Archivo de la categoría ‘Narrativas’

¿Qué habría pasado si…?

Por Sara Levesque

 

Si te asusta el compromiso, ¿te quieres divorciar conmigo? ¿Quieres que digamos «no» a todo lo negativo? Vamos a deshacernos el amor, a ponerle un cinturón de castidad a nuestra pena. A asustarnos del rebose de fortuna con precaución y a no temer que las cosas puedan torcerse. A ser felices en los días más grises. Hagamos las tareas deprisa y también con calma y riámonos de lo que no es apropiado. Atrevámonos a bucear en un monte y, si no sabes cuál, yo te enseño a hacerlo en el de Venus.

Eres como una maldita condena que dura desde un sinfín de años hasta el día en que se acabe todo. Una sentencia mortal en la que la pregunta crucial es: ¿qué habría pasado si…? Ese «si» no tiene nada de positivo.
Un tortuoso tormento repleto de preguntas ignoradas por tu parte y respuestas silenciadas por la mía que acabaron sancionando a mi corazón a una condena de muerto en vida, sin sentirme querida ni siquiera por tu apatía más prohibida…

Perdóname cuando te digo algo bonito. Ten compasión si con mis palabras indirectas te irrito. Disculpa por sugerir que mi cicatriz lleva tu nombre escrito. Indúltame si no te pido permiso cuando sobre tus labios me precipito. Lo siento, pero ya me he cansado de alejarte de a poquito. Si ha de ser con el océano entre las piernas, quiero existir dándole un fuerte mordisquito a todo aquello con lo que yo misma me limito. Sé que tanto tú como yo no queremos que nuestra historia se convierta en un mito. No me voy a sentir mal por ello, no cometo ningún delito.

Lamento sacarte de quicio, te aseguro que no es por vicio; te quiero demasiado y también odio tu maleficio, pero a mi razón le he ganado el juicio. ¿Sabes por qué me gustas incluso cuando te pones en plan ficticio? Porque cuando lloro y mi cara es más fea que Picio, tú me obligas a levantar la vista del suelo y me acompañas hasta el inicio.

Me quedó el corazón en los huesos por la ausencia de tus besos, de tus caricias escondidas en un verso travieso. Y yo todavía me devano los sesos preguntándome cuándo nos tocará saciarnos de excesos, cuándo podré hundir mis dedos entre tu pelo mientras acaricio tus labios más gruesos, dejándote impresos en tu más privado acceso los mimos confesos que aún te guardo para entregártelos ilesos.

¿Y si nos coloreamos los otoños regándolos con el néctar de nuestras primaveras?

Así, cubrimos de blanco la opaca soledad del invierno con el caluroso manto de la estación más similar al infierno.

Sobre todo, vamos a construir las cosas bien, aunque empecemos por el tejado. Pero vamos a hacerlas de una vez.

© Sara Levesque

 

Homofobia y mentiras: la vida sexual de los sacerdotes en el seno de la Iglesia

 

Hoy recomendamos La casta de los castos, de Marco Marzono, publicado en España este mes de junio. Una exhaustiva investigación antropológica que retrata la vida en comunidades cerradas como los seminarios, y las complejas relaciones de dominación, no solo sexual, que existen en la institución de la Iglesia entre sacerdotes.

Fruto de años de investigaciones y decenas de entrevistas con sacerdotes y ex-sacerdotes, el sociólogo italiano Marco Marzano nos ofrece una perspectiva lúcida sobre la vida sexual del clero. En la práctica, solo el 10 % respetarían los votos de castidad y la gran mayoría que optan por la carrera sacerdotal serían homosexuales. En los seminarios operan mecanismos perversos a través de los cuales la mentira, el silencio y la negación se vuelven funcionales para la organización de la Iglesia. Hombres entrenados para ocultar su esencia más íntima, sus emociones y deseos. En el mejor de los casos, esto les permite desviarse de la norma y aceptar su propia sexualidad. Otros nunca llegan a un acuerdo en su relación con el sexo y terminan, en el peor de los casos, convirtiéndose en abusadores.

