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‘La mujer vieja’, de Gertrud Kolmar (1894 – 1943)

Hoy estoy en forma. Mañana estoy curada.

Hoy soy pobre, sólo hoy. Mañana soy rica.

Pero un día me quedaré para siempre así,

envuelta, tiritando de frío, en un oscuro chal, la garganta

tosiendo, carraspeando,

arrastraré los pies con esfuerzo y pondré las manos huesudas

ante la estufa de cerámica.

Entonces seré vieja.

Mis cabellos, sombrías alas de mirlo, son grises,

mis labios, flores secas cubiertas de polvo,

y ya nada sabe mi cuerpo de las cascadas y saltos de las

rojas fuentes de la sangre.

Muerte quizá

mucho antes de mi muerte.

Y sin embargo fui joven.

Amante y buena con un hombre, como el pan moreno,

nutritivo, para su mano hambrienta.

Dulce como un refresco para la sed de su boca.

Sonreí,

y mis brazos, culebras flexibles, turgentes, estrechándole

lo atrajeron hacia el bosque encantado.

De mi hombro brotó un ala azul como el humo,

yo estaba tendida contra un pecho más ancho, frondoso,

murmurando hacia abajo un agua blanca, del corazón

de las rocas de abetos.

Pero llegó el día, la hora llegó,

en la que la amarga semilla estuvo madura,

en la que hube de recoger la cosecha.

Y la hoz cortó mi alma.

“Vete”, dije. “¡Amado, vete!.

Mira, en mis cabellos ondean hebras de vieja

la niebla del crepúsculo humedece ya mi mejilla,

y mi flor se marchita estremecida de frío.

Surcan mi rostro las arrugas,

fosos negros los pastos de otoño.

Vete, porque te quiero mucho”.

En silencio retiré la corona de oro de mi cabeza

y me cubrí el rostro.

Se marchó.

Sus pasos apátridas sin duda le llevaron a otro lugar

de descanso, bajo unas pupilas más duras.

Mis ojos están turbios y apenas logran unir

el hilo y el ojo de la aguja.

Mis ojos lloran bajo los párpados fatigados,

rugosos, ribeteados de rojo.

Rara vez

Vuelve a resplandecer en la mirada sin brillo

el débil reflejo, desaparecido hace tiempo,

de un día de verano,

cuando mi vestido ligero, chorreando, fluía

por los prados cubiertos de flores de berro.

Y mi nostalgia lanzaba al cielo abierto el grito alegre

de la alondra.

«Pasaremos hambre y sed, juntos resistiremos, juntos un día caeremos al borde del camino cubierto de polvo, y lloraremos». Este oscuro vaticinio sólo se equivoca en la primera persona del plural. Pues para la historia fue sólo Gertrud Kolmar, la autora de estos versos, la que sufrió tanto (y no la persona a la que están dedicados).

Ella: retraída, humilde, celosa de su intimidad. Su familia: judíos asimilados de origen polaco. El lugar: Berlín. Los años: las cuatro primeras décadas del siglo XX. El final, por tristemente previsible, no menos radicalmente injusto: Auschwitz.

Kolmar hizo de su vida un fortín. Amores, pocos y desgraciados. Escribía, sí, pero las cuartillas las guardaba en un cajón. Su ocupación profesional era dar clases particulares de idiomas. Su ocupación pasional, la lectura. La bohemia berlinesa le espantaba, y también cualquier mínimo contacto con los círculos literarios (eso sí, cultivó una amistad personal e intelectual muy fructífera con uno de los grandes, Walter Benjamin, que además era su primo).

Mundos, libro al que pertenece el poema de hoy, fue publicado por primera vez en 1947. Lo poco que, por insistencia del padre, había publicado Gertrud Kolmar antes de 1933 fue quemado en el auto de fe del espíritu. Gracias a su hermana (y su marido) que salvaron este y otros manuscritos, la intimísima y desoladora obra de Kolmar pudo sobrevivir al Holocausto.

Seleccionado y comentado por Nacho Segurado.



‘La novia del negro’, de Gottfried Benn (1886 – 1956)

Y ahí, sobre cojines de sangre oscura, descansaba

La nuca rubia de una mujer blanca.

