído. ¿Azar biográfico? ¿Afinidad intelectual? ¿Oportunismo sentimental? No hay nada más estéril y aburrido, para otros y para uno mismo, que tratar de argumentar la devoción poética.

Al contrario de lo que suele asegurarse, en cuestión de gustos hay mucho escrito, quizá demasiado. Dicho esto, me justifico indirectamente seleccionando dos de sus poemas, uno de Por fuertes y fronteras y otro de El hacha y la rosa, ambos extraídos de la edición de 2007 de Los mundos y los días, su poesía reunida.

PD: Loquillo le puso música a Cuando pienso en los viejos amigos.

Seleccionado y comentado por Nacho Segurado.




‘Un arte de vida’, de Luis Antonio de Villena (1951)

Vivir sin hacer nada. Cuidar lo que no importa,

tu corbata de tarde, la carta que le escribes

a un amigo, la opinión sobre un lienzo, que dirás

en la charla, pero que no tendrás el torpe gusto

de pretender escrita. Beber, que es un placer efímero.

Amar el sol y desear veranos, y el invierno

lentísimo que invita a la nostalgia (¿de dónde

esa nostalgia?). Salir todas las noches, arreglarte

el foulard con cariño esmerado ante el espejo,

embriagarte en belleza cuanto puedas, perseguir

y anhelar jóvenes cuerpos, llanuras prodigiosas,

todo el mundo que cabe en tanta euritmia.

Dejar de amanecida tan fantásticos lechos,

y olerte las manos mientras buscas taxi, gozando

en la memoria, porque hablan de vellos y delicias

y escondidos lugares, y perfumes sin nombre,

dulces como los cuerpos. ¡Qué frío amanecer entonces,

qué triste es, qué bello! Las sábanas te acogerán

después, un tanto yermas, y esperarás el sueño.

Del día que vendrá no sabes nada. (No consultas

oráculos.) Te quemarán hastíos y emociones,

tertulias y bellezas, las rosas de un banquete

suntuario, y las viejas callejas, donde se siente

todo, en el verano como un aroma intenso.

Vivir sin hacer nada. Cuidar lo que no importa.

Y si todo va mal, si al final todo es duro,

como Verlaine, saber ser el rey de un palacio de invierno.

El dandismo, el dandismo de raíz wilderiana, porque otro no hay, es la cualidad intelectual y vital más cultivada por Luis Antonio de Villena. A esta pose, en el buen sentido de la palabra, hay que añadir el elogio constante de la tentación -siempre literaria- del fracaso (Fitzgerald, Cioran, Fondane), su labrado perfil de mitómano confeso (del cine a la publicidad haciendo escala en selectas islas del Egeo) y su exquisito tino como crítico.

Nostálgico profesional, que añora el presente más que el propio pasado (lean Ante el espejo, los recuerdos de su niñez: «Eterno verano de la mente, que nunca llega, mientras el real, el de siempre, se desvanece año tras año en la imposibilidad y en el humo»), la poesía de De Villena es belleza y provocación, frivolidad y hondura, un tira y afloja entre lo inevitablemente sagrado (el cuerpo) y lo catastróficamente profano (su corrupción).

Seleccionado y comentado por Nacho Segurado.



‘La carta entera’, de Luis Rosales (1910 – 1992)

Vivimos arrojados en el mundo y nuestra piel

Se encuentra ardiendo;

Pon en orden tus llagas y disponte a escribir;

Ésta es tu rebeldía,

No tienes otra cosa que llevarte a la boca;

Desde hace muchos años nadie puede vivir y nadie vive,

Pero la vida continúa,

La noria sigue andando con el caballo muerto.

Esto es lo que nos pasa,

Hablar sinceramente es una forma de castración pero

Tienes que hablar,

Tienes que hablar sinceramente hasta la extenuación y

Has de hacerlo con humildad,

En rigor basta ser minucioso para ser objetivo

Y yo pretendo hacer un libro minucioso y absurdo sobre

El hombre actual,

Y su creciente desamparo.

He empezado a escribirlo sin darle ningún orden porque

La desesperación lo ordenará,

Pero no te preocupes,

Un minuto es tan grande como un ciego,

Y ya sabes que un ciego llena la calle por completo en el

Momento de cruzarla,

Llorar en cambio es muy pequeño: siempre queda corto.

Por lo tanto no es preciso elegir,

No tengo que elegir la desesperación, ni las palabras, ni los

Temas del libro pues quien elige empieza a cuidarse,

No es preciso elegir:

Basta atender.

Hay que prestarle al mundo una atención distribuida,

Esa atención que une a los hombres en la dialéctica de la

Objetividad,

Y me hace ahora mirar con vuestros ojos y amar con vuestras manos,

Pues lo vivo es lo junto,

Y en cada uno de nosotros hay tantos hombres diferentes

Que siempre que te espejas en el mar ves un rostro distinto

En cada ola.

