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‘Otros vinieron aquí’, de Robert Brasillach (1909 – 1945)

Otros vinieron por aquí

cuyos nombres en los muros mohosos

ya se deshacen y desconchan.

Ellos sufrieron y tuvieron esperanzas

y a veces la esperanza acertaba

a veces engañaba a esas murallas.

Venidos de aquí, venidos de otros sitios

nuestros corazones no eran iguales,

según nos dijeron. ¿Hay que creerlo?

¡Pero qué importa lo que fuimos!

Nuestros rostros, ahogados de bruma,

se parecen en la noche negra.

Es en vosotros, hermanos desconocidos,

en quienes pienso, cuando cae la noche,

¡Oh mis fraternales adversarios!

Ayer está cerca de hoy,

a pesar nuestro estamos unidos

por la esperanza y por la miseria.

De Robert Brasillach sabía que fue un joven escritor brillante que ha pasado a la historia de las letras francesas por haber sido el único intelectual colaboracionista ejecutado tras el fin de la ocupación nazi.

Este párrafo de Tony Judt de su libro Pasado imperfecto, que devalúa el mito: «Escritores que de pronto habían descubierto en De Gaulle virtudes que anteriormente alabaron en Pétain, fueron acogidos en la comunidad resistente sin que apenas disintiera una sola voz».

No Brasillach. Él no participó de la amnesia colectiva, y murió por no haber sabido fingir arrepentimiento. A pesar de su talento. O, mejor dicho, a causa del mismo. Colaboró con el enemigo, aunque en menor medida que otros a quienes la mano -ora ciega ora tuerta- de la justicia pasó sobre ellos sin rozarles.

Lo que no sabía era que en la cárcel, esperando el ajusticiamiento del Bien, escribió este poema que traigo hoy, y que leí por primera vez el sábado en un reportaje fantástico de Ignacio Vidal-Folch titulado Genios del mal.

PD: Atribuyo la traducción, por falta de datos, al propio Vidal-Folch.

Nacho S. (en Twitter: @nemosegu)



‘Boceto para La caída de Ícaro’, de Robert Walser (1878 – 1956)

Islitas relucientes en el mar,

fragatas de incierta procedencia,

las islas atesoran gran cultura,

así, entre las diecinueve y las veinte horas

o sea, al anochecer,

mas, no,

aún no es tan tarde pues un campesino,

uno de esos hombres laboriosos que se desloman para

reunir unas monedas,

trabaja todavía en su campo

como un héroe agrícola,

juega su juego, gana su magro dinero,

la tierra es pardo negruzca.

Un ser alado a punto está de confiarse

al aire, más tarde lo veremos

agitándose en el éter.

De maravillosa picardía

la mirada de la luna, uno se sienta

admirado sobre el templo de la naturaleza,

encima de una piedra prehistórica,

limitándose a contemplar

a un pajarillo canoro, volador, enamorado de sus trinos,

mientras sus ovejas, abandonadas a sí mismas,

pacen tranquilas en el pálido poniente

adornado de tonos rojizos.

¡Ay, dolor!, una mano

gesticula en mudo grito de ayuda desplomándose

desde lo alto,

y cómo sonríe, alegre, la bahía

con máxima afectación, por él juró

que vencería la gravedad

sobre el mar,

se casaría feliz

con la divina belleza en el azur

y se burlaría de las raíces en la tierra, mas

se convierte en excelente maestrillo en volteretas

y ahora habrá percibido

su relativa pequeñez.

No obstante, loables son los dones

del espíritu emprendedor, lo que he escrito aquí

se lo debo a un cuadro de Brueghel enraizado en mi

memoria

y al que tributé el máximo respeto

porque me pareció una espléndida pintura.

Cualquier afán

por elevarnos

sobre la vulgaridad

tiene un límite en la vida.

El siglo XX fue el del apogeo y fin de la locura como asunto literario y filosófico. A mi amigo Jesús, que me ha sacado de la ignorancia en Walser y en tantas otras cosas, quizá le fastidie un poco. Pero tendrá que reconocerlo, los dos hemos leído a Oliver Sacks: las visiones son jaquecas, aunque las conciban genios.

Así que en esta breve introducción a Robert Walser evitaré descender demasiado al pozo de su biografía. Walser fue un verdadero hombre sin atributos, refractario al más leve comercio con las cosas humanas, tanto de la notoriedad como de la abundancia. Como sentencia Simon, su alter ego en Los hermanos Tanner: «En mí no hallará usted nada que apunte a alguna opción vital determinada». A los cincuenta años se recluyó en un manicomio y en la mudez literaria. Veía deslizarse en tiempo paseando, y así murió el día de Navidad de 1956, en medio de la nada y la nieve.

