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Alan Sillitoe, la conciencia cabreada

Lucifer se durmió durante el viaje hacia el sur,
(pero solo un poco)
porque por la mañana tenía que decidir
si, habiendo cruzado el río,
y dicho adiós a la luna,
cuando ningún perro ladraba ya
ni se veía humo saliendo de ninguna tienda
ni se escuchaba voz alguna,
debía tomar la izquierda
o la derecha del camino.

Era mejor no parar
ni pensar en el calor
sino atacar sin pensarlo hacia izquierda o derecha.
O eso, o abordamos el camino del medio
Un páramo de granito verde
donde uno vivió entretanto
y aprendió mucho más
que tras el agotamiento de una decisión apresurada,
o la ruina absoluta de la decisión correcta.

Algunos de sus cuentos breves, como Ocaso y caída de Frankie Buller, están entre lo mejor que he leído del género. J., que me los descubrió, ya me lo advertía con su sabiduría que no admite aristas. A Alan Sillitoe (fallecido en 2010) todos le recordaréis por su maravilloso relato La soledad del corredor de fondo, un prodigio de monólogo interior que retrata con una belleza impía la autoridad, la juventud y la ausencia de esperanza.

La literatura autodidacta de Sillitoe, uno de aquellos angry young men de la generación inglesa de posguerra -posguerra donde la austeridad no era un cosmético político sino que removía realmente las conciencias (de clase)- se dedicó a denunciar la hipocresía de una sociedad en la que la falta de expectativas para los más desfavorecidos, el desarraigo social y el recuerdo maldito de la guerra estaban a flor de piel.

Pero Sillitoe, novelista y cuentista, fue además y sobre todo, poeta. Como sucede demasiadas veces, y aquí en el blog hay muchos otros ejemplos, el oficio de hacer versos acaba relegado a un segundo plano dentro de la obra literaria, por más que el escritor repita que es su principal dedicación. Sirva este poema, La decisión de Lucifer (aquí, en el original inglés), de un simbolismo feroz y una meta desesperanzada, de homenaje.

TRADUCCIÓN: Patricia Álvarez

IMAGEN: http://lewebpedagogique.com

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Maiakovski en el Imperio

Al montarse

el sexteto

de los continentes,

le tocó el poder mesiánico:

Tiene una ciudad

hecha de componentes

electro-dinamo-mecánicos.

En Chicago:

14.000 calles,

rayos de soles-glorietas.

De cada una:

1.000 callejones,

no los recorre el tren ni en un año.

¡En Chicago el hombre es un extraño!


Lorca no fue el único poeta en Nueva York
. A la ciudad que emergía como centro del mundo también viajó un ruso. Un marxista (entonces) muy convencido, un poeta del pueblo, un alucinado del arte de vanguardia.

La megalópolis que Julio Camba bautizara felizmente como “automática” era el lugar perfecto para experimentar las contradicciones del capitalismo triunfante y comprobar in situ la primera venida del Futurismo a la Tierra.

Ese poeta era Maiakovski. Años antes de la caída, en 1925. Apenas un joven que cruzaba el Atlántico en primera diseccionando enemigos de clase (“la primera clase vomita donde le da la gana, la segunda, sobre la tercera y la tercera sobre sí misma”).

Un escritor en su cima. Recibido primero por el muralista Diego Rivera a su llegada al México posrevolucionario de las corridas de toros y los excéntricos teóricos del comunismo, y agasajado luego en las conferencias que pronunciaba ante las masas obreras en Nueva York, Detroit y Chicago.

Sobre esta última ciudad, “que no se avergüenza de sus fábricas ni las esconde en los suburbios”, Maiakosvski había escrito años antes de visitarla un poema. Un poema de ficción, como él lo llamó, sobre una ciudad ajena a lo ostentoso y que olía a matadero.

PS. La idea de publicar este poema me vino tras leer América (editorial Gallo Nero), un librito excelente editado recientemente con las notas -algunas certeras, otras premonitorias, otras absurdas- del curioso viaje que el poeta ruso realizó por EE UU.

IMAGEN: Chicago en la década de los Veinte (http://heckeranddecker.wordpress.com/)

Otro poema –¡A todos!– de Maiakovski en el blog.

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Captatio benevolentiae

En las situaciones difíciles
Muéstrate animoso y fuerte;
De igual manera, con prudencia,
Arriarás las hinchadas velas ante un viento
Demasiado favorable.

