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¿Qué habría pasado si…?

Por Sara Levesque

 

Si te asusta el compromiso, ¿te quieres divorciar conmigo? ¿Quieres que digamos «no» a todo lo negativo? Vamos a deshacernos el amor, a ponerle un cinturón de castidad a nuestra pena. A asustarnos del rebose de fortuna con precaución y a no temer que las cosas puedan torcerse. A ser felices en los días más grises. Hagamos las tareas deprisa y también con calma y riámonos de lo que no es apropiado. Atrevámonos a bucear en un monte y, si no sabes cuál, yo te enseño a hacerlo en el de Venus.

Eres como una maldita condena que dura desde un sinfín de años hasta el día en que se acabe todo. Una sentencia mortal en la que la pregunta crucial es: ¿qué habría pasado si…? Ese «si» no tiene nada de positivo.
Un tortuoso tormento repleto de preguntas ignoradas por tu parte y respuestas silenciadas por la mía que acabaron sancionando a mi corazón a una condena de muerto en vida, sin sentirme querida ni siquiera por tu apatía más prohibida…

Perdóname cuando te digo algo bonito. Ten compasión si con mis palabras indirectas te irrito. Disculpa por sugerir que mi cicatriz lleva tu nombre escrito. Indúltame si no te pido permiso cuando sobre tus labios me precipito. Lo siento, pero ya me he cansado de alejarte de a poquito. Si ha de ser con el océano entre las piernas, quiero existir dándole un fuerte mordisquito a todo aquello con lo que yo misma me limito. Sé que tanto tú como yo no queremos que nuestra historia se convierta en un mito. No me voy a sentir mal por ello, no cometo ningún delito.

Lamento sacarte de quicio, te aseguro que no es por vicio; te quiero demasiado y también odio tu maleficio, pero a mi razón le he ganado el juicio. ¿Sabes por qué me gustas incluso cuando te pones en plan ficticio? Porque cuando lloro y mi cara es más fea que Picio, tú me obligas a levantar la vista del suelo y me acompañas hasta el inicio.

Me quedó el corazón en los huesos por la ausencia de tus besos, de tus caricias escondidas en un verso travieso. Y yo todavía me devano los sesos preguntándome cuándo nos tocará saciarnos de excesos, cuándo podré hundir mis dedos entre tu pelo mientras acaricio tus labios más gruesos, dejándote impresos en tu más privado acceso los mimos confesos que aún te guardo para entregártelos ilesos.

¿Y si nos coloreamos los otoños regándolos con el néctar de nuestras primaveras?

Así, cubrimos de blanco la opaca soledad del invierno con el caluroso manto de la estación más similar al infierno.

Sobre todo, vamos a construir las cosas bien, aunque empecemos por el tejado. Pero vamos a hacerlas de una vez.

© Sara Levesque

 

Musa maestra mía…

Por Sara Levesque

 

Ahora que sé ser sincera, ahora que ya no temo. Ahora que con mis excusas no me quemo. ¿Cómo se escriben tantos besos en un poema para resucitarle de entre los crisantemos? Lo pregunto porque así podríamos comunicarnos acariciando el lenguaje extremo hasta que el amanecer se nos salga por los ojos sin parecer que jugamos una demo.

Escribiría una melodía de piano narrada, con un contrabajo de panza ovalada y la voz de nuestras miradas para que nos diéramos un buen beso acurrucadas ante dos cafés de madrugada. Que durásemos más de tres segundos pegadas y retomásemos el sinfín de las oportunidades que nos fueron denegadas mientras soñamos con que, por una vez, seamos arriesgadas.

Y es que eres como un libro alternativo en la temática y en su cercanía. Tiñes las grafías del color de tu mirada, y no es el de la tinta más sombría. Eres como esos libros que gustan de leer cuando hace viento y te trasladas con misticismo a la lejanía. Puedes tener una página escrita en rojo y otra con el color de tus ojos, pero no dejas ninguna vacía. Y yo, encantada de la vida, en el infierno me quemaría con tal de confesarte al oído que siempre te leería.

