Está solo. Y desde el instante en que empieza a
respirar,
no está en ningún sitio. Muerte plural, nacida
en las mandíbulas de lo singular,
y la palabra que construiría un muro
a partir de la piedra más interna
de la vida.
Por cada cosa de la que habla
él no es,
y a pesar de sí mismo,
dice yo, como si también él empezara
a vivir en todos los otros
que no son. Pues la ciudad es monstruosa,
y su boca no experimenta
ninguna cuestión
que no devore la palabra
de uno mismo.
Por lo tanto, están los muchos,
y todas esas numerosas vidas
talladas en las piedras
de un muro,
y quien empiece a respirar
aprenderá que no hay dónde ir
excepto aquí.
Por lo tanto, él empieza de nuevo
como si fuera la última vez
que respirase.
Pues no hay más tiempo. Y es el final del tiempo
lo que empieza.
Paul Auster sigue considerándose poeta. Simbólicamente poeta. El oficio lo dejó a finales de los setenta. Una crisis. Tras un año sin escribir una línea, se reconcilió en prosa con la literatura.
«Mi manera de aproximarme al lenguaje es la propia de un poeta», dice Auster. Tercos silencios cargados de significados. Indagación formal. Disquisiciones cercanas a lo metafísico. Según el traductor al castellano de sus primeros poemas, el también poeta Jordi Doce, Auster vivió su salto a la prosa como «una epifanía».
Aseguran los que han leído sus novelas y también sus poesías (yo sólo he leído éstas, así que no puedo opinar) que las últimas son como píldoras que contienen los temas y el estilo de las primeras. No sé qué opinión tendréis aquellos de vosotros que conozcáis ambas.
NOTA: Versión Gabriel Pinciroli y Marisa Acosta, Ediciones SIC, 2002
NOTA 2: El libro de poesías de Auster traducido por Jordi Doce es Desapariciones, una recopilación de su poesía entre los años 1970 y 1979, editada por Pretextos.
Nacho S. (@nemosegu)