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‘A John Berryman’, de Robert Lowell (1917 – 1977)

En los últimos años sólo nos veíamos

cuando andabas de un lado para otro

y leías como embriagado

tu Dream demoledor-

audible, sonoro…

en otro mundo entonces como ahora.

yo quería seguir viviendo

para evitarme tu elegía.

Pero en realidad nuestra vida fue la misma,

la habitual

que nuestra generación ofrecía

(Les Maudits- el agasajo

que cada generación de americanos

se hace al llegarle el turno):

primero alumnos, luego profesores,

nuestra galaxia de grands maîtres,

en los cincuenta, becas de estudio

en París, Roma y Florencia,

excombatientes de la Guerra Fría, no de la Guerra-

lo mejor que la vida puede dar…

soñando más tarde en el whisky de las seis,

esperando el fuego con hielo,

hasta el tacto del vaso frío,

como el que aguarda a una muchacha…

si tú hubieras esperado.

Quisimos obsesionarnos escribiendo

y lo hicimos.

¿Te levantas tan aturdido como yo,

y encuentras las gafas olvidadas dentro de un zapato?

Algo me oprime el corazón con fuerza-

allí, aquí todavía, los buenos tiempos

en que nos sentábamos junto a un lago frío en Maine,

hablando del Cuento de Invierno,

los celos de Leontes

en la sintaxis quebrada de Shakespeare.

Tú fuiste el primero el triunfar.

Precisamente el otro día,

di con la diferencia que existe entre nosotros- el humor…

incluso en esta última Dream Song,

riéndote de la escapada sigilosa

de tu hogar y tus clases-

para saltar desde el puente.

Las muchachas no moverán la escarcha de tu tumba.

Para mi asombro, John,

te rezo a ti, no por ti,

pienso en ti, no en mí,

sonrío y me duermo.

Robert Lowell es difícil, pero no inaccesible; profundamente autorreferencial, pero no hermético; trascendente, pero no sublime. Lowell distinguió una vez entre dos tipos de poesía, la «cocida» y la «cruda». La primera agota su existencia en los seminarios de crítica textual y de literatura comparada; la segunda no se puede digerir con notas a pie de página sino que está escrita para el «escándalo». Salvo en opinión de sus detractores, la del propio Lowell coquetea conscientemente con ambas.

Lowell, perteneciente a una generación de niños mimados de la cultura estadounidense, parece que comprendió la necesidad de llegar al público como lo hacían los escritores Beat. No cayó claro, en su ingenuidad y amateurismo, pero con los años (y las crisis) se hizo cada vez más escueto, clarividente y ácidamente confesional. Por otro lado, nunca abandonó del todo el elitismo que su noble apellido, pese a todo, le había conferido. Fanáticamente religioso en su juventud -se convirtió, incluso, al catolicismo-, desencantado y pacifista en la madurez, prisionero de sus tormentos, su pasado y su arte al final.

Alguno dirá que él que lo tuvo todo –lujo, Europa, Harvard, amores-, pero que por aburrimiento jugó al malditismo y se le fue la mano. En el poema que he escogido, dedicado a su amigo el escritor suicida John Berryman, Lowell aborda todo aquello con nostalgia pero sin misericordia, con apego lúcido y crudo. Un juicio retrospectivo a lo Gil de Biedma. Poco después de este poema, publicado en Day by Day, su último libro, Lowell falleció repentinamente en el asiento del taxi que lo trasladaba del aeropuerto Kennedy a su casa.

NOTA: Traducción de José Agustín Goytisolo.

Seleccionado y comentado por Nacho Segurado