¿Por qué defiende la Iglesia católica el voto de castidad de los sacerdotes y cómo aborda la delicada cuestión de la afectividad de los clérigos? ¿Cómo transforman decisivamente los años de seminario la relación con la sexualidad de los futuros sacerdotes? Marco Marzano intenta responder a estas preguntas en este ensayo documentado mediante un riguroso análisis de la literatura científica y, sobre todo, a través de decenas de entrevistas en profundidad con sacerdotes y personas que han abandonado el sacerdocio. El cuadro que emerge es un corte transversal de la vida íntima de una clase sacerdotal formada desde los seminarios por la institución a la que pertenece para ocultar una parte de la existencia en lugar de vivirla plena y serenamente.

De las palabras recogidas durante años de trabajo de campo surgen historias personales de dolor, tormento, soledad, pero también un sistema de mentiras y secretos que produce consecuencias dramáticas para los propios sacerdotes y para toda la comunidad cristiana.

«Para Marzano, uno de los fines principales de los seminarios es inculcar la castidad y la obediencia. Si el objetivo último fuera el mero estudio de la teología, ¿por qué esa necesidad de sacar a los seminaristas de sus casas y concentrarlos en un edificio único con poco contacto con el exterior.»

Emilio de Miguel Calabia, ABC

Sobre el autor:

Marco Marzano es profesor titular de Sociología en la Universidad de Bérgamo, uno de los fundadores de la revista Etnografia e Ricerca Qualitativa y colaborador de Il Fatto
Quotidiano.it. Entre sus publicaciones se encuentran Cattolicesimo magico: Un’indagine etnografica (2009), Quel che resta dei cattolici: Inchiesta sulla crisi della Chiesa in Italia (2012), La società orizzontale: Liberi senza padri con Nadia Urbinati (2017) y La Chiesa immobile: Francesco e la rivoluzione mancata (2018)

 

Azul II

Por Sara Levesque

 

Y entonces, la vi. Una mujer diferente a las demás que me hechizaba porque no seguía el maldito guion. Con piernas tan eternas dentro de su pantalón verde tirando a marrón. Aparentaba una silueta angulosa desde lejos, apuñalando el suelo con sus zapatos de tacón. Sus cabellos cobrizos de seda natural, más esponjosos que el algodón, me hicieron creer que era la viva imagen de la pasión. De piel de raso tropical, quise esnifar su aroma por completo, aunque, por defecto, me llevase un sonoro bofetón.

Su flor fue lo que más me enamoró. No era de las que se ponen en la solapa o tiesas en un jarrón. Una flor en la que, cuando hace calor, siempre apetece darse un chapuzón y, si el clima es frío desilusión, reconforta más que atiborrarse en la soledad devorando un bombón. De la que nunca te sacias y se lo expresas gimiendo a pleno pulmón. Aquella flor exótica entre su jardín sin corrupción brotaba brillando con cada lametón. Parecía estar en llamas y resultó ser ese tipo de luz que uno tanto ama sin pedir perdón.

Y entonces, apareció junto a ella. Existía una mariposilla que se atrevió a volar. Sus alas eran las más alegres que haya apreciado mi mirar. De colores vivos, teñidas de un potente amarillo solar. En cada una se apreciaba un punto azul verdoso simulando el tono del mar. Su revoloteo era muy irregular, casi podría asegurar que rozaba lo bipolar. Cuando la sentía, solo ansiaba empaparme con su aletear.

Ascendía por mi vida exhibiendo su estelar danzar y descendía por mis miedos, que solo ella era capaz de abrazar cuando me echaba a temblar. Habitaba en mi pancita, ahí practicaba su gran salto mortal. Sabía que no me quería dañar, pero surcaba mis días con tanta ferocidad que, a veces, me lograba asustar. La mayor parte del tiempo me hacía sentir fenomenal, audaz, valiente y colosal. Debo confesar que, en ocasiones, deseaba que se largara y me dejara en paz.

