Trabajaba en la Guerrero, a pocas calles de la casa de
Julián
y tenía 17 años y había perdido un hijo.
El recuerdo la hacía llorar en aquel cuarto del hotel
Trébol,
espacioso y oscuro, con baño y bidet, el sitio ideal
para vivir durante algunos años. El sitio ideal para
escribir
un libro de memorias apócrifas o un ramillete
de poemas de terror. Lupe
era delgada y tenía las piernas largas y manchadas
como los leopardos.
La primera vez ni siquiera tuve una erección:
tampoco esperaba tener una erección. Lupe habló de su
vida
y de lo que para ella era la felicidad.
Al cabo de una semana nos volvimos a ver. La encontré
en una esquina junto a otras putitas adolescentes,
apoyada en los guardabarros de un viejo Cadillac.
Creo que nos alegramos de vernos. A partir de entonces
Lupe empezó a contarme cosas de su vida, a veces
llorando,
a veces cogiendo, casi siempre desnudos en la cama,
mirando el cielorraso tomados de la mano.
Su hijo nació enfermo y Lupe prometió a la Virgen
que dejaría el oficio si su bebé se curaba.
Mantuvo la promesa un mes o dos y luego tuvo que
volver.
Poco después su hijo murió y Lupe decía que la culpa
era suya por no cumplir con la Virgen.
La Virgen se llevó al angelito por una promesa no
sostenida.
Ya no sabía qué decirle.
Me gustaban los niños, seguro,
pero aún faltaban muchos años para que supiera
lo que era tener un hijo.
Así que me quedaba callado y pensaba en lo extraño
que resultaba el silencio de aquel hotel.
O tenía las paredes muy gruesas o éramos los únicos
ocupantes
o los demás no abrían la boca ni para gemir.
Era tan fácil manejar a Lupe y sentirte hombre
y sentirte desgraciado. Era fácil acompasarla
a tu ritmo y era fácil escucharla referir
las últimas películas de terror que había visto
en el cine Bucareli.
Sus piernas de leopardo se anudaban en mi cintura
y hundía su cabeza en mi pecho buscando mis pezones
o el latido de mi corazón.
Eso es lo que quiero chuparte, me dijo una noche.
¿Qué, Lupe? El corazón.
(Para O., que se disfraza de ellos para escribir la noche.)
Todo lo que hace un año pensaba que tenía que decir sobre él lo hice aquí. El artículo acababa: «Leer a Bolaño comporta un serio peligro, el de hacerlo con devoción de maníaco, sin querer ni poder leer a nadie más que a él». Recuerdo que J. me dijo que parecía que lo hubiera escrito como moribundo. Y recuerdo también que a E., la novia de J., no le gustó nada el título. Ambos llevaban algo de razón.
Después de aquel artículo me quité de Bolaño. Hasta hace un mes, que leí la novela a cuatro manos Consejos de un fanático de Morrison a un discípulo de Joyce y -de nuevo- toda su poesía. Poesía que ahora más que antes me emociona por visceral, tierna y expresionista y que tiene versos hermosos donde hundirte días: «Un amor breve como el suspiro de una cabeza guillotinada». O noches: «Toda la inextinguible capacidad de provocar dolor».
El gran Stephen Vizinczey dijo una vez algo casi definitivo sobre la crítica: «Al tratar los logros creativos como si fueran informes sociológicos o históricos, gran parte de la erudición literaria se emplea en destruir la vital distinción entre lo ordinario y lo extraordinario«. Creo que la fascinación literaria que muchos sentimos por Bolaño proviene de la delicia de disfrutar de un artista sin tesis, de un gran escritor cuya muerte sorprendió en pañales a los seminarios de crítica textual y a los profesionales de la literatura comparada. Sigamos disfrutando mientras dure la virginidad.
(Vaya, olvidé decir algo que entenderán muy bien quienes hayan leído sus cuentos y novelas: su poesía es la prolongación de su prosa por otros medios. O viceversa).
Seleccionado y comentado por Nacho Segurado.