***

Es una tarde cenicienta y mustia,
destartalada, como el alma mía;
y es esta vieja angustia
que habita mi usual hipocondría.
La causa de esta angustia no consigo
ni vagamente comprender siquiera;
pero recuerdo y, recordando, digo:
–Sí, yo era niño, y tú, mi compañera.
Y no es verdad, dolor, yo te conozco,
tú eres nostalgia de la vida buena
y soledad de corazón sombrío,
de barco sin naufragio y sin estrella.
Como perro olvidado que no tiene
huella ni olfato y yerra
por los caminos, sin camino, como
el niño que en la noche de una fiesta
se pierde entre el gentío
y el aire polvoriento y las candelas
chispeantes, atónito, y asombra
su corazón de música y de pena,
así voy yo, borracho melancólico,
guitarrista lunático, poeta,
y pobre hombre en sueños,
siempre buscando a Dios entre la niebla.

Para M., que es necesaria.

Extrañamente, mi abuela, mi madre y @elbecario han coincidido en recomendarme una dieta blanda de libros. Traducido a mi visión de la cosa: libros superficiales que inducen a un sueño profundo y quizá merecido (lo primero lo necesito, aunque lo segundo me lo tendría que ganar). He empezado a hacerles caso ya, y ahora mismo estoy cabeceando con Slavoj Zizek y sus sofisticadas banalidades sobre Robespierre, la virtud y el terror. Lexatin intelectual.

Bromas aparte, quiero pediros perdón por descuidar conscientemente el blog más de lo que la costumbre y el paso del tiempo acaban arrinconando los objetos (y las palabras). Casi cuatrocientos poemas de otros tantos poetas no son una excusa, ni siquiera cuantitativa. Tampoco lo es esa (mi) usual hipocondría machadiana.

Escribir no es una terapia. Leer tampoco. La literatura no es un spa (para los que leímos La Montaña mágica, balneario) al que acudir para curarte los males del alma -que no existe- ni los achaques del cuerpo -un Moloch que siempre exige nuevos sacrificios-. Necesito tomarme en serio el consejo de Horacio, «desechad ahora con vino vuestras penas», antes de volver de nuevo mañana a «surcar el anchuroso mar». Dadme unos días.

NOTA: El primer poema es la oda III del Libro II de Horacio. El segundo es la tarde cenicienta y mustia de Machado.

IMAGEN: Wind from the sea (Andrew Wyeth). [Busqué -sin conserguirlo por las prisas- otro cuadro de Andrew Wyeth que no, no es Christina’s World]

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Hobsbawn, Yeats y la fraternidad en la revolución

Aquel otro hombre en quien soñé
Patán jactancioso y borracho
Y sin embargo le aludo en la canción;
También él abandonó su papel
En la comedia fortuita;
También él ha sido transformado a su vez,
Mudado radicalmente:
Ha nacido una terrible belleza.

De cada diez veces que los periódicos escriben el término revolución, nueve lo hacen en contextos apolíticos (“La revolución del fichaje de Ronaldo”; “La revolución de los programas de cocina”; “Justin Bieber, un fenómeno revolucionario”…). De tanto usarse impunemente su significado se ha devaluado. Es el cuento de caperucita y el lobo. Cuando de verdad llega (lo más parecido a) una revolución, casi nadie sigue creyendo ya en ella.

Estos días, casualidades, ando leyendo Rebeldes primitivos, el gran estudio de Eric Hobsbawn (¡qué tiene nuevo libro!) sobre los movimientos prepolíticos de agitación social. Además de analizar la naturaleza, origen y declive del bandolerismo, la Mafia o el milenarismo lazaretista, el historiador -por contraste y quizá sin pretenderlo- acaba diseccionado la naturaleza de la revolución (y del revolucionario) en las sociedades modernas.