Esa mariposilla revoloteaba sin parar. Impregnada del aroma de ella, que no me cansaba de esnifar. Así me susurraba que no me olvidase de que la quería recordar, de que no me dejase amilanar si algún día encontrase el valor necesario para preguntarle si le apetecía que nos ilumináramos un ratito en particular.

Ella no sabía de género, tiempo ni edad. Solo vivía en mí porque le rodeaba su esencia tersa y veraz. Me confesó que aborrecía el frío polar. Y yo aprendí a mudarme del hielo al que llamo hogar para que no se sintiera dispar. Construí para ella un cálido lugar repleto de flores de mil colores por las que pudiera retozar. A mi mariposilla le confesé desde la oscuridad de mi soledad que, de aquella mujer diferente a las demás, me llegué a enamorar.

Es verdad que nos unió el color del optimismo y la bonanza: el azul.

Azul celeste. Azul silvestre. Azul de cualquier techo que se acueste. Azul añil. Azul abrazando todo el mes de abril. Azul pacífico. Azul nada terrorífico. Azul calma. Azul comiendo de mi palma. Azul con que mi corazón se empalma. Azul que revive la paz en mi alma. Azul zafiro. Prefiero el azul del estanque del Retiro. Azul del arbitrario aire que aspiro.

Azul Antártida helada. Azul frescura abrigada. Azul aguas marinas. Azul de las ascuas en ruinas. Azul para bañarse. Azul donde sanarse. Azul para chapotear. Azul similar a un sosegado mirar. Azul lágrimas de cristal. Azul lluvia torrencial. Azul temporal bajo el que charlar. Azul abrigándonos al son de su ventoso cantar.

Azul taciturno cielo nocturno. Azul nomeolvides. Azul tú decides. Azul burbuja. Azul que el firmamento sobre el mar dibuja. Azul que a sus aguas empuja. Azul de tus vaqueros. Azul chapoteo o crucero. Azul marino. Azul para bailar blues saboreando un vino. Azul delfín. Si su azul representa la tranquilidad, que sea un azul sin fin.

© Sara Levesque

 

 

 

Recluta de mierda. Historias de un gay en la mili

Pablo Morterero (@pabloMorterero)

 

Leyendo “Recluta de mierda. Historias de un gay en la mili” de Francisco Antonio Macera Garfia, he revivido la angustia (olvidada por otra parte bajo toneladas de recuerdos) con la que viví los años previos a incorporarme a filas, aplazada primero por estudio y de la que más tarde me libré declarándome objetor de conciencia, días antes del fatídico momento.

No dudo que para muchos, hacer la mili fue una experiencia extraordinaria, posiblemente más por la tendencia a idealizar el pasado o recordar sólo los buenos momentos de la juventud perdida, pero para la mayoría de la población masculina de la época, cuanto menos eran 13 meses perdidos, y en lo peor, un suplicio sin paliativos.

Es curioso que una vivencia que afectó a millones de hombres, haya dejado tan poca literatura. A nivel general, solo recuerdo “Morirás en Chafarinas” de Fernando Lalana. Seguro que habrá más de carácter autobiográfico, pero sorprende que no exista incluso estanterías con dicha temática en nuestras bibliotecas y librerías.

Macera, un chico bastante inocente y muy creyente de principios de los setenta, relata en su libro autobiográfico sus experiencias en un ignoto Centro de Instrucción de Reclutas (CIR), cuyo nombre omite el autor, pero que no debía estar muy lejos de la ciudad de Sevilla, a pesar de que tardara ¡casi cinco horas en tren! un frío sábado de enero de 1972. Veinte años después, en cinco horas podías ir y volver de Sevilla a Madrid. ¡Cómo cambió España tras la muerte del dictador!

La amena lectura hace que sus 390 páginas pasen como un suspiro, lo que ayuda su carácter epistolar con un desconocido amigo, cuya inicial es T. Como nos informa el autor, “Recluta de mierda” se sustenta en un diario donde durante la mili fue apuntando sus experiencias, que para hacerlo ilegible utilizaba un criptografía que a la postre no fue tan discreta como pensaba.

