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‘Palabras para una despedida’, de Francisco Brines (1932)

Está la luz despierta,

y se adentra en los ojos el contorno del monte,

y el grito de los pájaros desvanece el oído

al venir de los húmedos huertos.

Los blancos pueblos de la costa,

felices de lujuria y juventud,

alientan junto al mar, lejanos.

No estoy allí, mas lo que fui deseo:

la dicha viva, los sentidos borrados,

ahora que en el jardín el tiempo se arrincona

en las sombras,

y el olor de las rosas sube al aire.

Hay humos blancos y calladas palomas

en la altura, y voces que se alejan,

hay demasiada vida para una despedida.

Y un día habrá de ser,

sin que la grata luz, las voces de la casa,

los cultivos del huerto, los días recordados

de la remota y breve juventud,

ni tampoco el amor que me tenéis,

retrasen la obligada despedida.

Tendré que aposentarme en la aridez

y perdida la imagen de este mundo

y perdido yo mismo,

siento que aquel reposo será estéril,

que la vida no fue, que el fervor

de cualquier despedida es un engaño.

Francisco Brines nació en la recoleta e inusual Oliva, y así como esta localidad costera valenciana ha salvado casi intacta la fiebre del oro urbanística, ha recorrido él la poesía de la segunda mitad del siglo XX: ajeno a los vaivenes de las modas y preocupado tan solo por los estados de ánimo fluctuantes nacidos de unos cuantos universales humanos (el paso del tiempo, la memoria, el erotismo, la infancia).

La poesía de Brines es, y para quien no la haya leído es el más suculento de los cebos, cernudiana hasta la médula, quizá la que más de todos los poetas de la Generación del 50, grupo del que es uno de los últimos supervivientes.

NOTA: El tremendamente elegiaco Palabras para una despedida está dedicado a Juan Gil-Albert, de quien ya publicamos hace semanas un poema.

FOTO: Playa de Oliva, Valencia (eltiempo.es)

Seleccionado y Comentado por Nacho Segurado.