Sé que tengo la imaginación al límite. Y aunque no te lo diga, sigo leyendo todo lo que escribes, a pesar de que tus palabras duelan. Me duele más saber cero de ti. Mi mente es muy mal pensada e infinita. A veces, para bien, y la mayoría para mal. Hasta puedo dibujarte recostada en un sillón hecha un ovillo escribiendo en un cuaderno más traqueteado de lo normal al que le crujen las páginas con esa peculiar melodía otoñal. Y un té, que eso es muy tuyo. Un té que te acabas a sorbos, aunque se quede gélido.

Escribes y lo cuelgas en redes. Y ahí ando yo, lista para leerte y sentirte, disfrutando de sufrir a propósito. Y me voy a dormir enamorada de tus palabras y tu recuerdo porque formas la imagen perfecta para una foto en color, para no soñar en blanco y negro.

Lo bueno de que no me quieras nada es que, al menos, existió cariño por una parte. Hubiese sido genial que el sentimiento del amor creciese en ambos corazones, pero siempre es mejor que haya pegado el estirón en uno, no en ninguno.

Espero con ambición el momento de nuestra próxima reunión, cuando se libere la presión y podamos compartir juntas nuestra más cálida emoción, por qué no decirlo, sobre un mullido colchón. Si me pongo en plan cerda, te confieso que me muero por alimentarme de tus pezones en erección. Si aparco las groserías por un día, deseo hacerte un chupetón en el alma y besarte las heridas que quieras poner a mi entera disposición.

Espero y anhelo lamer tu mirada del color del cielo, beber de entre tus piernas tu néctar sabor caramelo, poner los ojos en blanco cada vez que te huela el pelo, echar a rodar por el suelo como si estuviéramos en celo…

Espero que algún día la vida nos una, poder confesarte a la luz de la luna que te amo más que a ninguna, y que si te entran ganas de llorar estoy dispuesta a ahogarme contigo en tu laguna.
Pero, en especial, lo más vital, aunque suene visceral, es que, si tu corazón sigue siendo de metal, espero que llegue el día en que pueda dejar de esperarte y que ese sea nuestro juicio final. Desde siempre, tu sonrisa es lo que más me apetece. A tu paso, la primavera florece. La mala suerte no rodea a tu número favorito, el trece. Cuando vuelvo a la realidad no imaginas cómo escuece. Gracias a tu locura particular, mi cerebro encantado me desobedece. Nunca escucho ningún titubeo en tus palabras o eso me parece. De etiquetas tu esencia carece. Eres sincera y eso se agradece. Siempre que nos miramos mi valor se fortalece. No dejas de estar a mi lado para entregarme tu cariño, aunque una y otra vez me tropiece. Ya no me asusta cuando oscurece. Pero al abrir los ojos y ver que no estás a mi lado, mi corazón fallece.

Musa maestra mía:

Me miento mucho. Más me merezco. Muchas memeces manifiesto mientras miro misteriosamente madrugadoras memorias. Mencionar mil momentos mutuos me mantienen maldita. Me moriré más madura, Musa madrileña mía.

Mucha mierda… Mañana más.

© Sara Levesque

Best-Seller

Por Sara Levesque

Aunque me apasionan los deportes de montaña soy más de ciudad que un ladrillo. Siempre que contemplo una ciudad se me presenta como una gran novela. Una obra maestra de portada grisácea. El ruido metropolitano es como miles de palabras que trato de desenmarañar antes de caer rendida a su inspiración. Las ventanas pueden asemejarse a celdas, todas alineadas y superpuestas en fachadas color teja. Casi como una cárcel en la que no me siento encerrada. Si miro un edificio desde muy lejos parece un lapicero ancho despuntando hacia el infinito. Su cuerpo es una combinación de tonos rojizos, amarillentos, negros y camel, y el tejado pizarra es su punta bien afilada. El núcleo urbano es un eterno caos porque el mar está en el lado equivocado. En vez de a los pies, nace desde arriba, donde vive el cielo. A veces, anda tan revuelto que se satura de espuma y surgen esponjosas nubes. Un océano del que no se puede regresar una vez te zambulles en él.

