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‘Al fondo de la escena’, de Eduardo García (1965)

He cruzado el umbral. Estoy en casa.

Después del frío, y el viento y los veranos

he venido. Saludo a los objetos

Con un suspiro grave y respetuoso.

La sala decorada con flores que parecen

desplomarse carnívoras sobre los comensales.

He ocupado mi silla. Alguien comenta

el precio escaso de la vida humana

en un país remoto y las noticias

dejan caer promesas de un futuro

que merezca la pena. La mujer

me sirve una sonrisa.

El hombre habla con ella como quien acaricia

un sueño que se hiciera cotidiano.

Bajo el mantel los niños se pelean.

La sal. El pan. La mesa como siempre:

cada cual en su sitio, absorto en la tarea

de ser el personaje que la trama

dispone.

Así, ya ves, somos felices.

Ignoramos que un día la ausencia de la madre,

esa silla vacía, inconcebible,

hará que el niño aquél -al fondo de la escena-

escriba estas palabras.

Las muletas habituales de la literatura -lugares comunes sobre el estilo o la trascendencia- tampoco sirven para el autor de hoy. Eduardo García es poeta a tiempo parcial. Ha publicado poemarios y ensayos de teoría literaria. Pero su ocupación principal es ser profesor de enseñanza media. Un cierto anonimato… hasta 2008, en que ganó el Premio Nacional de la Crítica.

Eduardo define el oficio (el de poeta, no el de maestro) como una forma de «explorar nuestra tan confusa como plural identidad«. A esta búsqueda le ha puesto una etiqueta: ‘poética del límite‘ (que suena muy parecido a aquella ‘filosofía del límite‘ de Eugenio Trías, quizá porque Eduardo es -además de poeta- filósofo de carrera).

En el primer verso de uno de sus poemas más redondos dice que «en el fondo mí mismo hay cuatro puertas». Y luego las nombra: la de los deseos, los instantes prodigiosos, la infancia recobrada y la «nada imponderable». El poema que os traigo muestra lo que su autor halló dentro de ellas. Concretamente dentro de la tercera.

(FOTO: www.eduardogarcia.eu)

Nacho S. (Twitter: @nemosegu)



‘Corazón’, de Arquíloco de Paros (650 a.C)

Corazón, corazón de irremediables penas agitado,

¡álzate! Rechaza a los enemigos oponiéndoles

el pecho, y en las emboscadas traidoras sostente

con firmeza. Y ni, al vencer, demasiado te ufanes,

ni, vencido, te desplomes a sollozar en casa.

En las alegrías alégrate y en los pesares gime

sin excesos. Advierte el vaivén del destino humano.

El antimilitarismo en el siglo XXI es una decisión política tan loable y sana como en principio escasamente comprometedora. Salvo unos pocos triunfalistas algo desmemoriados ya nadie cree sinceramente que la guerra es una solución. Somos una sociedad, con matices, pacifista.

No siempre fue así, claro. Y menos en la Grecia arcaica, donde la guerra no sólo constituía una opción práctica irrenunciable, sino que era una obligación moral. Por eso, la fuerza de los versos de Arquíloco de Paros, que plasman la guerra como un conjunto de penalidades y no como un momento heroico y virtuoso digno de ser exaltado, nos remite a un asombroso ejercicio de libertad.

Arquíloco fue lo que llamaríamos hoy un apátrida, un libertino, un mercenario, un siervo de nadie y un cínico (en el sentido filosófico de la palabra). Un moralista avant la lettre que dedicó su vida a corroer las costumbres sociales, a hacer sátira y poner en duda lo que nadie osaba, por costumbre o para no meterse en líos, reprochar.

Algún Sayo alardea con mi escudo, arma sin tacha,

Que tras un matorral abandoné, a pesar mío.

Puse a salvo mi vida. ¿Qué me importa el tal escudo?

¡Váyase al diantre! Ahora adquiriré otro no peor.

En la breve composición publicada, Arquíloco, a quien se atribuye la invención del yambo (verso vulgar, nada aristocrático, pero punzante y satírico), da muestras de una fe de vida mesurada y edonista, de un conocimiento lucidísimo del espíritu humano y de la libertad individual.

NOTA: Traducción a cargo de Carlos García Gual.

Seleccionado y comentado por Nacho Segurado.



‘Fotografías veladas de la lluvia’, de Luis García Montero (1958)

Cuando los merenderos de septiembre

dejaban escapar sus últimas canciones

por las colinas del Genil,

yo miraba la luz,

como una flor envejecida,

caerse lentamente. Lo recuerdo.

Y recuerdo en mi piel la enfermedad

de las horas inciertas. Por los alrededores

la mirada del niño primogénito

parecía saberlo.

Bombillas

contra un cielo sin fondo,

pintura de las mesas

más pobre y sin verano,

botellas olvidadas y sin un solo mensaje

y la radio sonando

con voz de plata

como los álamos del río.

Antes que los humanos

los objetos aprenden a vivir en otoño.

Hasta un golpe de lluvia.

Entonces sí,

hay mujeres y hombres que corren al invierno

con gritos sorprendidos todavía

en la palabra agosto.

La lluvia de repente

que le devuelve a España su existencia

de periódico antiguo

y pone hacia el final de las películas

un beso triste, un dolor censurado.

