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Dos poemas de Alceo de Mitilene (600 a. C.)

Bebe y emborráchate, Melanipo, conmigo. ¿Qué piensas?

¿Qué vas a vadear de nuevo el vorticoso Aqueronte,

Una vez ya cruzado, y de nuevo del sol la luz clara

Vas a ver? Vamos, no te empeñes en tamañas porfías.

En efecto, también Sísifo, rey de los eolios, que a todos

Superaba en ingenio, se jactó de escapar a la muerte.

Y, desde luego, el muy artero, burlando su sino mortal,

Dos veces cruzó el vorticoso Aqueronte. Terrible

Y abrumador castigo le impuso el Crónida más tarde

Bajo la negra tierra. Con que, vamos, no te ilusiones.

Mientras jóvenes seamos, más que nunca, ahora importa

Gozar de todo aquello que un dios pueda ofrecernos.

***

Destella la enorme mansión con el bronce;

Y está todo el techo muy bien adornado

Con refulgentes cascos, y de ellos

Cuelgan los albos penachos de crines

De caballo, que engalanan el arnés

De un guerrero. De ganchos que ocultan

Que están enganchadas las grebas brillantes

De bronce, defensas del más duro dardo,

Los coseletes de lino reciente

Y cóncavos escudos cubren el suelo.

Junto a ellos están las espadas de Cálcide,

Y muchos cintos y casacas de guerra.

Ya no es posible olvidarnos de eso,

Una vez que a la acción nos hemos lanzado.

Para compensar un poquito más la balanza entre lo Antiguo y lo Moderno (entre arañas y abejas, según Jonathan Swift), traigo aquí hoy a Alceo de Mitilene (de todos los Alceos que trasegaron el mundo clásico, el más interesante, como reconoció tiempo después Horacio).

Coetáneo de Safo, oriundo también de la isla de Lesbos, poeta y soldado, belicoso tanto con sus versos como con su tenacidad política. Alceo fue desterrado de un mundo que él mismo había ayudado a exaltar; un mundo donde la joie de vivre se fundía con la violencia de las tormentas y la tensión que antecede las refriegas militares.

El legado de Alceo, como el de la mayoría de los líricos griegos arcaicos (la misma Safo o Anacreonte), se ha conservado muy fragmentariamente. De los dos extractos de hoy, uno recrea el paisaje antes de la batalla (me recuerda bastante a lo que siglos después haría Bertran de Born) y el otro es una exaltación -no sin resignación- de la juventud, la amistad y el favor de los dioses.

NOTA: Traducido por Carlos García Gual.

Seleccionados y comentados por Nacho Segurado.



Safo de Mitilene (600 a. C.)

De veras, estar muerte querría.

Ella me dejaba y entre muchos sollozos

así me decía:

“¡Ay, qué penas terribles pasamos,

ay, Safo, qué a mi pesar te abandono!”.

Y yo le respondía:

“Alegre vete, y acuérdate

de mí. Ya sabes cómo te quería.

Y si no, quiero yo recordarte….

cuántas cosas hermosas juntas gozamos.

Porque muchas coronas

de violetas y rosas y flores de azafrán

estando conmigo pusiste en tu cabeza,

y muchas guirnaldas entretejidas,

hechas de flores variadas,

alrededor de tu cuello suave.

Y ungías toda tu piel…

con un aceite perfumado de mirra

y digno de un rey

y sobre un mullido cobertor

junto a la suave…

suscitaste el deseo…

Y no había baile ninguno

ni ceremonia sagrada

donde no estuviéramos nosotras,

ni bosquecillo sacro…

… el repicar…

… los cantos…

En la Grecia arcaica de finales del siglo VII a. C. la poesía épica y la lírica se escinden. La primera quedará como un refugio de los valores morales atemporales y como emblema de la cohesión social. La segunda -como señala el profesor Roldán Hervás– acabará «vinculada con la realidad presente» y las cuitas ciudadanas.

Safo es sin duda la poetisa de aquellos tiempos que más fama conserva en nuestros días. Leída o no, muchos asocian su nombre a la isla de Lesbos, la poesía, el amor y la melancolía. La poesía de Safo (también la de Alceo, más canalla) sorprende por la dulzura y la intimidad («el amor ha sacudido mis sentidos»), características que ayudan a hacerla todavía más digerible a nuestros gustos contemporáneos.

Como explica el helenista Carlos García Gual en un texto muy recomendable, Lesbos fue un lugar paradigmático donde lo griego y lo oriental se fundieron dando lugar a una cultura elegante y exótica. La poesía de Safo, «extremadamente delicada, sutil y femenina«, floreció entre la elite cultural de la isla y, aunque en un estado de conservación muy fragmentario, su arrebatada sensibilidad ha sobrevivido hasta la actualidad, como ejemplifican estos versos:

Eros de nuevo, embriagador me arrastra,

dulciamarga, irresistible bestezuela.

NOTA: En esta página del IES Valdehierro han publicado una breve pero muy recomendable antología de poesía griega, desde Mimnermo de Colofón hasta Píndaro, pasando -claro- por Safo.

NOTA 2: Traduccidos del griego por Carlos García Gual.

IMAGEN: Fragmento de un cuadro de Klimt titulado Safo.

Seleccionado y comentado por Nacho Segurado



‘Corazón’, de Arquíloco de Paros (650 a.C)

Corazón, corazón de irremediables penas agitado,

¡álzate! Rechaza a los enemigos oponiéndoles

el pecho, y en las emboscadas traidoras sostente

con firmeza. Y ni, al vencer, demasiado te ufanes,

ni, vencido, te desplomes a sollozar en casa.