Aun así, la ciudad siempre me ha parecido una gran novela. Un bestseller donde recorren sus páginas una inmensa aglomeración y ninguno de sus componentes le presta atención. Solo se convierte en superventas por la cantidad, desmereciendo la calidad. De ahí el título de «gran ciudad», supongo. La capital no es un lugar agradable para vivir, pero sí para escribir. Para mí, la escritura es VIDA. Una vez leí que la sociedad para la que se trabaja se compone de los mismos elementos que el público para el que se escribe. Por eso, mi paisaje favorito es una ciudad.

La mayor embustera que convive con nosotros es la memoria que se encarga de recordar los amoríos. ¿Por qué? Porque logra modificar esos recuerdos en otros que nos convienen más, duelen menos, son más perfectos o se acercan más a lo que deseábamos que sucediera y no ocurrió. Por eso, ese tipo de memoria es una guarra. No importa a dónde huir. El caos que te has empeñado en dar vida queda muy bien en cualquier ciudad, pueblo, parque o isla abandonada. O bosque.

Y resulta que nada ha cambiado. Sigo acumulando libros sobre ti en una mesa de tres patas. Escritos por ti o escritos por mí para ti. Sonrío, aunque el cielo no lo haga. Y cuando llueve beso el agua, dándome igual si parezco una tarada. Por si acaso te marchas de nuevo con uno de tus cuentos tan verdaderos, como una cruel repetición de la jugada.

Y cuando tengo ganas de escribir solo hay un poema al que deseo ir. De mil maneras te alcancé a querer. Desde el despertar del sol que no me dice nada hasta el hundido, taciturno, intenso, acentuado anochecer. Y en todo ese tiempo qué te voy a decir, mujer; escribir en mi ciudad sobre cómo se besa la lluvia que me inspiras es lo que mejor sé hacer.

© Sara Levesque

Azul II

Por Sara Levesque

 

Y entonces, la vi. Una mujer diferente a las demás que me hechizaba porque no seguía el maldito guion. Con piernas tan eternas dentro de su pantalón verde tirando a marrón. Aparentaba una silueta angulosa desde lejos, apuñalando el suelo con sus zapatos de tacón. Sus cabellos cobrizos de seda natural, más esponjosos que el algodón, me hicieron creer que era la viva imagen de la pasión. De piel de raso tropical, quise esnifar su aroma por completo, aunque, por defecto, me llevase un sonoro bofetón.

Su flor fue lo que más me enamoró. No era de las que se ponen en la solapa o tiesas en un jarrón. Una flor en la que, cuando hace calor, siempre apetece darse un chapuzón y, si el clima es frío desilusión, reconforta más que atiborrarse en la soledad devorando un bombón. De la que nunca te sacias y se lo expresas gimiendo a pleno pulmón. Aquella flor exótica entre su jardín sin corrupción brotaba brillando con cada lametón. Parecía estar en llamas y resultó ser ese tipo de luz que uno tanto ama sin pedir perdón.

Y entonces, apareció junto a ella. Existía una mariposilla que se atrevió a volar. Sus alas eran las más alegres que haya apreciado mi mirar. De colores vivos, teñidas de un potente amarillo solar. En cada una se apreciaba un punto azul verdoso simulando el tono del mar. Su revoloteo era muy irregular, casi podría asegurar que rozaba lo bipolar. Cuando la sentía, solo ansiaba empaparme con su aletear.

Ascendía por mi vida exhibiendo su estelar danzar y descendía por mis miedos, que solo ella era capaz de abrazar cuando me echaba a temblar. Habitaba en mi pancita, ahí practicaba su gran salto mortal. Sabía que no me quería dañar, pero surcaba mis días con tanta ferocidad que, a veces, me lograba asustar. La mayor parte del tiempo me hacía sentir fenomenal, audaz, valiente y colosal. Debo confesar que, en ocasiones, deseaba que se largara y me dejara en paz.

Esa mariposilla revoloteaba sin parar. Impregnada del aroma de ella, que no me cansaba de esnifar. Así me susurraba que no me olvidase de que la quería recordar, de que no me dejase amilanar si algún día encontrase el valor necesario para preguntarle si le apetecía que nos ilumináramos un ratito en particular.

