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‘Hora local de la coste Este’, de Billy Collins (1941)

La poesía habla a toda la gente, se dice,

pero aquí me gustaría dirigirme

sólo a aquellos en mi misma zona horaria,

esta genuina rodaja de longitud

que va de polo a polo nevado

atravesando el globo por Montreal hasta Bogotá.

Ay, compañeros habitantes de esta singular franja,

incorporados esta mañana en vuestras correspondientes camas

el sol que penetra por las ventanas

y va dejando una sombra en el reloj de sol

pensad en aquellos de otras zonas que no pueden oír estas palabras.

No están metiéndose en un albornoz como nosotros,

o siguiendo el aroma del café en perfecta sincronía.

Al contrario, ya están en el trabajo,

apoyados en fotocopiadoras,

clavando clavos en el armazón de una casa.

No están ingiriendo unas vitaminas como nosotros;

más bien se están fumando un cigarrillo bajo una media luna,

incluso dando saltos en una pista de baile,

o justo ahora metiéndose bajo la colcha,

tirando de los cordones de las lámparas de sus mesillas.

Pero no somos como estos otros,

porque en este preciso instante en la faz de la tierra,

estamos debajo de una ducha caliente,

o estamos tomándonos el desayuno,

considerado por la gente de todas la zonas

como la comida más importante del día.

Luego, cuando sea el momento adecuado,

puede que nos sentemos con el jefe,

que lavemos el coche, o que nos eternicemos en la mesa a la luz de las velas,

pero ahora es la hora de echar el zumo

y darle la vuelta a los huevos con un ojo puesto en la tostadora.

así que troceemos un plátano y destapemos la mermelada,

levantemos las cucharas rebosantes de leche,

y dejemos a otros que arríen la bandera

o que giren absurdamente en el sillón del peluquero

esos excéntricos de las Antípodas, siempre temprano o tarde.

Alabemos a Sir Stanford Fleming,

el genio canadiense que por primera vez calculó

con estas líneas la longitud de este planeta que gira.

Avancemos juntos durante el resto del día

cambiando al unísono de la luz a la sombra,

aprovechando la inercia para remontar la cresta del mediodía

hacia el valle de la tarde

y entonces, de la mano, adentrarnos en el más profundo valle de la noche.

El alumno Billy Collins aprendió que en un poema más de dos son multitud y que el trabajo de los poetas es estar en sus ventanas. Desde ellas se puede contemplar cómo se desperdician sin heroísmo ni tragedia los instantes. Pueden oírse un coche, la radio, los pájaros o nada. Y sobre todo eso, escribir.

Y existe el silencio de esta mañana

que he roto con mi bolígrafo

un silencio que se había acumulado toda la noche.

Billy Collins es neoyorquino, pero podría ser francés. Podría ser un Philippe Delerm por cómo se maravilla con la superficie de los objetos («añadiría que puedo perderme / difuminando la sombra de una silla»), o por cómo dosifica la ingenua sencillez con la que narra los lunes, los viajes en coche y lo malo de la poesía.

Me gusta mucho Collins porque aparentemente no dice nada. Parece incluso que pide perdón al lector cuando se atreve a decir algo. Los grandes temas le llenan de silencio. ¡Hay tantas cosas que le distraen de los pensamientos profundos! El papel pintado de las paredes, la foto clase del 54, la centrifugadora, los peces de colores, los lectores… los usos horarios.

NOTA 1: El poema en inglés -junto con algunos más- aquí.

NOTA 2: Billy Collins es un poeta de recursos, de recursos audiovisuales, incluso. Aquí os dejo el vídeo del montaje de uno de sus poemas, The Dead.

NOTA 3: Traducido del inglés por José A. Iglesias para la editorial Bartleby.

Seleccionado y comentado por Nacho Segurado