El sol le ardía en los cabellos,

Ascendía lamiéndole los muslos blancos,

Y se arrodillaba ante sus pechos, más morenos

Todavía no desfigurados por vicio y partos.

A su lado, un negro, destrozados por una coz

Los ojos, la frente. Metía el tipo este

Los dedos de su sucio pie izquierdo

En uno de sus oídos, orejita blanca.

Ella, sin embargo, dormía, echada ahí, como una novia,

Pegada a la dicha del primer amor

Y a la espera de partir hacia múltiples viajes celestiales

De la joven y ardiente sangre.

Hasta que le

hundieron el cuchillo en la blanca garganta,

hasta que le echaron a la cintura

un delantal púrpura de

sangre muerta.

ORIGINAL EN ALEMÁN

Dann lag auf Kissen dunklen Bluts gebettet

der blonde Nacken einer weißen Frau.

Die Sonne wütete in ihrem Haar

und leckte ihr die hellen Schenkel lang

und kniete um die bräunlicheren Brüste,

noch unentstellt durch Laster und Geburt.

Ein Nigger neben ihr: durch Pferdehufschlag

Augen und Stirn zerfetzt. Der bohrte

zwei Zehen seines schmutzigen linken Fußes

ins Innere ihres kleinen weißen Ohrs.

Sie aber lag und schlief wie eine Braut:

am Saume ihres Glücks der ersten Liebe

und wie vorm Aulbruch vieler Himmelfahrten

des jungen warmen Blutes.

Bis man ihr

das Messer in die weiße Kehle senkte

und einen Purpurschurz aus totem Blut

ihr um die Hüften warf.

En unos años, principios del siglo XX, donde provocar era casi una obligación (artística, política y moral), que un libro de poesía convulsionara el mundillo de la bohemia alemana como lo hizo Morgue y otros poemas es ahora, visto retrospectivamente, un fenómeno puntual, feliz e irrepetible.

El expresionismo fue una ruptura con lo convencional y lo canónico a muchos niveles. Aunque como todo movimiento cultural no nació ex nihilo, los zarpazos de los artistas expresionistas le deben mucho a la aparentemente plácida sociedad de entreguerras, con su fanatismo y violencia soterrados.

El cuadro de George Grosz que ilustra este post es una síntesis perfecta de una mirada destructiva y mefistofélica sobre el mundo moderno. Pero el expresionismo no fue solamente un hallazgo pictórico o cinematográfico, sino también literario; y Gottfried Benn fue, en poesía, su primer representante.

La novia del negro pertenece, en efecto, a ese libro que hizo saltar las costuras de la corrección artística. Junto al encanto de lo mórbido y la delectación por lo grotesco, Benn muestra su furia antiburguesa. Una provocación que encima venía revestida de una armonía clásica, de un lirismo todavía más hiriente. Para que a un poeta le dediquen insultos -¿loas?- como “esnob infernal” o “arribista de poco fiar” no basta con vestir como un dandy.

En las siguientes décadas, atrás ya la moda expresionista, Benn, fascinado por la retórica nazi, llegaría a colaborar -al principio entusiastamente- en la puesta en escena de aquel “auto de fe del espíritu”, como lo llamó Joseph Roth.

Su atracción por la biología (su sentido espiritual deformó el darwinismo tanto como en el pasado lo había hecho Spencer) y Nietzsche, dirá alguno, eran afinidades electivas un tanto escurridizas. Lo pagó. Primero con el desprecio de los escritores que padecieron el escarnio de Hitler (Thomas Mann, por ejemplo) y luego con el silencio.

NOTA: Traducción a cargo de Arturo Parada.

Seleccionado y comentado por Nacho Segurado.




‘Elegía para N. N.’. de Czeslaw Milosz (1911 – 2004)

Si es demasiado lejos para ti, dilo.

Habrías podido correr sobre las pequeñas olas del Báltico,

atravesar el campo de Dinamarca, la floresta de hayas,

virar hacia el océano, y ya está, cerca,

el Labrador, blanco en esta estación del año.

