He cruzado el umbral. Estoy en casa.
Después del frío, y el viento y los veranos
he venido. Saludo a los objetos
Con un suspiro grave y respetuoso.
La sala decorada con flores que parecen
desplomarse carnívoras sobre los comensales.
He ocupado mi silla. Alguien comenta
el precio escaso de la vida humana
en un país remoto y las noticias
dejan caer promesas de un futuro
que merezca la pena. La mujer
me sirve una sonrisa.
El hombre habla con ella como quien acaricia
un sueño que se hiciera cotidiano.
Bajo el mantel los niños se pelean.
La sal. El pan. La mesa como siempre:
cada cual en su sitio, absorto en la tarea
de ser el personaje que la trama
dispone.
Así, ya ves, somos felices.
Ignoramos que un día la ausencia de la madre,
esa silla vacía, inconcebible,
hará que el niño aquél -al fondo de la escena-
escriba estas palabras.
Las muletas habituales de la literatura -lugares comunes sobre el estilo o la trascendencia- tampoco sirven para el autor de hoy. Eduardo García es poeta a tiempo parcial. Ha publicado poemarios y ensayos de teoría literaria. Pero su ocupación principal es ser profesor de enseñanza media. Un cierto anonimato… hasta 2008, en que ganó el Premio Nacional de la Crítica.
Eduardo define el oficio (el de poeta, no el de maestro) como una forma de «explorar nuestra tan confusa como plural identidad«. A esta búsqueda le ha puesto una etiqueta: ‘poética del límite‘ (que suena muy parecido a aquella ‘filosofía del límite‘ de Eugenio Trías, quizá porque Eduardo es -además de poeta- filósofo de carrera).
En el primer verso de uno de sus poemas más redondos dice que «en el fondo mí mismo hay cuatro puertas». Y luego las nombra: la de los deseos, los instantes prodigiosos, la infancia recobrada y la «nada imponderable». El poema que os traigo muestra lo que su autor halló dentro de ellas. Concretamente dentro de la tercera.
(FOTO: www.eduardogarcia.eu)
Nacho S. (Twitter: @nemosegu)