Con este fragmento de un poema de Yeats, aquel bardo de lo indómito que ya hace demasiado que os presenté, Hobsbawn explica la metamorfosis radical que experimenta el ser humano protagonista del momento revolucionario; alguien que no espera menos que un mundo inmaculado, lleno de ejemplos virtuosos de felicidad y regido por la más sublime de las morales (esa «terrible belleza»). Es el hombre nuevo que nace con la revolución. Cuando no alcanza su objetivo, que es a menudo, acaba viviendo para los restos en el pasado de una ilusión. Quienes -a pesar de todos los termidores- lo siguen intentando, prefieren el pragmatismo, como el protagonista de la novela de Sciascia:

El más allá es la revolución. Lo podría perder todo, si apostase a negarla. Pero si ayudo a afirmarla, no pierdo nada si no se produce, y lo gano todo si se produce…

TRADUCCIÓN: Joaquín Romero Maura

IMAGEN: Manifestante egipcio frente a unos soldados (Yannis Behrakis / REUTERS)

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‘Sí, no tenemos decisiones’, de Ferdinand Tuohy

Sí, no tenemos ninguna decisión
No tenemos ninguna decisión hoy.
Nuestra Sociedad de Naciones existe sobre cimientos
De artimañas, debates y retrasos.
Así que con Europa disolviéndose
Nos sentamos a resolver.
Sí, no tenemos ninguna decisión
No tenemos a ninguna decisión hoy.

Yes, we have no decisions,
We´ll have no decisions today
Our League of Nations Exists on foundations
Of dodging, debates and delay.
So with Europe dissolving
We sit resolving
That yes, We’ll have no decisions
We’ll have no decisions today.

Una de las servidumbres de escribir un blog es el tiempo escasísimo del que se dispone para madurar una idea antes de -con fortuna- acabar haciendo de ella un post. La escritura pública diaria, o casi diaria, es una selección apresurada de destellos útiles. Como el de hoy.

Esta canción satírica la leí hace unos días en un artículo sobre la Europa de entreguerras. Fue escrita en 1923 por el corresponsal en París del diario The New York World. Aparte de su nombre y una breve reseña sobre Vicente Blasco Ibáñez, no he logrado rescatar muchos más datos. (Segunda servidumbre: yo lo quisiera saber ahora mismo todo de ese tío).

Ferdinand Tuohy, así se llamaba el periodista, cambió la letra del ya por entonces conocidísimo Yes! We have no bananas para reírse en cuatro líneas de la parálisis burocrática de una institución, la Sociedad de Naciones, creada con el fin de armonizar el orden internacional tras la Primera Guerra Mundial.

La Sociedad de Naciones, decía el gran historiador Mark Mazower en La europa negra, fue un experimento fallido de la democracia liberal que terminó defraudando tanto a idealistas como a realistas. Pero, como en casi todo, hay un puente hacia el presente. Los males que aquejaban a dicha institución y los males que aquejan a su heredera son tan similares que haríamos bien en seguir tarareando en alta voz el estribillo de la cancioncilla de aquel periodista olvidado.

IMAGEN: www.nps.gov/archive/elro/glossary/league-of-nations.htm

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La canción marinera del oficial Stubb

Oh, qué alegre es la tormenta;
La ballena está contenta
Su gran cola al agitar:
Qué gracioso, hermoso, gozoso, mimoso, cariñoso
Es el mar, es el mar, es el mar.
El nublado va volando,
Con un solo golpe blando
Tanta espuma al levantar:
Qué gracioso, hermoso, gozoso, mimoso, cariñoso
Es el mar, es el mar, es el mar.
El trueno parte la nave:
Se relame y bien le sabe
Al probar ese manjar:
Qué gracioso, hermoso, gozoso, mimoso, cariñoso
Es el mar, es el mar, es el mar.

Este verano, a falta de un buen océano frente al que simular extasiarse, leí de nuevo Moby Dick. También ojeé, qué remedio, suplementos culturales. En algunos se hablaba -y se sigue hablando- de la GNA, que no es un nuevo departamento de la CIA, sino otro más de los mantras que el periodismo pone en circulación cuando la realidad viene yerma: la Gran Novela Americana. Pues bien, ahora parece la GNA ha sido avistada debajo de una losa de varios centenares de páginas y que lleva por título Las correcciones. El hallazgo, además, viene acompañado de una excepcional revelación; a saber: ¡Obama encargó un ejemplar a su librero de confianza!

A diferencia de la muerte de la novela o el ocaso del capitalismo, profecías que sólo la fe puede seguir alimentando, la Gran Novela Americana es un deseo que se cumplió definitiva y ¿fatalmente? hace más de 150 años: los que lleva Ahab persiguiendo –su mal convertido en su más deseada salud– al escurridizo Leviatán. Moby Dick lo contiene todo: el sueño americano, la Frontera, el sustrato religioso, los fundamentos de la ética, la sed de aventura individual por encima de todo y contra todo.