Posiblemente, la mili de Macera, para su pesar, no fue el paradigma de la mayoría de los chicos homosexuales y bisexuales que reemplazo tras reemplazo, sufrían un sistema violento, arbitrario y doloroso. Sin llegar a los niveles que sufrió el autor más por su inocencia que por su rebeldía, millones de hombres padecieron meses bajo una disciplina castrense cuyo objetivo real no era defender la patria, sino sustentar un régimen corrupto y enriquecer a miles de militares que saqueaban los cuarteles, como tuvo la desgracia de descubrir nuestro autor. Un saqueo completamente legítimo, debían pensar, como vencedores de la cruzada nacional del 36.

Pero la novela no sólo muestra el carácter violento y arbitrario sobre el que se sustentaba el servicio militar obligatorio para la mitad de la población, sino que además refleja las violencias ampliamente interiorizadas por una sociedad, la española, sometida a tres décadas de tiranía franquista.

Tan interiorizadas que se volvieron invisibles, y que hoy observamos con horror cuando una novela o un documental (como el reciente de la cadena CUATRO sobre el Patronato de Protección de la Mujer, “Las Descarriadas”) nos lo muestra sin paños calientes. De esa forma, los protagonistas de “Recluta de Mierda” viven las violencias sin cuestionarlas, como parte del “decorado” del CIR, aspirando, como mucho, a evitarlas sin señalarse.

“Recluta de mierda. Historias de un gay en la mili” no es solo una entretenida novela, recomendable para cualquier público, sino además esencial para todas aquellas personas que hoy se identifiquen como “queer”. Porque también se trata de un documento fundamental de memoria LGTBI, lejos de los grandes relatos de la acción militante. Porque nuestra memoria se basa, sobre todo, en la lucha cotidiana por la supervivencia en un sistema hostil, violento y doloroso.

«Recluta de Mierda. Historias de un gay en la mili», Francisco Antonio Macera Garfia. Editorial Punto Rojo, Libros. ISBN 979-83-89989-54-2.

Paco Macera es un activista LGTBI que inició su militancia en el Movimiento Homosexual de Acción Revolucionaria (MHAR) de Sevilla y que a lo largo de su vida ha mantenido el compromiso con la lucha por la libertad para vivirse y vivir plenamenta la corporalidad, la identidad y la orientación.

Y a lo mejor te escribo…

Por Sara Levesque

 

 

Querida:

Ojalá algún día pudieras entender lo que intento recitar de la manera en que me hago menos daño(s). Para mí no es un trabajo. Es un idioma. Una lengua. La única lengua con la que nos podemos unir tú y yo. La única con la que alcanzamos a besarnos.

Ahora que he abierto los ojos para mirarte y después verte sin dar rodeos, a ser sincera primero con mi corazón y después contigo tachando los «pero», yo no quería dejar pasar otra vez la oportunidad de cogerte de la mano y contarte a caricias un secreto. Te confesaré que mi insistencia por verte era para susurrarte cuánto me encanta tu dulzura y tu mala hostia. Tus bufidos de desesperación y los latidos esculpidos de tu corazón. Que aún ansío darte un beso en vez de dos a las tres de la mañana, que me muero por sanarme de la ausencia de tu cariño en la playa de Ojalá.

Escribir no es mi trabajo, es mi idioma. Mi forma de decir lo que hablando no me atrevo a descubrir. La manera en que me entiendes porque también escribes; porque también lloras cuando tus poemas te estrujan el alma sin compasión. Porque solo otra artista de las palabras puede intuir lo que pretendo desvelar así. Porque hablamos el mismo idioma. Y si ves que mi relato no te seduce, avísame que recojo los restos del cenicero y me voy a escribir bajo otro aguacero, a seguir desenredando en versos mis «te quiero».

Recuerdo cómo pasear contigo se convertía en el mejor deporte. Y mi meta era llevarte a compartir palabras y cafés en el cielo de Madrid, en una casa encendida de hermosura, brillante y calurosa como tu sonrisa. En aquella casa que, junto a tu mirada, encendía Madrid.