Incluso los que tuvimos como profesores de literatura a enérgicos y ya maduros curas rojos que, entre verso de Machado y estrofa de Juan Ramón, blasfemaban divinamente, llegamos a disfrutar alguna vez con las poesías de Luis Rosales, católico intimista y falangista atemperado por la edad y el sentido común.

Los versos de Luis Rosales tienen una feliz perfección que se acerca al epigrama o la greguería: «Sabiendo que jamás me he equivocado en nada, / sino en las cosas que yo más quería». Y: «Para ser un buen extremista sólo hace falta / simplificar un poquito las cosas». O: «El viento es como un ciego que tocara el violín».

El poema seleccionado es el prólogo de uno de sus últimos libros, La carta entera, de 1980. En él se aprecian perfectamente la fraternal rebeldía intimista, el existencialismo de raíz cristiana, el fatalismo y la búsqueda de perfección formal y moral.

Seleccionado y comentado por Nacho Segurado.



‘Noche de San Juan’, de Juan Luis Panero (1942)

NOCHE DE SAN JUAN

Anticuado, interrogo a las estrellas,

su desnudo, inapelable misterio,

mientras miro las llamas en la playa,

en esta noche cuando empieza el verano.

Lector de Drieu o Pavese, sé también

lo sencillo que puede ser acabar con la historia,

no preguntar ya nada, olvidar para siempre

esta apariencia de tarjeta postal.

Frente a mí, imperturbables, desveladas,

pasan, en silencio, vida y muerte,

evitando, con un rictus cansado,

este fantasma insomne, este papel en blanco,

esta hoguera apagada que perdura.

Algunos leímos la poesía de Juan Luis Panero por azar y terminamos abrazados a ella por necesidad. El manual de la sedicente juventud indica que lo correcto es sentir fascinación por Leopoldo María, el -según dicen- varias veces maldito. En mi caso, tal fascinación fue efímera. Duró lo que tardé, gracias a un librero que equivocó sus nombres, en conocer la poesía de su hermano.

Yo recordaba al Juan Luis de El desencanto. Un hombre todavía joven, circunspecto, con una dicción impecable. Le recordaba barajando cuatro fotografías -Scott Fitzgerald, Cernuda, Camus y Kavafis- y confesándose un mitómano empedernido. De creer a su biógrafa Mar González Veiga, quien hace un retrato suyo muy halagador, Juan Luis Panero no es un misántropo y un huraño, sino un solitario descreído con conciencia de serlo.

Poéticamente, Juan Luis no es esteta ni veneciano, al contrario que tantos de su generación. Sus poemas, como este Noche de San Juan, son infinitamente menos crípticos que los de Leopoldo María, y evocan una madurez áspera, un desasosiego hondo y sin mistificaciones.

PD: Felipe Benítez Reyes, declarado admirador de la poesía de Juan Luis Panero (la antología de éste en la editorial Renacimiento lleva su sello), también ha escrito un poema a la noche de San Juan. Aunque menos intimistas y sin convocar al suicidio (Drieu La Rochelle, Pavese), sus versos suenan -como es de rigor- igualmente elegíacos y nostálgicos.

NOCHE DE SAN JUAN

Qué secreta y hermosa

es la noche festiva para aquel

que no tiene pasado: un tiempo frío

dentro del corazón.

Qué exacta noche

de fuego y juventud.

Qué diferente

ya de cuando éramos

aquellos que en la sombra

furtivos se besaban y reían.

Las muchachas se obsequian como entonces

y los amigos beben en una copa igual

a la que ya apuramos cuando fuimos

como estos que ahora se adueñan de la vida.

Seleccionados y comentados por Nacho Segurado.







‘Estamos en invierno, amor, y llueve’ de Luis López Anglada (1919-2007)

Alguien le llamó “un clásico rezagado”. López Anglada perteneció al grupo de los poetas del bando vencedor de la Guerra Civil. Participó en la guerra como Alférez provisional, y se retiró como coronel en 1985. A pesar de su currículum de colaborador del régimen, gozó del respeto de sus colegas por su honestidad literaria. Hace algunos años conocí este poema (no recuerdo por qué ni cómo), y desde entonces lo conservo como un monumento al sentimiento de desamparo en el invierno del final de una vida. Nunca supe el título del poema, si es que tiene alguno.

Estamos en invierno, amor, y llueve,

y en el corazón entra tanto frío

como si lo invadiese un negro río

de soledad que hasta la sangre bebe.

En el espacio de tu sueño breve

¿entra la lluvia, amor? Negro y sombrío

tu corazón, acaso, como el mío

ni a despertar de su dormir se atreve.

Tengo, amor, mucho frío y en mis venas

se me han helado soledad y pena

y el tiempo del dolor se vuelve eterno.

Y tanto llueve, amor, y tanto duele

que tengo miedo de que se me hiele

hasta la misma pena en este invierno.

Seleccionado y comentado por Manuel Saco