¡Un hambre feroz domina mi pecho,
No imaginaba yo que este mundo todo,
Que Dios estruja en su mano, podía dar
Tan amarga esencia de inquietud,
Un dolor como el que aúlla ahora
En este espantoso corazón liberado!
Cada sollozo exhalado e sólo un grito.
Mis latidos difunden la agonía
Y un solo pensamiento ocupa mi cerebro:
¡Que nunca más en esta vida se tocarán
(Salvo en el dolor de la memoria)
Tus manos y las mías, porque ya no estás!
Te busco, en el vacío de la noche
Y te llamo en mudo silencio;
Pero no estás, y el trono inmenso de la noche
Se transforma en templo
Y sus campanas-estrellas repican para mí,
¡El más solo en todos los espacios!
Y me arrastro hambriento hasta la orilla
Donde acaso me aguarde algún consuelo
Del corazón eterno del viejo Mar;
¡Pero oíd, ¡de las solemnes profundidades,
Las voces lejanas del misterio
Parecen preguntar por qué nos separamos!
Adonde vaya estoy solo,
Aunque una vez, en ti, lo tuve todo.
Mi pecho es un dolor furioso
Por todo lo que fue, y ahora corre
Al vacío donde la vida se precipita,
¡Donde todo se pierde, y no vuelve a ser!
En el pórtico a uno de los relatos de terror cósmico más logrados de William. H. Hodgson, La casa del confín de la Tierra, aparece este desasosegante poema. El inglés, uno de los escritores más influyentes del género de miedo, encumbrado por el mismísimo Lovecraft, atribuye su autoría a una mano anónima que lo habría escrito sobre la guarda del manuscrito que contiene la pesadilla de eones del anciano y su perro que narra la novela. Casi tan excelente como el propio relato.
NOTA: Traducción, para la editorial Valdemar, de Francisco Torres Oliver.
Seleccionado y comentado por Nacho Segurado.