Y a lo mejor te escribo cuando tú pasas de mí porque soy así. Porque me gusta darlo todo por una chica o una mujer que ya no es tan chica cuando a ella solo le sale un monosílabo. Y a lo mejor solo quiero saludarte porque tu respuesta, por escueta que sea, tiene el poder de arreglar mi día. Y a lo mejor te escribo porque estás igual de guapa, sino más, con tu cara de no haber descansado desde el último berrinche. Con tu pelo alborotado por una almohada que, más que relajarte, te desquicia las noches. Cuando al reír te dan ganas de llorar. Estás igual de guapa, sino más, con el guiño de la resaca bajo tus ojos porque ya no recuerdas la última vez que dormiste desnuda, o acompañada, que viene a ser lo mismo. Estás igual de guapa, sino más, con tu mala cara de haber trasnochado para escribir sobre el papel y no encima de su piel. Pero yo, que no (te) miro con los ojos, bailo el dedo por todas tus ojeras y te aseguro que, cuando sonríes, estás igual de guapa, sino más. Y a lo mejor, por eso, te escribo…

© Sara Levesque

Postales de R

Sostenme, voy a caerme.

Angélica Liddell

 

El desierto, los nombres del exilio, la música del daño o la memoria de los huesos son algunos de los paisajes por los que la poeta, filósofa y ensayista Sayak Valencia y estas, sus Postales de R, publicado por Continta me tienes, transitan y nos invitan a viajar a través de ellos. En palabras de María Salgado, autora del epílogo: «Unas cartas breves, precisas, inteligentes, virtuosamente condensadas y elegantes a más no poder, que han sido escritas desde las décadas en que el transfeminismo salió del underground, aportando las cantidades de melodrama, cuerpo y exceso que todas las escenas del arte y la de la vida venían necesitando y periódicamente buscando en las disidencias de las personas más expuestas a todo ello, es decir, las que más orientaron y desorientaron sus trayectorias vitales y estéticas sobre el deseo».

Sobre la autora
Sayak Valencia (Tijuana, 1980). Lesbiana transfeminista. Transfronteriza. Filósofa y escritora. Ama el lenguaje y piensa con acento.

Entre sus publicaciones más recientes destacan: Capitalismo Gore (2010), El reverso exacto del texto (2007) y Jueves Fausto (2004). Algunos de sus trabajos han estado publicados en revistas de España, EEUU y América Latina, también en diferentes lenguas.

Es cofundadora del grupo feminista La Línea, colectivo formado el año 2002 que se dedica a la teoría, la escritura, la edición, el audiovisual y la performance. Como artista de esta disciplina, sus acciones desarrollan los siguientes conceptos: el cuerpo, el espacio público y lo queer.

 

Sin miedos ni sueños

Por Sara Levesque

 

––Descansa.

Esa soy yo. Quería decirle «duerme un poco, preciosa. Mañana estaré allí para darte una sorpresa y que podamos sonreír a los días calurosos, aunque acabemos empapadas. Quiero aprovechar tus ratos libres para seguir conociéndote y comprobar si sí que te gusto tanto como afirmas. Si eres capaz de darle la vuelta a tu vida por vivir los sentimientos encontrados que has descubierto conmigo. Regresar al hostal contigo de la mano y abrazarte en el ascensor que nos lleve al séptimo cielo. Desayunar a las cuatro de la tarde y después abrirte las piernas y enterrar mi hocico en tu jardín para plantar mis besos en tus fluidos y que den sus frutos. Y luego abrazarte cucharita hasta que te durmieras. Que te despertaras sin previo aviso buscándome y yo te dijera en un suave susurro “estoy aquí contigo, no tengas miedo”. Duerme tranquila, amor mío que, aunque te abrace por los michelines que tanto te avergüenzan y no te suelte, no te voy a agobiar, pero tampoco te voy a abandonar, salvo que tú decidas que me aleje de ti. Así que descansa.

Mientras siga a tu lado, las pesadillas no podrán hacerte ningún daño». Y sellar aquel momento con un beso en su frente.

