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‘Me destierro a la memoria’, Miguel de Unamuno (1864-1936)

Me destierro a la memoria,
voy a vivir del recuerdo.
Buscadme, si me os pierdo,
en el yermo de la historia,

que es enfermedad la vida
y muero viviendo enfermo.
Me voy, pues, me voy al yermo
donde la muerte me olvida.

Y os llevo conmigo, hermanos,
para poblar mi desierto.
Cuando me creáis más muerto
retemblaré en vuestras manos.

Aquí os dejo mi alma-libro,
hombre-mundo verdadero.
Cuando vibres todo entero,
soy yo, lector, que en ti vibro.

Se introdujo en mi adolescencia final como un elefante en una cacharrería. Ahí estaba el sobrio de Don Miguel -como quizá le sucediera a Ana, que en un comentario me pedía un poema suyo- con sus enaltecidos versos consagrados a un cristo inquietante y velazqueño; versos temblorosos, divinos y sacrílegos.

Unamuno, todo llama como decía de él Albornoz, imponía respeto desde las páginas casi siempre domesticadas de los manuales de literatura. Sus contradicciones tenían un fondo telúrico e ilustrado. Exhortaban a la vida desde la duda metódica y constante. En Vida y muerte de las ideas José María Valverde escribió que su obra filosófica -y añado yo, poética- es una tensión entre la necesidad de creer y la imposibilidad de creer sin renunciar al racionalismo y la egolatría. Sí, su personalidad debió de ser mostrenca y voraz.

Con la llegada de la madurez la tensión existencial tan a flor de piel desaparece o se transforma en otra cosa para la mayoría de nosotros, mortales. Esa esterilidad o ese cansancio, unidos a que los libros de Unamuno son demasiado explosivos para una época como la nuestra, a la que tanto le repelen las profundidades (somos más de Twitter, qué remedio), quizá sigan conspirando para que hoy sea un escritor tan venerado como poco leído (sobre todo, ay, su poesía).

«Es una antorcha al aire esta palmera», de Miguel de Unamuno


Es una antorcha al aire esta palmera,

verde llama que busca al sol desnudo

para beberle sangre; en cada nudo

de su tronco cuajó una primavera.

Sin bretes ni eslabones, altanera

y erguida, pisa el yermo seco y rudo;

para la miel del cielo es un embudo

la copa de sus venas, sin madera.

No se retuerce ni se quiebra al suelo;

no hay sombra en su follaje; es luz cuajada

que en ofrenda de amor se alarga al cielo;

La sangre de un volcán que enamorada

del padre sol se revistió de anhelo

y se ofrece, columna, a su morada.

Hoy me quiero saltar la norma no escrita

Vuelve hacia atrás la vista, caminante,

verás lo que te queda de camino;

desde el oriente de tu cuna el sino

ilumina tu marcha hacia adelante.

Es del pasado el porvenir semblante;

como se irá la vida así se vino;

cabe volver las riendas del destino

como se vuelve del revés un guante.

Lleva tu espalda reflejado el frente;

sube la niebla por el río arriba

y se resuelve encima de la fuente;

la lanzadera en su vaivén se aviva;

desnacerás un día de repente;

nunca sabrás dónde el misterio estriba.

Seleccionado y comentado por César-Javier Palacios.