‘La cinta mecánica de la estación de metro Montparnasse’, Philippe Delerm (1950)

¿Tiempo perdido? ¿Tiempo ganado? En cualquier caso, es un largo paréntesis esa acera que desfila, infinitamente rectilínea, silenciosa. Al comienzo, se produce casi una confesión: no puede imponerse un pasillo tan largo, un tránsito tan colosal. Los esclavos del estrés urbano tienen derecho a un respiro. Siempre, eso sí, que puedan permanecer en la corriente y convertir en aceleración objetiva ese nebuloso alivio que se les brinda en su itinerario del combatiente.

Es inmensa la cinta mecánica de la estación Montparnasse. Nos internamos en ella con la misma aprensión que nos inspiran las escaleras mecánicas de los grandes almacenes. Pero en este caso, no hay escalones desplegados cual mandíbulas de cocodrilo. Todo es pura horizontalidad. De pronto, nos asalta el mismo tipo de vértigo que cuando bajamos una escalera oscura y creemos que hay un último escalón cuando no lo hay. Una vez embarcados en esas aguas vivas, todo se tambalea. ¿Es el deslizarse de la cinta lo que nos obliga a adoptar cierta rigidez, o simplemente compensamos con una reacción de amor propio ese súbito abandonarse, ese dejarse llevar? Vemos, sí, delante de nosotros a algunos incondicionales de la precipitación que multiplican la velocidad de la cinta dando largas zancadas. Pero preferimos mantenernos ojo avizor, cogidos de la barandilla negra.

En sentido inverso se deslizan hacia nosotros siluetas hieráticas, y a uno y otro lado se intercambia la misma mirada falsamente ausente. Extraña manera de cruzarse, próximos e inaccesibles, en esa fuga acelerada disfrazada de indolencia. Destinos aprehendidos en un segundo, rostros casi abstractos, planeando sobre un fondo de espacio gris. Más allá, el pasillo reservado a los caminantes impenitentes, los que desdeñan las facilidades de la cinta mecánica. Andan rapidísimos, en su afán de demostrar las inanidades de la cinta mecánica. Los ignoramos: su deseo de infundir mala conciencia resulta un tanto zafio y ridículo. Hay que limitarse al hechizo acaparador de la cinta mecánica. Esa huidiza inmovilidad le convierte a uno en un personaje de Magritte, en un envoltorio de banalidad humana que se cruza con dobles evanescentes en una cinta infinitamente plana.

Los placeres minúsculos de Philippe Delerm tienen una pizca de Michel de Montaigne, de Josep Pla, de Amelie Poulain y, por qué no, de Luis Piedrahita. Son piezas de una sensibilidad alejada, que celebran lo breve pero esperado, lo cotidiano pero sorprendente, lo egoístamente burgués pero universal. El primer trago de cerveza y otros placeres de la vida es un libro afortunado y superficial. Ofrece lo que no se compra. En España, otro francés, Arcadi Espada, publicó hace una década un puñadito de textos similares en felicidad.

Seleccionado y comentado por Nacho Segurado.



Los comentarios están cerrados.