No me importaba desaprovechar los pocos momentos en que podíamos estar a solas pasándolos junto a sus absorbentes hermanas, ni aceptando planes espontáneos sin que pidiese mi opinión. No me importaba, lo juro, siempre y cuando ella mantuviera su palabra y siguiera aceptando mis carantoñas descaradas o a escondidas.

Y como soy cobarde y un poco de aquella manera, me guardé todas esas emociones para llorarlas sobre el papel a hurtadillas y solo le dije un escueto, frío o trisilábico «descansa».

Descubrí, demasiado tarde, que pagábamos al mismo taller para la bola de cristal.

[…]

––Me apeteces mucho ––afirmaba acompañando sus palabras con una foto en sujetador, mostrándome sus jugosos y sugerentes problemas.

¿Le apetecía mucho? ¿Qué era lo que le apetecía mucho? Existían demasiadas posibilidades. Podía ser abrazarme y consolar todos los ruidos de mi interior. Cerrarme la boca con un beso para acallar mis dudas. Recordar mi piel con su lengua. Quizá le apeteciera mucho jugar con mis pezones o con mi corazón. Quizá le apeteciera mucho compartir conmigo sus sentimientos encontrados, y yo los míos con ella. Quizá le apetecía mucho decirme lo que sentía, tomarme de la mano y hundirse dentro de mis ojos, o abrir los suyos y dejarme pasar hasta el fondo de su alma. Quizá le apetecía mucho ser valiente y decirme «te quiero, cabezota» o escuchármelo a mí decir. Quizá le apetecía ahogarse en silencio de la mano de una condena hasta que yo la rescatara. O quizá prefería dejarse morir acompañada por todo el mundo excepto yo.

Acariciar el recuerdo sobre el papel es como acariciar el aroma de su textura. Y si algún día me quedara ciega, me extirparía las pupilas y las colocaría en mi corazón. Así podría recordar hasta la eternidad que, gracias a su dulzura y bondad, me enseñó a creer de nuevo en la felicidad, sean sus palabras mentira o verdad».

© Sara Levesque

Un tumor en el amor

Por Sara Levesque

 

No me lo podía creer. ¡Había vuelto a suceder! ¿Pues no voy y me engatuso ––por no decir otra palabra más temida–– de una mujer complicada hasta las t3tas? Tenía mucho pecho. Así de gordos eran sus problemas. Y a mí no se me ocurrió otra cosa más que prenderme de la luz de sus caricias. No pude evitarlo. Tampoco quise. Hubiese dado lo que fuera por haber aprendido algo en la óptica para la que trabajé y haberme comprado unas buenas gafas de sol con el mejor antirreflejante del mercado.

Ahora, no sé existir sin ellas. Me refiero a sus carantoñas, no a las gafas. Le doy la mano a un picor fantasma porque su piel está con la chica que hoy la trata bien y le pellizca con picardía el trasero, pero mañana le da una patada en el culo tan fuerte que la manda a tomar por el mismo con un billete solo de vuelta, para volver a patearla cuando se le antoje. Y yo me doy la mano a mí misma, dando mucha pena de paso, en un intento de sentir de nuevo algo que simule sus mimos, viendo esa escena pasar ante mis ojos porque no sé quién es más cobarde de las dos: si ella, por no abandonar a una maltratadora psicológica por pena, aceptando pensión completa en una incompleta situación; o yo, que tengo una habilidad innata para esguinzarme los dos tobillos al mismo tiempo sin llegar a dar ni un paso. Normal que tropiece siempre con la misma piedra. No se puede caminar bien con dos muñones tumorales.

Debo reconocer que echaba de menos apuñalarme el pecho con el folio y empaparlo con toda esa sangre lírica, con todo lo que lato. Pero hasta mi pulso se fatiga de tanto sinvivir. Los latidos son para los vivos. Y en su ciudad descubrí lo muerta que estaba hasta que la conocí.

—¿Me dejarás leerlo?

