Por Lucía Rodríguez Sampayo (@rs_lucia)

Foto: Manuel (vía Flickr)
Leo desde El Salvador las noticias sobre el atentado de Bruselas y se me encoge el corazón. Siento el dolor por las pérdidas y me solidarizo con quienes hoy viven la ausencia de un familiar, una amistad querida. Y me solidarizo también con todas las personas que pierden poco a poco su libertad, que se sienten amenazadas.
Cada vida robada vale precisamente eso, toda una vida. Da igual que sea una, que sean treinta, que sean veintitrés diarias. Nadie tiene derecho a hacer esto. Pero algo cambia cuando lo vives a diez mil kilómetros, cuando lo vives en el que hoy llaman el país más violento del mundo. Porque los miedos que puedo vivir yo y, sobre todo, los que vive la gente que me rodea, son otros. Y no es difícil identificar que el miedo es el denominador común. El miedo que los poderosos utilizan para mantener sus intereses a flote; el miedo que nos hace creer que los responsables, los que nos ponen en peligro, son “los otros”.
Me asustó leer la cantidad de mensajes y opiniones que buscaban culpables y que, por absurdo que parezca al leerlo desde la serenidad, apuntaban personas que desde hace meses huyen de la guerra, el hambre y la muerte. Me asustó la burda utilización que algunos estaban haciendo del dolor, aprovechando para dinamitar la lucha que durante décadas, tantas personas han librado en favor de la libertad, la igualdad, y la dignidad universales. Y me asustó de un modo especial ver que para algunos, en su estrategia de exclusión, cualquier diferencia era válida:
Intenté entender la relación entre los eventos, y no fui capaz. Sólo hay una explicación a esto: quien se arroga el poder de ser mejor y el derecho de ser bueno, utiliza cualquier excusa para demonizar toda diferencia, para excluirnos a todas y todos los que no cabemos en su modelo. Y para lograrlo, el primer paso es hacernos creer que para que se respeten nuestros derechos es necesario ponerlos por encima de los de otras personas, que sólo pisoteando a quien es diferente podremos vivir en paz.
Creo que es importante asumir que defender nuestros derechos exige que seamos conscientes de que son igual de importantes que los de otras personas y colectivos excluidos y discriminados. Porque el poder juega al “divide y vencerás”, y si jugamos terminaremos perdiendo.
No hace falta haber sido torturada para luchar contra la tortura. No hace falta ser mujer para defender la igualdad y el derecho a una vida libre de violencias para las mujeres. No hace falta ser desplazada o refugiada para defender el derecho de todas las personas a una vida digna, a la libertad, a no ser perseguida. Y, por supuesto, no hace falta ser lesbiana, bisexual, ni trans para defender la dignidad y la igualdad de derechos para las personas de todas las orientaciones, opciones e identidades, para todas las familias.
No permitamos que su estrategia de terror nos gane, la de ninguno. No permitamos que el miedo que nos infunden nos convenza de que nuestra integridad y nuestra dignidad son incompatibles con las de las personas que viven realidades diferentes. No olvidemos que la mejor garantía para nuestra libertad es la libertad de todas.
Y que no olviden que la vida de cada persona, sea de Bruselas, de Pakistán o El Salvador, sea migrante, refugiada siria, heterosexual, homosexual, trans.. La vida de cada hombre y mujer del mundo vale exactamente lo mismo que la de ellos.