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‘En la ciudad blanca’, de Luis Bagué Quílez (1978)

La ciudad de los grandes miradores,

donde la luz enferma

de fuego los paisajes, los tejados

ardientes de la alfama,

los tranvías amarillos que siempre desembocan

en el mar

o en a espuma deprimida de los sueños.

La ciudad blanca

se van volviendo gris

con el compás monótono

de los días de invierno

y las luces eléctricas que incendian

las ramas decoradas

del árbol de neón que nos vigila.

La ciudad es la llave

que abre el cofre secreto de otro siglo

donde las calles guardan nuestro nombre

y el rumor del océano

convoca la nostalgia de lejanos imperios.

La ciudad -los lluviosos rincones

que esconde el Bairro Alto

bajo el paraguas de la aurora-

extiende su tibieza

al bullicio de tontas avenidas

con aroma de especias y jardines

y la sombra de antiguos terremotos.

La ciudad que se aleja

ya no nos reconoce.

Su voz serán restos de aquel fado

entre cuyos acordes se ocultaba

un amargo sabor a despedida

y la vana promesa del regreso.

Toledo, Madrid, Milán, California. El amor se traslada, «a través de inciertas carreteras secundarias», de ciudad en ciudad, de continente en continente.

Casi todos los poemas de Luis Bagué (cinéfilo que nació en Pallafrugell, donde lo hizo él, que tan poquito de cine sabía) son mojones que avisan de la despedida de la juventud. Entre la certeza amarga de «haber dejado atrás el paraíso» y la asunción de la madurez de escritor («cuántos tópicos debe la nostalgia a la literatura»).

En cuanto al poema. Yo vi su azul nunca visto, que escribió Tabucci. Y volveré. Con Teresa, que nunca fue y que cíclicamente me dice:

«¿Vamos?,

¿¿vamos??,

¿¿¿vamos???».

IMAGEN: Archivo personal. Mi amigo David (izq) et moi.

Nacho S. (En Twitter: @nemosegu)