—Preciosa… Yo te dejo lo que tú quieras —y antes de que las lágrimas me atormentasen de nuevo la garganta me puse las gafas que nunca compré, le di un beso en la frente, le susurré demasiado tenue cuánto la quería y me fui. Esperaba que me sujetara de la mano, que algo me impidiese alejarme de su mirar que tanto me había llegado a engatusar, que me agarrara del hombro, aunque fuera con uno de los mordiscos que me entregaba la noche anterior, poniéndose de puntillas porque soy más alta que ella, y que me dijese que eso sí que era mutuo, y no solo la atracción física. Estaba tan distraía asumiendo esos movimientos que el destino se había metido en el bolsillo que lo único que me detuvo fue el marco de la puerta con que me choqué y tambaleé, cayéndoseme de las manos el pañuelo y un par de latidos que se traspapelaron y jamás volvieron.

Quería llorar, pero mis lágrimas eran impotentes. Quería escribir, pero no me quedaba tinta en las venas. Quería muchas cosas y solo obtuve espeso silencio saciado de conjeturas. Me encantaba escribir. Me encantaba escribirla. Aunque me costase la cordura.

© Sara Levesque

 

Carta II

Por Sara Levesque

 

Cuando llegué al destino, lo primero que hice fue acercarme hasta un lugar muy especial al que ya le tenía echado el ojo. Un lugar donde elegí cambiar la melancolía del piano por la bohemia que encierra Mishka con su reggae, aunque no lo parezca. Un lugar donde sentí libertad de mí misma y pude sonreírle al horizonte abrazada de emociones positivas, no acorralada por las adversidades.
Es cierto que vivo en una constante contradicción y parece que ahí es donde encuentro el equilibrio. Dicen de mí que soy cariñosa y cercana, pero adoro el hielo y su gélida distancia. ¿Será por eso que elegí aquel destino? Ya que yo solita me había destruido, ¿necesitaba reconstruirme entre taciturnos carámbanos sin otra compañía que la de mi mochila, en la que ya no guardaba pesares, sino algo tan corriente como ropa y libros? Quizá necesitaba darme una palmadita en la espalda yo misma para ser bien consciente de que nunca me había ido de mi lado.
Existen muchos países que anhelo visitar. Demasiadas cabañas donde deseo ir a soñar. Cientos de caminos que exijo transitar. Infinitud de pasos que dar… Hoy, con la vista flotando sobre este insondable mar, sé que de desamor no volveré a enfermar porque fui capaz de borrar el rastro de su mirar de mi palpitar. La valla que separaba la arena del mar ya no la percibía como un impedimento para saltar, sino como un apoyo sobre el que aprender de nuevo a respirar.
Detrás de él surgía el océano descomunal, profundo, interminable, irascible… Al ser el extremo del continente, los vientos no contaban con tierras alrededor que les limitasen. Podían danzar tan rápidos y coléricos como quisieran, componiendo un baile bramador, furioso, aullador.
Detrás de él vivía el mar. Detrás de ese cartel, imperioso y solitario. Un cartel tallado en madera con letras impresas del color más completo de todos: el blanco. Un cartel que separaba el punto más austral de Argentina, tierra cristalina, con el comienzo del continente siempre nevado.
Permanecí de pie, emocionándome con el horizonte. Para los ojos urbanos, no era más que la visión hermosamente simplona de mucha agua. Mi perspectiva, en cambio, descubría caminos invisibles, ideas prometedoras, esperanzas renacidas. Con ilusión dentro de mi corazón, observé el cartel, de nuevo la textura del agua, y sonreí aún más. Anunciaba lo que parecía una futura realidad: Ushuaia, fin del mundo. ¿Significaba el fin de un mundo donde mendigaba una oportunidad a la musa que siempre me tendía su mejor excusa? Si era así, bienvenida fuera mi nueva vida tras la experiencia.
Detrás de él, recordé cuánto me echaba de menos. Detrás de él, firme frente a lo que estuviera por llegar, dije dos palabras en voz alta que jamás me había atrevido a expresar:
ME QUIERO.
Y es que visto uno, vistos todos; salvo en su caso, que viste los ojos más lindos de la vida.

Antes de acabar te haré una pregunta, querida persona que lee tan bonito. Y responde(te) con total sinceridad:
¿A quién ves cuando cierras los ojos?