Ella no sabía de género, tiempo ni edad. Solo vivía en mí porque le rodeaba su esencia tersa y veraz. Me confesó que aborrecía el frío polar. Y yo aprendí a mudarme del hielo al que llamo hogar para que no se sintiera dispar. Construí para ella un cálido lugar repleto de flores de mil colores por las que pudiera retozar. A mi mariposilla le confesé desde la oscuridad de mi soledad que, de aquella mujer diferente a las demás, me llegué a enamorar.

Es verdad que nos unió el color del optimismo y la bonanza: el azul.

Azul celeste. Azul silvestre. Azul de cualquier techo que se acueste. Azul añil. Azul abrazando todo el mes de abril. Azul pacífico. Azul nada terrorífico. Azul calma. Azul comiendo de mi palma. Azul con que mi corazón se empalma. Azul que revive la paz en mi alma. Azul zafiro. Prefiero el azul del estanque del Retiro. Azul del arbitrario aire que aspiro.

Azul Antártida helada. Azul frescura abrigada. Azul aguas marinas. Azul de las ascuas en ruinas. Azul para bañarse. Azul donde sanarse. Azul para chapotear. Azul similar a un sosegado mirar. Azul lágrimas de cristal. Azul lluvia torrencial. Azul temporal bajo el que charlar. Azul abrigándonos al son de su ventoso cantar.

Azul taciturno cielo nocturno. Azul nomeolvides. Azul tú decides. Azul burbuja. Azul que el firmamento sobre el mar dibuja. Azul que a sus aguas empuja. Azul de tus vaqueros. Azul chapoteo o crucero. Azul marino. Azul para bailar blues saboreando un vino. Azul delfín. Si su azul representa la tranquilidad, que sea un azul sin fin.

© Sara Levesque

 

 

 

Si empezáramos de nuevo

Por Sara Levesque

 

Si empezáramos de nuevo, ¿sabes lo que haría? Te cantaría con mi voz desigual y algo apagada para que lloviera y tú empezaras a recitar tu más bello poema, empapándome con él, mojándote conmigo.
Si comenzáramos de cero, no me importaría calarme de los huesos al alma con cada uno de tus versos, los que detienen el corazón y los que lo aceleran en exceso.

Si volviéramos al inicio de aquel otoño por la tarde, yo te mostraría cómo puse fin a una timidez que no me condujo más que a perderme en el silencio de ninguna parte.

Si me dejara de tonterías, mataría encantada todas tus dudas y las mías con un beso interminable, aunque durase tan solo un segundo.

Si la distancia no supusiera un dilema, dejaría de emborronar mis cuadernos con palabras bonitas sobre ideas suicidas para iluminarlos con lo más hermoso del mundo, que empieza en tus ojos y nunca termina.

Si me volvieras a sonreír como hacías siempre, yo te querría más que nunca. Te escribiría en prosa o en verso palabras de esas que, según las vas leyendo arrancan la mordaza y vas sonriendo.

Si dejaras de oírme para escucharme, si abrieras los ojos para verme en vez de mirarme, entenderías que yo siempre he querido saberte feliz, y te acompañaría encantada en cada tropiezo que te haga sangrar cualquier cicatriz… aunque sea lejos de Madrid. Porque tu corazón es el mejor destino para mí.

Y que yo te quise causar de todo menos dolor, y quitarte cualquier cosa que te borrase la felicidad, alejarte de lo peor.

Tuve más miedo de mí que de lo que me hacías sentir.

Y que no te querré para siempre, porque mis palabras son guiones sin escribir, pero sí te amaré todo el rato que nos dure ese momento. Y de nosotras dependerá si lo queremos o no hacer eterno.

Si nos diéramos una oportunidad en condiciones, no volvería a enumerar las estrellas del cielo todas esas noches que no estuviste junto a mí, y pasaría a contar las veces que brilla la luna en tus pupilas cada vez que me miras. Dejaría de planear una guerra en el lado de los buenos autores o los malos soñadores para hacer el amor contigo en la misma cama y sanarnos los escozores. Revolvería todas las palabras del mundo hasta encontrar unas que rimen sin que nos timen.