Os traigo la canción ballenera que aparece varias veces a lo largo de la novela. Aquella que cantaba Stubb, segundo oficial del Pequod, porque no era valiente. Creo que esta es la segunda vez que publico una tonadilla marinera (la primera fue la de Jean Vigo). ¡Tan de secano, yo!

TRADUCCIÓN: José María Valverde

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La vida en común es un contrato social

Alguien que a toda hora se queja con amargura de tener que soportar su cruz (esposo, esposa, padre, madre, abuelo, abuela, tío, tía, hermano, hermana, hijo, hija, padrastro, madrastra, hijastro, hijastra, suegro, suegra, yerno, nuera) es a la vez la cruz del otro, que amargamente se queja de tener que sobrellevar a toda hora la cruz (nuera, yerno, suegra, suegro, hijastra, hijastro, madrastra, padrastro, hija, hijo, hermana, hermano, tía, tío, abuela, abuelo, madre, padre, esposa, esposo) que le ha tocado cargar en esta vida, y así, de cada quien según su capacidad y a cada quien según sus necesidades.
(La vida en común,
Augusto Monterroso)

El hombre ha nacido libre, y en todas partes se halla entre cadenas. El mismo que se considera señor de los demás no por esto deja de ser menos esclavo que los demás. ¿Como ha tenido efecto esta transformación? Lo ignoro. ¿Qué puede legitimarla? Creo poder resolver esta cuestión.
(El contrato social, J. J. Rousseau)

La poesía expresa con mayor sutileza que el lenguaje cotidiano conceptos que, como convivencia, tantas veces, por inabarcables, acaban por abrumarnos. Los poetas son capaces de crear imágenes sublimes que engordan la esperanza que hemos depositado en las grandes palabras. Mario Benedetti, Ana Ajmatova, Blaise Cendrars… ¡la lista no tiene fin!

Dicho esto, no creo que la convivencia sea un asunto poético, sino político. Construir un discurso humanitario o exclusivamente lírico sobre la convivencia es minimizar su carga radical.

Esta es la razón de que me haya decidido por dos textos en prosa geniales, uno literario e irónico, el otro filosófico y optimista. El primero desdramatiza las relaciones humanas desprendiéndolas, con una leve insinuación, de su cáscara hipócrita. El segundo marca la guía explícita de lo que -desde la Ilustración- es el único camino para la buena vida.

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‘Soneto final’, de Mariano Brull (1891-1956)

Quise encarnar mi ansia en una sola rosa;
En una forma altiva florecer en belleza;
Que tuviera un anhelo sutil de mariposa,
Y que fuera la gracia blasón de su nobleza.
Pero en mi vida nada se acerca ya a la rosa:
Ni un tono ni un matiz, ¡oh, la, otoñal tristeza
Que idealizó el ambiente, y ha puesto en cada cosa
El alma pensativa que dentro de mi reza!
Se acerca del rosal la nueva florescencia;
Pronto la primavera ha de verter su esencia
Mostrándose fecunda la savia del retoño.
Mientras llega, da al viento su exquisita elegancia
La rosa pensativa de mística fragancia
Que perfumó escondida mi vieja alma de otoño.

La veta consular, de nuevo. La poesía latinoamericana sería completamente otra sin ese puñado de distraídos viajeros con valija diplomática. Mariano Brull fue un poeta cubano que vivió con un pie en Madrid y otro en París, asimilando el cóctel de ismos -primero el simbolismo, luego el modernismo y finalmente todos los demás- para acabar escribiendo una poesía pura, recogida y desolada, de influencias prerrafaelitas y resonancias religiosas.

Brull era admirado por compañeros de pluma como Gastón Baquero, que ya tuvo su huequecito aquí, o el mismísimo JRJ, que no dejaba de admirar cómo el cubano trataba a su querida rosa (“Rompo una rosa y no te encuentro”). Mecenas de la pintura de vanguardia, trasladó muchos de los sentimientos que le provocaban los cuadros de Picasso o De Chirico a versos, para mi gusto, excesivamente recargados.

