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‘Boceto para La caída de Ícaro’, de Robert Walser (1878 – 1956)

Islitas relucientes en el mar,

fragatas de incierta procedencia,

las islas atesoran gran cultura,

así, entre las diecinueve y las veinte horas

o sea, al anochecer,

mas, no,

aún no es tan tarde pues un campesino,

uno de esos hombres laboriosos que se desloman para

reunir unas monedas,

trabaja todavía en su campo

como un héroe agrícola,

juega su juego, gana su magro dinero,

la tierra es pardo negruzca.

Un ser alado a punto está de confiarse

al aire, más tarde lo veremos

agitándose en el éter.

De maravillosa picardía

la mirada de la luna, uno se sienta

admirado sobre el templo de la naturaleza,

encima de una piedra prehistórica,

limitándose a contemplar

a un pajarillo canoro, volador, enamorado de sus trinos,

mientras sus ovejas, abandonadas a sí mismas,

pacen tranquilas en el pálido poniente

adornado de tonos rojizos.

¡Ay, dolor!, una mano

gesticula en mudo grito de ayuda desplomándose

desde lo alto,

y cómo sonríe, alegre, la bahía

con máxima afectación, por él juró

que vencería la gravedad

sobre el mar,

se casaría feliz

con la divina belleza en el azur

y se burlaría de las raíces en la tierra, mas

se convierte en excelente maestrillo en volteretas

y ahora habrá percibido

su relativa pequeñez.

No obstante, loables son los dones

del espíritu emprendedor, lo que he escrito aquí

se lo debo a un cuadro de Brueghel enraizado en mi

memoria

y al que tributé el máximo respeto

porque me pareció una espléndida pintura.

Cualquier afán

por elevarnos

sobre la vulgaridad

tiene un límite en la vida.

El siglo XX fue el del apogeo y fin de la locura como asunto literario y filosófico. A mi amigo Jesús, que me ha sacado de la ignorancia en Walser y en tantas otras cosas, quizá le fastidie un poco. Pero tendrá que reconocerlo, los dos hemos leído a Oliver Sacks: las visiones son jaquecas, aunque las conciban genios.

Así que en esta breve introducción a Robert Walser evitaré descender demasiado al pozo de su biografía. Walser fue un verdadero hombre sin atributos, refractario al más leve comercio con las cosas humanas, tanto de la notoriedad como de la abundancia. Como sentencia Simon, su alter ego en Los hermanos Tanner: «En mí no hallará usted nada que apunte a alguna opción vital determinada». A los cincuenta años se recluyó en un manicomio y en la mudez literaria. Veía deslizarse en tiempo paseando, y así murió el día de Navidad de 1956, en medio de la nada y la nieve.

La literatura de Walser me emociona porque en ella se insinúan motivos para la inacción, consuelo inteligente para las derrotas, ingenuo y tímido optimismo filosófico. Una literatura que incita a la vida desde la parálisis, que promete la felicidad desde el orden y la burocracia. Como en Joubert, lo sublime de la belleza es tener presente las imperfecciones que la hacen posible.

El hermano de Robert Walser, Karl, fue un pintor destacado de la primera década del siglo. El Walser luego novelista fue siempre un enamorado de la pintura, que explotó como catalizadora de su imaginación literaria. De una reciente y delicada edición de textos suyos sobre obras de Lucas Cranach, Watteau, Tiziano, Boucher o su propio hermano, está sacado este poema, cuyos últimos cuatro versos son un manifiesto mesurado de lo que hizo Walser con su vida.

NOTA: Traducido del alemán por Rosa Pilar Blanco para la editorial Siruela.

IMAGEN: La caída de Ícaro, del pintor flamenco Pieter Brueghel, El viejo.

Seleccionado y comentado por Nacho Segurado.