Ahora que sé ser sincera, si empezáramos donde quisimos una vez, no volvería a dejarme arruinar por mi timidez.

Quizá sanaría las heridas que me he ido abriendo en este camino de años fingiendo, nadando a contracorriente en los recuerdos del ayer persiguiendo por doquier algo imposible de sostener.

Traficaría con los sentimientos, recorrería los lunares de tu espalda y de todo tu cuerpo, perdería mi norte por el sur de tus caderas y le aullaríamos al cielo nocturno como dos fieras. Te regalaría un sueño y mil estrellas más la luna, porque a ti te sigo amando como a ninguna.

Si me dices que sí, yo giro el mundo para que siempre te dé el sol y te acompaño en las tinieblas cuando sientas que has perdido el control.

Quiero regalarte una idea, dos relatos, tres palabras e infinidad de novelas y textos desde el foso de mi abismo. Tú fuiste el poema todo el tiempo. Tanto buscar las palabras adecuadas… Y no salían de tu boca sino de tus pupilas.
Busco un relato para antes de marcharme. Una novela que refleje lo que un día brilló en mí. Un verso desde el ventanal.

Un poema de la chica cobarde de Madrid que tropezó con el paso que debía dar una noche de abril. Quiero dar vida a la vida con una rima y que tú le otorgues la entonación que se te antoje.

Un relato capaz de cerrar a versos las cicatrices de cada duda fallecida. Un relato con el que lanzarnos a bailar y regalarnos el abrazo que nos alcanzamos a negar. Un abrazo que a ti se te ha llegado a olvidar y en el que yo no me paro de ahogar.

Si empezáramos de nuevo, te acariciaría con mi mirada y nunca más me mentiría. Te prometería una sonrisa cada día y jamás me escondería.

Pues sí, encanto, eso es lo que haría.

© Sara Levesque

 

Recluta de mierda. Historias de un gay en la mili

Pablo Morterero (@pabloMorterero)

 

Leyendo “Recluta de mierda. Historias de un gay en la mili” de Francisco Antonio Macera Garfia, he revivido la angustia (olvidada por otra parte bajo toneladas de recuerdos) con la que viví los años previos a incorporarme a filas, aplazada primero por estudio y de la que más tarde me libré declarándome objetor de conciencia, días antes del fatídico momento.

No dudo que para muchos, hacer la mili fue una experiencia extraordinaria, posiblemente más por la tendencia a idealizar el pasado o recordar sólo los buenos momentos de la juventud perdida, pero para la mayoría de la población masculina de la época, cuanto menos eran 13 meses perdidos, y en lo peor, un suplicio sin paliativos.

Es curioso que una vivencia que afectó a millones de hombres, haya dejado tan poca literatura. A nivel general, solo recuerdo “Morirás en Chafarinas” de Fernando Lalana. Seguro que habrá más de carácter autobiográfico, pero sorprende que no exista incluso estanterías con dicha temática en nuestras bibliotecas y librerías.

Macera, un chico bastante inocente y muy creyente de principios de los setenta, relata en su libro autobiográfico sus experiencias en un ignoto Centro de Instrucción de Reclutas (CIR), cuyo nombre omite el autor, pero que no debía estar muy lejos de la ciudad de Sevilla, a pesar de que tardara ¡casi cinco horas en tren! un frío sábado de enero de 1972. Veinte años después, en cinco horas podías ir y volver de Sevilla a Madrid. ¡Cómo cambió España tras la muerte del dictador!

La amena lectura hace que sus 390 páginas pasen como un suspiro, lo que ayuda su carácter epistolar con un desconocido amigo, cuya inicial es T. Como nos informa el autor, “Recluta de mierda” se sustenta en un diario donde durante la mili fue apuntando sus experiencias, que para hacerlo ilegible utilizaba un criptografía que a la postre no fue tan discreta como pensaba.