Tú, que soñabas una isla solitaria,

si temes las ciudades, el parpadeo de los fuegos sobre las autopistas,

habrías podido tomar el camino de los bosques sordos,

sobre torrentes revueltos y azules, y rastros del ciervo y del reno,

hasta las Sierras, hasta las minas de oro abandonadas.

El Río Sacramento te habría llevado entonces,

por entre las colinas recubiertas de encinas espinosas.

Todavía un bosque de eucaliptos, y estarás en mi casa.

Es cierto, cuando la manzanita florece,

y la bahía es azul en las mañanas de primavera,

yo pienso a mi pesar en la casa entre lagos

y en las redes recogidas bajo el cielo Lituano.

La cabaña donde te despojabas de tu traje antes del baño

se cambió para siempre en un cristal abstracto.

Y en él está la oscura miel de la tarde, junto al balcón,

y las pequeñas lechuzas, graciosas, y el olor de los arneses.

Cómo podíamos vivir entonces, yo no puedo decirlo.

Las costumbres, los trajes, vibran imprecisos,

inconsistentes, tensos hacia el final.

Es tal vez que pensábamos en las cosas tal como son?

El saber de los años fogosos ha enrojecido los caballos ante la forja,

y las pequeñas columnas en el mercado de la aldea,

y los peldaños de madera y la peluca de Mamá Fliegeltaub.

Mucho hemos aprendido, tú bien lo sabes:

cómo nos es quitado, cosa por cosa, todo aquello que no podía ser,

la gente, las comarcas.

Y el corazón no muere cuando uno creyó que debería,

pero sonreímos, el té y el pan sobre la mesa.

Sólo el remordimiento de no haber amado como se debe

esa pálida ceniza de Sachsenhausen

con un amor absoluto, que no está a la medida del hombre.

Tú te has acostumbrado a nuevos inviernos, húmedos,

a la ciudad donde la sangre del propietario alemán

fue raspada de los muros, y a donde él jamás regresó.

Tampoco yo he llevado más de lo que podía, ciudades y país.

No se puede entrar dos veces en el mismo lago,

sobre hojas descompuestas de abedul,

y quebrando una estrecha estría de sol.

Tus faltas y las mías, no fueron grandes faltas,

tus secretos y los míos, no eran grandes secretos.

Cuando te anudan la mandíbula con un pañuelo,

cuando te ponen una cruz entre los dedos,

y a lo lejos un perro ladra, brilla una estrella.

No, no es porque estés tan lejos

que no has venido el otro día, la otra noche.

De año en año madura en nosotros y nos invadirá,

yo, como tú, lo he comprendido: la indiferencia.

Este poema, una oda a lo perdido y sus contradicciones, está fechado en Berkeley, California, en 1963. Para entonces, hacía ya una década que su autor, Czesław Miłosz, había abandonado Polonia, donde, como hijo de su siglo vivió la opresión nazi y la guinda soviética. Tras abandonar Varsovia había hecho parada y fonda, como tantos, en París. Estados Unidos fue, ya en la década de los sesenta, su segundo -y definitivo- exilio.

La importancia de Miłosz como poeta -pese a haber publicado sus primeros libros en la década de los treinta- es posterior y está quizá supeditada a su labor ensayística, gracias a la cual se convirtió en un referente intelectual moralmente intachable de la Europa del Este. Miłosz fue, como recuerda el historiador británico Tony Judt, uno de los primeros en describir el “tono reiterado de agravio y desconcierto” que sentían los países caídos en la órbita soviética respecto de la mitad occidental del continente; lo que el escritor polaco llamaría en su influyente y temprana obra El pensamiento cautivoel desengaño amoroso”.

Como escribió el también poeta Seamus Heany en 2002, apenas dos años antes de la muerte de Miłosz, “la historia de su vida y la historia de su tiempo han caminado paralelas”. Su obra, que en la década de los ochenta recibiría el premio Nobel, está férreamente asentada en la conciencia del horror, la noción de salvación y, al mismo tiempo, en el entusiasmo por la defensa de valores, mínimo común denominador ético, extensibles a toda la humanidad.

NOTA: Traducción a cargo de William Ospina.

NOTA DOS: La cita de Tony Judt está sacada de su monumental -y no sólo por sus 1.200 páginas- Postguerra.

Seleccionado y comentado por Nacho Segurado.