© Sara Levesque

 

Carta I

Por Sara Levesque

 

«Querida Musa libre como un pajarillo descansando en una cornisa: gracias por tu mejor sonrisa, que nunca tenía prisa, tan pacífica como una brisa. Gracias por obligarme a madrugar, para que me diera tiempo a reaccionar sin permitirme remolonear. Gracias por escaparte; desde la distancia ignorarme, y con la escritura liarme. Gracias por mirarme y huir. Por ayudarme a saber qué decir. Mi honda cicatriz empiezo a zurcir. Gracias por dejarme soñar con los ojos abiertos, cada una de tus miradas para mí fue un acierto que en prosa convierto. Gracias por seguir y por quererme a tu manera, solo por ello merece la pena abandonar tu espera, mi agónica quimera. Gracias por no querer que insista, aunque mi corazón, de olvidarte, se resista; siempre ha sido un vanguardista…

Gracias por el paréntesis de tantísimas semanas borradas, por un sinfín de jornadas tachadas y por la esperanza del futuro abrigadas. Gracias por las tormentas al tronar, por hablarme de la lluvia, que siempre cala al recitar. Sus gotas nunca dejarán de brillar. Gracias por inspirarme, por orientarme, con tus versos refrescarme y, a veces, por soportarme. Gracias por compartir tu huella con mi escritura. Gracias a ella mantengo la cordura. La bohemia derrotó a la tortura. Gracias por tu sinceridad, encanto. Para nada me resultó un espanto. Por ella, tu dolor ya no lo aguanto.

Gracias, aunque nos separen kilómetros, Mimi, vida mía. Sin ti, no sé qué haría. Quizá me sobrepondría; quizá me moriría.

Si nos volvemos a ver, profundiza en mi mirada. Pero hazlo despacio, preciosa; puede que aún siga con vida. Puede que vuelva a enamorarme de ti. Puede que nos hagamos daño de nuevo».

Con esa carta hemos llegado al final del principio de muchas historias más y me encuentro como si hubiera pasado un tiempo impreciso en un centro de rehabilitación, contándole mis traumas al papel de bata blanca, vaciándome en tinta. Hoy siento que me han recetado dos lapiceros de cinco gramos y escritura cuatro veces al día. He aprendido a pensar en ella sin fruncir el ceño. Ya no convivo con la tristeza de que nunca nadie hablará de nosotras.

Después de sobrevivir a mi dependencia a lo quimérico, puedo recordar sin sangrar lo que representó para mí. Quizá piense que me dio unas pocas tardes a su lado, pero nunca quiso escuchar que, en realidad, me regaló un mundo que empezó en sus caricias y se desarrolló como una inmensa lección de vida con segunda oportunidad incluida.

Después de esta adicción a la ficción, a esta esclavitud a la realidad, viví una locura a los ojos de los demás, pero a los míos de lo más natural. Se me antojó un viaje en concreto. Hice unos cálculos económicos, metí cuatro prendas y varios libros en mi mochila roñosa remendada de parches de diferentes países y me dirigí al aeropuerto. Sentía una mezcla de emociones en mi interior mientras el autobús me acercaba a la terminal. Me encontraba genial por hacer lo que se me antojase sin poner excusas; también preocupada por si me pasaba algo; incluso un poco culpable por cumplir lo que deseaba, por dejarme llevar por una vez en mi vida… En cualquier caso, eso no fue un impedimento para dedicarme unos días.

El viaje se me hizo más corto de lo esperado. Me cruzaba con la gente y sentía armonía entre sus nerviosos andares y mis pasos parsimoniosos. Incapaz de dejar de sonreír, me hallaba en shock envuelta por una misteriosa calma que me trasladaba en volandas.

No sabía de dónde nacía. Ni me importaba. Era como si me rodease una burbuja y, por una vez, la llave para salir de ella estuviera entre mis dedos, no detrás de sus paredes. Como si mi alma hubiera regresado a la vida y pudiera darle la mano en vez de la espalda…

© Sara Levesque