Posiblemente, la mili de Macera, para su pesar, no fue el paradigma de la mayoría de los chicos homosexuales y bisexuales que reemplazo tras reemplazo, sufrían un sistema violento, arbitrario y doloroso. Sin llegar a los niveles que sufrió el autor más por su inocencia que por su rebeldía, millones de hombres padecieron meses bajo una disciplina castrense cuyo objetivo real no era defender la patria, sino sustentar un régimen corrupto y enriquecer a miles de militares que saqueaban los cuarteles, como tuvo la desgracia de descubrir nuestro autor. Un saqueo completamente legítimo, debían pensar, como vencedores de la cruzada nacional del 36.

Pero la novela no sólo muestra el carácter violento y arbitrario sobre el que se sustentaba el servicio militar obligatorio para la mitad de la población, sino que además refleja las violencias ampliamente interiorizadas por una sociedad, la española, sometida a tres décadas de tiranía franquista.

Tan interiorizadas que se volvieron invisibles, y que hoy observamos con horror cuando una novela o un documental (como el reciente de la cadena CUATRO sobre el Patronato de Protección de la Mujer, “Las Descarriadas”) nos lo muestra sin paños calientes. De esa forma, los protagonistas de “Recluta de Mierda” viven las violencias sin cuestionarlas, como parte del “decorado” del CIR, aspirando, como mucho, a evitarlas sin señalarse.

“Recluta de mierda. Historias de un gay en la mili” no es solo una entretenida novela, recomendable para cualquier público, sino además esencial para todas aquellas personas que hoy se identifiquen como “queer”. Porque también se trata de un documento fundamental de memoria LGTBI, lejos de los grandes relatos de la acción militante. Porque nuestra memoria se basa, sobre todo, en la lucha cotidiana por la supervivencia en un sistema hostil, violento y doloroso.

«Recluta de Mierda. Historias de un gay en la mili», Francisco Antonio Macera Garfia. Editorial Punto Rojo, Libros. ISBN 979-83-89989-54-2.

Paco Macera es un activista LGTBI que inició su militancia en el Movimiento Homosexual de Acción Revolucionaria (MHAR) de Sevilla y que a lo largo de su vida ha mantenido el compromiso con la lucha por la libertad para vivirse y vivir plenamenta la corporalidad, la identidad y la orientación.

Y a lo mejor te escribo…

Por Sara Levesque

 

 

Querida:

Ojalá algún día pudieras entender lo que intento recitar de la manera en que me hago menos daño(s). Para mí no es un trabajo. Es un idioma. Una lengua. La única lengua con la que nos podemos unir tú y yo. La única con la que alcanzamos a besarnos.

Ahora que he abierto los ojos para mirarte y después verte sin dar rodeos, a ser sincera primero con mi corazón y después contigo tachando los «pero», yo no quería dejar pasar otra vez la oportunidad de cogerte de la mano y contarte a caricias un secreto. Te confesaré que mi insistencia por verte era para susurrarte cuánto me encanta tu dulzura y tu mala hostia. Tus bufidos de desesperación y los latidos esculpidos de tu corazón. Que aún ansío darte un beso en vez de dos a las tres de la mañana, que me muero por sanarme de la ausencia de tu cariño en la playa de Ojalá.

Escribir no es mi trabajo, es mi idioma. Mi forma de decir lo que hablando no me atrevo a descubrir. La manera en que me entiendes porque también escribes; porque también lloras cuando tus poemas te estrujan el alma sin compasión. Porque solo otra artista de las palabras puede intuir lo que pretendo desvelar así. Porque hablamos el mismo idioma. Y si ves que mi relato no te seduce, avísame que recojo los restos del cenicero y me voy a escribir bajo otro aguacero, a seguir desenredando en versos mis «te quiero».

Recuerdo cómo pasear contigo se convertía en el mejor deporte. Y mi meta era llevarte a compartir palabras y cafés en el cielo de Madrid, en una casa encendida de hermosura, brillante y calurosa como tu sonrisa. En aquella casa que, junto a tu mirada, encendía Madrid.

