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‘Hijos de los hijos de la ira’, de Ben Clarck (1984)

«Hijos de la Bonanza», nos llamaban;

los que no conocieron ni la hambruna

ni las agudas larvas de estridencia

chillando en el oído por las bombas.

Y cuando nuestras piernas tan delgadas

caían y sangraban porque el parque

era de un hormigón armado y frío,

se quedaban callados observando

nuestro llanto en un gesto de sorna.

Debíamos vivir y dar las gracias

por la ocre rozadura en la garganta

que provocaba el aire al refugiarse.

Agradecer las flechas de las nubes

y que un fango lechoso a nuestros pies

– en un último gesto agonizante-

le mordiera las botas al progreso.

¿Y cómo agradecerles la alegría?

La misa provocada por los hombres

inocentes del mar

cuando se encaminaban hacia el río

dispuestos a bañarse entre excrementos.

También estaba el tedio

de tener que explicarles a los niños

palabras como pueblo indio, oso

pardo, ballena azul o lince ibérico.

Pero esto eran minucias, sacrificios

en nada comparables al sufrido

por aquellos que ahora nos decían

«hijos de nuestra sangre», tan severos.

Aunque, a veces, es cierto, no era fácil

simplemente intentamos ir viviendo.

Haciendo caso omiso al comezón,

al vacío que moraba en nosotros,

‘hijos de la bonanza’;

los hijos de los hijos de la ira,

herederos de todos los despojos.

Para Izaskun, periodista con rabia pero sin ira

El doble filo de la vida fácil. Una generación (no me atrevo a adjetivarla, ocupación alegre de sociólogos y productores de televisión) que hasta anteayer era acusada de habitar una burbuja, de vivir anestesiada por el progreso.

Bueno, este lugar común ha sido ya lo suficientemente erosionado por la crisis como para que siga siendo cierto. Quizá por ello estos versos del Ben Clark, miembro de la generación aludida, resultan tan premonitorios: «No es esto el paraíso prometido / y, sin embargo, ¿quién se ha dado cuenta?».

Cuando este joven ganó en 2006 el XXI premio Hiperión con Los hijos de los hijos de la ira, el pesimismo nadaba contracorriente. El poeta se quejaba de que «habíamos llegado tarde al mundo». Desasosiego juvenil que chocaba, al parecer, con la evidencia de que ese mundo era un lugar sólido, impermeable, amable.

Unos pocos años después, el grito -más ingenuo que agónico- ha evolucionado hacia la verdad (territorio propio de la madurez) a golpes de realidad. Los hijos de Bonanza ya no lo serán más.

IMAGEN: http://lasafinidadeselectivas.blogspot.com

Nacho S. (En Twitter: @nemosegu)