Este Soneto final, que tiene poco que ver con aquel otro de Miguel Hernández, contiene muchas de las claves de su poesía, como el simbolismo y la mística del estado de naturaleza o los tópicos sobre el alma más al uso en su época.

IMAGEN:
www.cubaliteraria.cu

Nacho S. (@nemosegu)

El romance del conde Olinos, recitado por María Martín del Río

Una mañana de diciembre de este año, María Martín salió a quitar la nieve de la puerta de su casa. Con 93 años y viviendo sola en un pueblecito de la sierra no era la primera vez. Aquel día hacía la ronda por el valle del Lozoya un equipo de Telemadrid en plena alucinación meteorológica. A falta de isobara a la que entrevistar, los periodistas se pusieron a grabar cómo limpiaba María y a preguntarle las obviedades convenidas. Fue la primera alteración del invierno; la segunda, días después, fue un amago de infarto. Hoy, desde que salió del hospital con vagas promesas sanitarias, la mujer vive con su hija y sus nietos en el pueblo vecino al suyo, que es también el de mi familia.

María ha cumplido 94 años este septiembre. Yo la conocí en agosto. Durante unos días vi cómo caminaba con su bastón, a pasos cortos y rápidos, y cómo subiendo la cuesta se protegía del calor con un pañuelo azul y un sombrero de paja. El primer día que hablé con ella me maravilló su voz y su manera precisa y sencilla de expresarse. Su salud -dictadura moderna que no afecta a su biografía- es exhuberante; y su apetito y su memoria, “sin igual en el pueblo”. Como es natural, los nonagenarios no tienen abuela.

“Te acordarás de mí mientras vivas”, me dijo. Acababa de grabar en mi teléfono cómo recitaba, con verbo relampagueante, el Romance del conde Olinos. Seguí grabando. Tres romances más. María me decía “empiezo, empiezo” y yo “espera, espera, cuando le diga”. Miraba con sus ojos azules fijos a la pantalla y empezaba, claro, cuando le daba la gana. “Eso es todo lo que sé”, se disculpó tras regurjitar el último verso de La loba parda. Ese modesto todoloquesé lo había aprendido con 16 años. Cuatro años antes, me informó, de que los mozos de su pueblo despeñaran las campanas de la iglesia y cuatro después, hubiera sido una pedantería informarle yo, de que Menéndez Pidal publicara Flor nueva de romances viejos.

NOTA: Vídeo grabado en Canencia de la Sierra (27-8-2010)

Nacho S. (Twitter: @nemosegu)

‘Hora nocturna’, de Karl Kraus (1874-1936)

Hora nocturna que me consumes,
hora en la que imagino, medito y sigo,
y esta noche va llegando a su destino.
Fuera dice un pájaro: es el día.
Hora nocturna que me consumes,
hora en la que imagino, medito y sigo,
y este invierno va llegando a su destino.
Fuera dice un pájaro: es primavera.
Hora nocturna que me consumes,
hora en la que imagino, medito y sigo,
y esta vida va llegando a su destino.
Fuera dice un pájaro: es la muerte.

Carlos Pardo, simpático y culto librero de la caseta de la editoral Antonio Machado en la Feria del Libro, me explicó las peripecias del traductor del libro de Karl Kraus que acababa de comprarle.

José Luis Arántegui, compilador de Escritos (editorial La balsa de la medusa), se pasó una buena temporada en Viena dejándose los ojos descifrando la minúscula letruja de Die Fackel, el periódico que el satírico periodista vienés -tan suyo que diría que no ha habido otro igual- publicó casi en solitario durante tres décadas.

Me encanta Karl Kraus. Me encanta desde que leí aquel librito de la editoral Taurus, Contra los periodistas y otros contras, traducido por Jesús Aguirre, lleno de lecciones que no se aprenden -afortunadamente y todavía- en las facultades de Periodismo. Píldoras acabadas, inexpugnables, imposibles de no crear fascinación en un joven propenso al mito: “No se debe de aprender nada más que lo que es imprescindible contra la vida”.

De él dijo mi admirado Joseph Roth, otro de los del mundo de ayer, que era un “fanático de la pureza del lenguaje y un apóstol casi inexpugnable del estilo”. ¡Sirva esta pequeña poesía confesional de quien tanto escribió sobre otros como homenaje!

TRADUCCIÓN: José Luis Arántegui

Nacho S. (@nemosegu)