Y a lo mejor te escribo cuando tú pasas de mí porque soy así. Porque me gusta darlo todo por una chica o una mujer que ya no es tan chica cuando a ella solo le sale un monosílabo. Y a lo mejor solo quiero saludarte porque tu respuesta, por escueta que sea, tiene el poder de arreglar mi día. Y a lo mejor te escribo porque estás igual de guapa, sino más, con tu cara de no haber descansado desde el último berrinche. Con tu pelo alborotado por una almohada que, más que relajarte, te desquicia las noches. Cuando al reír te dan ganas de llorar. Estás igual de guapa, sino más, con el guiño de la resaca bajo tus ojos porque ya no recuerdas la última vez que dormiste desnuda, o acompañada, que viene a ser lo mismo. Estás igual de guapa, sino más, con tu mala cara de haber trasnochado para escribir sobre el papel y no encima de su piel. Pero yo, que no (te) miro con los ojos, bailo el dedo por todas tus ojeras y te aseguro que, cuando sonríes, estás igual de guapa, sino más. Y a lo mejor, por eso, te escribo…

© Sara Levesque

Punto por punto

Por Sara Levesque

 

 

––¿Me retas? ––preguntó ocultando su expresión tras las manos.
––Ojalá pudiera verte la cara para decirte juguetona: «sí, cielo, te reto a ti y a todas tus sonrisas a que no se pierdan en una línea recta, porque las calles seguirían iluminadas con farolas y la luna, pero mi mundo se quedaría a oscuras».
––Me dices esas cosas… Que me haces sonreír sin más ––dijo, con sus pupilas parpadeando frente a las mías.

Tenía la expresión de «quiero y no puedo» más hermosa del mundo.

[…]

Me fui unos días a su ciudad por trabajo. No pensé que querría volver por ella. Siempre he amado más mi escritura que cualquier otra cosa o persona que me rodee. Eso es así. Solo mi musa confusa por la que me volví adicta a la ficción sin llegar a seguir el guion consiguió superarlo por unos milímetros. Pav iba por el mismo camino, con la diferencia de que su sendero estaba, esta vez, mucho más cerca del mío del que jamás estuvo el de ella. Incluso podía sacar la mano del bolsillo y dejarla caer a mi lado, bailando al ritmo de mi parsimonioso paso, que estaba segura de que ella haría lo mismo hasta que nos rozásemos queriendo, porque nuestra naturaleza era tímida y algo estúpida.

Era como si nos gritáramos en un estruendoso silencio «adelante, vamos a ignorarnos, a fingir que no nos importamos, a disimular los sentimientos que surgen, a extirparlos como si de un tumor en el amor se tratara, no vaya a ser que casen nuestras risas y seamos felices hasta que la vida quiera».
¿Qué me había hecho? ¿Eso era enamorarse? ¿Temblar tanto por dentro hasta que se descolocasen todos los órganos? Creo que la única verdad en mi vida era que nací con el don, talento o hobby de la escritura, y me enamoró tanto que, cuando decidí convertirlo en mi profesión, se me cruzó una persona en el camino de la que me también me enamoré. Pero el corazón es como el cerebro, solo puede centrarse en la lesión más dolorosa, desestimando las demás. Es su mecanismo de defensa. Y, por muy gruesa que fuera la venda de esparto que coloqué en mis ojos, el amor que me resultaría más doloroso perder era el de la escritura. Así que, a modo de consuelo, me repetí hasta la saciedad que, si quería seguir escribiendo, necesitaba musas. Eran mi excusa para crear. Nunca imaginé que acabaría siendo adicta a los amores difíciles, rebeldes, lejanos, imposibles con tal de obtener material para que mis letras siguieran latiendo hasta mi último aliento.

Sin buscarlo, había vuelto a suceder.

Me enamoré, pero no como una tonta, sino como el ser humano normal y corriente que nunca fui.
Es lo que hizo. Me tocó con suavidad la piel del torso mientras le dejaba entrar hasta mi pecho. Luego, se fijó en las curvas de mi corazón y lo deseó con la mirada. Y para que no se fatigara, lo arranqué y se lo entregué. Metió los dedos en los huecos de la aorta y lo masturbó hasta que el pobre infeliz eyaculó todo su jugo sobre ella. Cuando descubrió que le gustaba más de lo que quería permitirse, más que acceder a pringarse con los latidos de ambas direcciones, más incluso que atreverse a dejarse llevar por lo que sentía me lo devolvió reseco, vacío, marronáceo y hecho una pasa, apestando a indiferencia.
¿Qué se suponía que debía hacer ahora? ¿Esperar a que se me regenerara de nuevo todo mi volumen sanguíneo? Quizá, cuando eso ocurriera, hubiera aprendido a coserle una cremallera. Para algo debían servir los puntos de costura que quedaron en forma de cicatriz.

