Lucía Rodríguez Sampayo (@rs_lucía) sigue contándonos historias desde El Salvador, ese país chiquito del que poco se habla excepto en nuestro blog…

- Fotografía de Lucía RS
Hemos pasado unas elecciones movidas en El Salvador. Tras una jornada electoral más o menos tranquila, sin altercados graves, varios errores y problemas en el Tribunal Supremo Electoral impidieron la publicación de resultados preliminares y hoy, 18 días después, seguimos sin resultados definitivos completos.
Muchas mujeres trans pudieron votar, más que en elecciones anteriores, gracias al apoyo de diversas organizaciones y de parte de la institucionalidad, principalmente de la Procuraduría para la Defensa de los DDHH. Por otra parte, demasiadas mujeres trans han seguido muriendo a manos del odio que se aviva ante su visibilidad.
Pero hoy quería hablarles del odio latente, ése que parece que hace menos daño porque no mata, pero que sin que apenas nos demos cuenta consolida actitudes y comportamientos que a la larga y en situaciones extremas generan muerte.
El Salvador es un país muy polarizado, por muchas razones. La desigualdad es obscena, la guerra demasiado reciente, la amnistía ofensiva, la memoria se ahoga día a día. Y en esta situación no hay lugar para la moderación de los discursos, para el reconocimiento de adversarios. El debate político se vuelve un campo de batalla en el que todo vale. Y si el candidato del partido denostado tiene todas las de ganar, lejos de buscar fallas en su programa o en su discurso, rebuscamos en nuestros odios para desacreditarlo.
Si el aspirante se llama Nayib Bukele es fácil: llamemosle musulmán. En un país mayoritariamente conservador y cristiano puede ser un “gran insulto”. He visto panfletos en los que no sólo lo tachaban de infiel, también lo acusaban de querer instaurar el Estado Islámico en San Salvador, donde todo indica que fungirá como alcalde por el partido de izquierda los próximos tres años. Podemos decir que es absurdo, pero las mentiras cien veces repetidas se vuelven verdades, y estoy segura de que demasiados votos se vieron influidos por estas acusaciones y difamaciones.
Podemos tratar de consolarnos pensando que la derecha siempre ha jugado sucio (que sí), que el conservadurismo y su falta de argumentos hacen obligatorio el recurso a la descalificación xenófoba y clasista (que también), pero en ningún caso deberíamos consentirlo. Tampoco cuando criticamos a malos gobernantes, aunque sean nada carismáticos, aunque no tengan programa de gobierno, aunque sean hijos de genocidas.
Roberto D’Aubuisson, hijo de quien fuera Mayor de la Guardia Nacional, fundador de ARENA y responsable -según la Comisión de la Verdad– del asesinato de Monseñor Romero y de la organización de los Escuadrones de la muerte; será el nuevo alcalde de Santa Tecla, una de las ciudades más importantes del país, poniendo fin a 15 años de gobierno del FMLN. Y le han llovido muchas críticas desde la izquierda.
No seré yo quien defienda a la derecha y sus políticas de pobreza y explotación, de mentira y olvido, pero tampoco puedo mirar a otro lado y no reconocer que hemos caído en la trampa. Pudiendo haber criticado el necio empeño de D’Aubuisson en negar lo mil veces demostrado, su falta de propuestas, su estrechez intelectual, nos hemos ido por el camino más fácil, el de la homofobia. Las redes sociales se han llenado de bromas sobre su voz aguda, sobre su pluma; lo atacamos valiendonos de prejuicios y estereotipos, y nos escudamos en sus carencias para justificar las nuestras.
Tras 23 años de esfuerzos por consolidar una sociedad más democrática, todavía no hemos logrado hacer espacio a la pluralidad. Y no es sólo responsabilidad de quienes hacen política partidaria; también es nuestra, de la gente corriente que se involucra y aporta más allá de los tiempos electorales, tanto la que usa los eslóganes de “recuperemos El Salvador” como la que cree en el “buen vivir”. Defendemos propuestas antagónicas pero lastimosamente coincidentes en un punto: no estamos preparadas para asumir y respetar la diversidad.
El discurso amable de cultura, etnia y clase lo tenemos más o menos controlado, sin duda mucho mejor que quienes siguen considerando un libro sagrado su guía, pero hay cosas que se nos escapan. El respeto a la diversidad sexual todavía no ha logrado un papel protagonista en el manual de lo políticamente correcto, y caemos en el discurso del odio y la exclusión sin que nos demos ni cuenta.
Si presumimos de defender los derechos de todas y todos no debemos olvidar a nadie. Vivir la diversidad en libertad es un derecho de todas las personas, aunque sus ideas no merezcan nuestro respeto. Sólo nuestra coherencia puede cambiar el mundo.