En las alegrías alégrate y en los pesares gime

sin excesos. Advierte el vaivén del destino humano.

El antimilitarismo en el siglo XXI es una decisión política tan loable y sana como en principio escasamente comprometedora. Salvo unos pocos triunfalistas algo desmemoriados ya nadie cree sinceramente que la guerra es una solución. Somos una sociedad, con matices, pacifista.

No siempre fue así, claro. Y menos en la Grecia arcaica, donde la guerra no sólo constituía una opción práctica irrenunciable, sino que era una obligación moral. Por eso, la fuerza de los versos de Arquíloco de Paros, que plasman la guerra como un conjunto de penalidades y no como un momento heroico y virtuoso digno de ser exaltado, nos remite a un asombroso ejercicio de libertad.

Arquíloco fue lo que llamaríamos hoy un apátrida, un libertino, un mercenario, un siervo de nadie y un cínico (en el sentido filosófico de la palabra). Un moralista avant la lettre que dedicó su vida a corroer las costumbres sociales, a hacer sátira y poner en duda lo que nadie osaba, por costumbre o para no meterse en líos, reprochar.

Algún Sayo alardea con mi escudo, arma sin tacha,

Que tras un matorral abandoné, a pesar mío.

Puse a salvo mi vida. ¿Qué me importa el tal escudo?

¡Váyase al diantre! Ahora adquiriré otro no peor.

En la breve composición publicada, Arquíloco, a quien se atribuye la invención del yambo (verso vulgar, nada aristocrático, pero punzante y satírico), da muestras de una fe de vida mesurada y edonista, de un conocimiento lucidísimo del espíritu humano y de la libertad individual.

NOTA: Traducción a cargo de Carlos García Gual.

Seleccionado y comentado por Nacho Segurado.



»La cabeza del poeta’, de Miltos Sajturis (1919 – 2005)

Corté mi cabeza

la puse en un plato

y la llevé a mi médico

—No tiene nada, me dijo

está simplemente afiebrada

arrójela al río y veremos

la arrojé al río junto a las ranas

entonces se movió cielo y tierra

comenzó unos cantos extraños

a crujir y aullar terriblemente

la recogí y volví a ponerla en mi cuello

vagaba enajenado por las calles

con una cabeza de poeta verde y hexagonal.

La poesía de Miltos Sajturis (que aún no tiene entrada en Wikipedia -¡no tiene entrada!-) está considerada “la única que llevó el expresionismo a las letras griegas modernas”. Lo escribo entre comillas, muy poco osadamente, porque no tengo ni la más remota idea de cuándo y cómo los poetas griegos empezaron a coquetear con el expresionismo (¿lo sabes, tú, Distópico?).

Los poemas de Sajturis se parecen a pesadillas (“sentado en el café miraba a través de la vidriera / una mujer sin manos tratando / de esconder un teléfono en su boca”) y son introspecciones oníricas (“dentro de mi tumba / camino alterado / de un lado al otro / de un lado al otro”).

Seleccionado y comentado por Nacho Segurado.



‘Préveza’, de Kostas Karyotakis (1896 – 1928)

Muerte son los pájaros que chocan

contra los negros muros y los techos,

muerte las mujeres que hacen el amor

como si pelaran cebollas.

Muerte las sucias, insignificantes calles

con sus ilustres y pomposos nombres,

los olivos, el mar en torno, y aún

el sol, muerte entre los muertos.

Muerte el inspector que verifica,

en la balanza, una porción incompleta,

muerte los nardos en el balcón

y el maestro con el diario.

Base, Guarnición, Regimiento de Préveza.

El domingo escucharemos la banda.

Abrí una cuenta en el Banco,

primer depósito: treinta dracmas.

Caminando lentamente hasta el muelle,

«¿existo?», digo, y luego: «¡no existo!».

Llega el barco. Izaron la bandera.

Quizás viene el señor Prefecto.

Si al menos, entre estos hombres,

uno muriera de aburrimiento…

Silenciosos, apesadumbrados, con modos graves,

todos nos divertiríamos en su entierro.

Mi amigo Distópico me escribe un correo con un asunto, ‘Karyotakis’, y este texto: «Un suicida de los de antes, de los que trabajaban de ocho a tres y después se pegaban un tiro«. Un día después me envía una antología en PDF de poesía griega contemporánea. Como si me hubiera salvado el verano.

Su muerte. En efecto, Kostas Karyotakis (contemporáneo de Kavafis) fue un suicida comme il faut. Lo intentó una vez tirándose al mar, pero era demasiado buen nadador y (aún) un pésimo suicida. Lo lograría poco después en la pequeña ciudad de Préveza, adonde su profesión de funcionario público de salud («trabajo salarial, pequeñas preocupaciones, papeles montones /y hoy me esperan como siempre tristezas deplorables») le había llevado contra su voluntad. «Después de aprobar todos los placeres, estoy preparado para morir indignamente», escribió en una nota final.

Su poesía. Mordaz («todos los funcionarios se disuelven y se consumen / como pilas eléctricas de dos en dos dentro de las oficinas»), irónicamente lúcida («sobre la arena las obras se erigen grandes de los hombres/y como un niño las demuele el Tiempo a patadas») y melancólica, quizá mucho («mientras camino, desde arriba me sigue una sombra como una nube pesada o plumas de aves fatídicas»).

NOTA: Traducción de Horacio Castillo para la antología de la editorial argentina Vinciguerra.

Seleccionado por Jesús Pérez Caballero y comentado por Nacho Segurado.