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‘He visto un árbol’, de Edith Södergran (1892 -1923)

He visto un árbol más alto que todos los demás,

colgaban de él frutos inalcanzables;

he visto una gran iglesia: sus puertas estaban abiertas

y todos salían de ella pálidos y fuertes

y dispuestos a morir;

he visto a una mujer sonriente y pintada:

jugaba a los dados de su dicha,

perdiéndola.

Había en torno a estas cosas

un círculo que nadie cruza.

De alguien que apenas rozó la edad madura, sorprende un anhelo de vida tan anestesiado y sereno, un estar de vuelta tras haberlo visto todo: «Sólo deseo una silla en el jardín / donde un gato toma el sol«. Edith Södergran pasó casi toda su vida en un pueblecito llamado Ráivola -residencia de verano la intelligentsia de San Petersburgo- situado en la frontera con Finlandia.

Allí se perdió en ensoñaciones de crepúsculos violetas, flores de otoño y jardines melancólicos, mientras se consagraba a la mudez, al vacío y a un dios íntimo: «Seré durante mi vida entera una mujer silenciosa». También allí enfermo de tuberculosis y compuso poemas intimistas y románticos, de fuertes reflejos simbolistas y nietzscheanos, que después de su muerte pasarían a ser leídos con el oculto fervor que Borges reservaba a la lectura de los clásicos.

He decidido terminar este post con Primavera nórdica, uno de los poemas que mejor reflejan, en mi opinión, el estilo y el tono dulcemente melancólico y espiritual de Södergran.

Todos mis castillos de aire se han fundido como la nieve,

todos mis sueños han corrido como el agua,

de todo cuanto he amado sólo me queda un cielo azul

y unas cuantas estrellas lívidas.

El viento discurre, suave, entre los árboles.

El vacío reposa. El agua está en silencio.

El viejo abeto, alerta, piensa

en la nube blanca a la que besó en sueños.

NOTA: Traducido al castellano, del sueco, por Jesús Pardo.

Seleccionados y comentados por Nacho Segurado