La literatura de Walser me emociona porque en ella se insinúan motivos para la inacción, consuelo inteligente para las derrotas, ingenuo y tímido optimismo filosófico. Una literatura que incita a la vida desde la parálisis, que promete la felicidad desde el orden y la burocracia. Como en Joubert, lo sublime de la belleza es tener presente las imperfecciones que la hacen posible.

El hermano de Robert Walser, Karl, fue un pintor destacado de la primera década del siglo. El Walser luego novelista fue siempre un enamorado de la pintura, que explotó como catalizadora de su imaginación literaria. De una reciente y delicada edición de textos suyos sobre obras de Lucas Cranach, Watteau, Tiziano, Boucher o su propio hermano, está sacado este poema, cuyos últimos cuatro versos son un manifiesto mesurado de lo que hizo Walser con su vida.

NOTA: Traducido del alemán por Rosa Pilar Blanco para la editorial Siruela.

IMAGEN: La caída de Ícaro, del pintor flamenco Pieter Brueghel, El viejo.

Seleccionado y comentado por Nacho Segurado.



‘A John Berryman’, de Robert Lowell (1917 – 1977)

En los últimos años sólo nos veíamos

cuando andabas de un lado para otro

y leías como embriagado

tu Dream demoledor-

audible, sonoro…

en otro mundo entonces como ahora.

yo quería seguir viviendo

para evitarme tu elegía.

Pero en realidad nuestra vida fue la misma,

la habitual

que nuestra generación ofrecía

(Les Maudits- el agasajo

que cada generación de americanos

se hace al llegarle el turno):

primero alumnos, luego profesores,

nuestra galaxia de grands maîtres,

en los cincuenta, becas de estudio

en París, Roma y Florencia,

excombatientes de la Guerra Fría, no de la Guerra-

lo mejor que la vida puede dar…

soñando más tarde en el whisky de las seis,

esperando el fuego con hielo,

hasta el tacto del vaso frío,

como el que aguarda a una muchacha…

si tú hubieras esperado.

Quisimos obsesionarnos escribiendo

y lo hicimos.

¿Te levantas tan aturdido como yo,

y encuentras las gafas olvidadas dentro de un zapato?

Algo me oprime el corazón con fuerza-

allí, aquí todavía, los buenos tiempos

en que nos sentábamos junto a un lago frío en Maine,

hablando del Cuento de Invierno,

los celos de Leontes

en la sintaxis quebrada de Shakespeare.

Tú fuiste el primero el triunfar.

Precisamente el otro día,

di con la diferencia que existe entre nosotros- el humor…

incluso en esta última Dream Song,

riéndote de la escapada sigilosa

de tu hogar y tus clases-

para saltar desde el puente.

Las muchachas no moverán la escarcha de tu tumba.

Para mi asombro, John,

te rezo a ti, no por ti,

pienso en ti, no en mí,

sonrío y me duermo.

Robert Lowell es difícil, pero no inaccesible; profundamente autorreferencial, pero no hermético; trascendente, pero no sublime. Lowell distinguió una vez entre dos tipos de poesía, la «cocida» y la «cruda». La primera agota su existencia en los seminarios de crítica textual y de literatura comparada; la segunda no se puede digerir con notas a pie de página sino que está escrita para el «escándalo». Salvo en opinión de sus detractores, la del propio Lowell coquetea conscientemente con ambas.

Lowell, perteneciente a una generación de niños mimados de la cultura estadounidense, parece que comprendió la necesidad de llegar al público como lo hacían los escritores Beat. No cayó claro, en su ingenuidad y amateurismo, pero con los años (y las crisis) se hizo cada vez más escueto, clarividente y ácidamente confesional. Por otro lado, nunca abandonó del todo el elitismo que su noble apellido, pese a todo, le había conferido. Fanáticamente religioso en su juventud -se convirtió, incluso, al catolicismo-, desencantado y pacifista en la madurez, prisionero de sus tormentos, su pasado y su arte al final.

Alguno dirá que él que lo tuvo todo –lujo, Europa, Harvard, amores-, pero que por aburrimiento jugó al malditismo y se le fue la mano. En el poema que he escogido, dedicado a su amigo el escritor suicida John Berryman, Lowell aborda todo aquello con nostalgia pero sin misericordia, con apego lúcido y crudo. Un juicio retrospectivo a lo Gil de Biedma. Poco después de este poema, publicado en Day by Day, su último libro, Lowell falleció repentinamente en el asiento del taxi que lo trasladaba del aeropuerto Kennedy a su casa.

NOTA: Traducción de José Agustín Goytisolo.

Seleccionado y comentado por Nacho Segurado