Del verano se sale igual que de un recuerdo.

nunca lo detenemos

en sus noches crueles de calor,

ni se queda en nosotros

la insistencia quemada de las calles,

los fantasmas eróticos

que jamás desembocan en un cuerpo,

noches de alcohol sin nadie,

la cuchilla del frío repentino,

la humillación de los amaneceres.

Pero del mismo modo

al recuerdo se vuelve igual que a los veranos,

con ganas de tocar el mar,

como un tiempo más nuestro,

la leyenda arruinada del nosotros más puro,

una memoria de la felicidad

que duele, nos desarma

y rueda en las colinas de la tarde

y nos busca después

cada septiembre

como los álamos del río

en esa flor envejecida

de nuestra propia casa.

Los pecados del tiempo son pecados mortales.

Y al fin todo se apaga, se deshacen en lluvia

los tiranos, las mañanas de iglesia,

los titulares de periódico,

la voz que dice no o que confirma un precio,

y también lo más noble,

esa costumbre del olvido

que va imponiendo sus fronteras,

porque el amor no sabe detenerse

y su fatalidad es la del agua.

cosas como un reloj

en el brazo del niño que miraba la tarde,

como una marca de electrodomésticos,

una casa marina,

atardeceres rojos en la universidad,

una canción, un jardín provinciano.

O tal vez ese coche

que regresaba de los merenderos,

estampa negra, temblor cerrado a combustible,

persiguiendo la lluvia con sus faros

entre los quitamiedos,

en los recodos de la carretera.

Oigo ahora su estrépito, el de un motor antiguo,

y lo veo que cruza

el bulevar de los sueños perdidos

hasta que se detiene delante de una casa.

Paseo de la Bomba, 18.

Alguien abre la puerta.

Los niños corren y desaparecen.

Cuando la muerte quiera

una verdad quitar de entre mis manos

las hallará vacías. Al cerrarme los ojos

se mojará los dedos con la lluvia.

Nos duele envejecer, pero resulta

más difícil aún

comprender que se ama solamente

aquello que envejece.

Poesía urbana, moral privada, realismo posmoderno. Sentimientos fechados. El corazón y la hondura. Lirismo de lo cotidiano. Tareas de supervivencia. La experiencia de la palabra. El poeta contumaz. El poeta necesario. Una conciencia al pie de la ciudad. De la herencia cervantina. La musa con vaquero. Un bolero ilustrado. La ciudad escrita. Un viaje por el invierno del frío. De la otra sentimentalidad al week-end. Vivir en los pronombres. Singularidad del realismo…

Nada que yo escribiese ofrecería una idea más exacta de la poesía de Luis García Montero que la lectura de corrido de los títulos de algunos de los artículos dedicados a su obra.

Además, Fotografías veladas de la lluvia lo tiene casi todo: verano, nostalgia, Cernuda, atardeceres, tiempo, infancia y periódicos. Aunque asumo las críticas de una selección tan unilateral.

(FOTO: Agencia EFE)

Seleccionado y comentado por Nacho Segurado.



‘Romance de la Luna, Luna’, de Federico García Lorca (1898 – 1936)

La luna vino a la fragua

con su polisón de nardos.

El niño la mira, mira.

El niño la está mirando.

En el aire conmovido

mueve la luna sus brazos

y enseña, lúbrica y pura,

sus senos de duro estaño.

Huye luna, luna, luna.

Si vinieran los gitanos,

harían con tu corazón

collares y anillos blancos.

Niño, déjame que baile.

Cuando vengan los gitanos,

te encontrarán sobre el yunque

con los ojillos cerrados.

Huye luna, luna, luna,

que ya siento sus caballos.

Niño, déjame, no pises

mi blancor almidonado.

El jinete se acercaba

tocando el tambor del llano.

Dentro de la fragua el niño,

tiene los ojos cerrados.

Por el olivar venían,

bronce y sueño, los gitanos.

Las cabezas levantadas

y los ojos entornados.

Cómo canta la zumaya,

¡ay, cómo canta en el árbol!

Por el cielo va la luna

con un niño de la mano.

Dentro de la fragua lloran,

dando gritos, los gitanos.

El aire la vela, vela.

El aire la está velando.

La Luna ha cautivado la imaginación científica y literaria del ser humano desde aquella lejana Prehistoria hasta estos cercanos periódicos. Dos compañeros de 20minutos.es han escrito, en el cuarenta aniversario de la llegada del hombre a la Luna, un entretenido artículo en el que se preguntan qué tiene nuestro satélite para que tanto nos fascine.

Literariamente la Luna ha tenido muchos padres, de las epopeyas clásicas a la ciencia ficción moderna. La poesía, faltaría más, ha explotado el simbolismo lunar hasta dejarlo tiritando. Cada época -romanticismo, modernismo- y cada poeta -de Lu Ki a Baudelaire haciendo escala en Ovidio- han interpretado su influjo a su manera: como recuerdo permanente de la ignorancia del ser humano o como un testigo callado de la maldad, la belleza y el paso del tiempo.

En el poema de hoy, uno de los más bellos y celebrados del Romancero Gitano lorquiano, la Luna es al mismo tiempo heraldo de la muerte, frágil encarnación del erotismo y espectadora del ensueño fatal.

El Romance de la Luna, Luna en la voz de Camarón:

Seleccionado y comentado por Nacho Segurado.