© Sara Levesque

 

 

Sin miedos ni sueños

Por Sara Levesque

 

––Descansa.

Esa soy yo. Quería decirle «duerme un poco, preciosa. Mañana estaré allí para darte una sorpresa y que podamos sonreír a los días calurosos, aunque acabemos empapadas. Quiero aprovechar tus ratos libres para seguir conociéndote y comprobar si sí que te gusto tanto como afirmas. Si eres capaz de darle la vuelta a tu vida por vivir los sentimientos encontrados que has descubierto conmigo. Regresar al hostal contigo de la mano y abrazarte en el ascensor que nos lleve al séptimo cielo. Desayunar a las cuatro de la tarde y después abrirte las piernas y enterrar mi hocico en tu jardín para plantar mis besos en tus fluidos y que den sus frutos. Y luego abrazarte cucharita hasta que te durmieras. Que te despertaras sin previo aviso buscándome y yo te dijera en un suave susurro “estoy aquí contigo, no tengas miedo”. Duerme tranquila, amor mío que, aunque te abrace por los michelines que tanto te avergüenzan y no te suelte, no te voy a agobiar, pero tampoco te voy a abandonar, salvo que tú decidas que me aleje de ti. Así que descansa.

Mientras siga a tu lado, las pesadillas no podrán hacerte ningún daño». Y sellar aquel momento con un beso en su frente.

No me importaba desaprovechar los pocos momentos en que podíamos estar a solas pasándolos junto a sus absorbentes hermanas, ni aceptando planes espontáneos sin que pidiese mi opinión. No me importaba, lo juro, siempre y cuando ella mantuviera su palabra y siguiera aceptando mis carantoñas descaradas o a escondidas.

Y como soy cobarde y un poco de aquella manera, me guardé todas esas emociones para llorarlas sobre el papel a hurtadillas y solo le dije un escueto, frío o trisilábico «descansa».

Descubrí, demasiado tarde, que pagábamos al mismo taller para la bola de cristal.

[…]

––Me apeteces mucho ––afirmaba acompañando sus palabras con una foto en sujetador, mostrándome sus jugosos y sugerentes problemas.

¿Le apetecía mucho? ¿Qué era lo que le apetecía mucho? Existían demasiadas posibilidades. Podía ser abrazarme y consolar todos los ruidos de mi interior. Cerrarme la boca con un beso para acallar mis dudas. Recordar mi piel con su lengua. Quizá le apeteciera mucho jugar con mis pezones o con mi corazón. Quizá le apeteciera mucho compartir conmigo sus sentimientos encontrados, y yo los míos con ella. Quizá le apetecía mucho decirme lo que sentía, tomarme de la mano y hundirse dentro de mis ojos, o abrir los suyos y dejarme pasar hasta el fondo de su alma. Quizá le apetecía mucho ser valiente y decirme «te quiero, cabezota» o escuchármelo a mí decir. Quizá le apetecía ahogarse en silencio de la mano de una condena hasta que yo la rescatara. O quizá prefería dejarse morir acompañada por todo el mundo excepto yo.

Acariciar el recuerdo sobre el papel es como acariciar el aroma de su textura. Y si algún día me quedara ciega, me extirparía las pupilas y las colocaría en mi corazón. Así podría recordar hasta la eternidad que, gracias a su dulzura y bondad, me enseñó a creer de nuevo en la felicidad, sean sus palabras mentira o verdad».

© Sara Levesque

Un tumor en el amor

Por Sara Levesque

 

No me lo podía creer. ¡Había vuelto a suceder! ¿Pues no voy y me engatuso ––por no decir otra palabra más temida–– de una mujer complicada hasta las t3tas? Tenía mucho pecho. Así de gordos eran sus problemas. Y a mí no se me ocurrió otra cosa más que prenderme de la luz de sus caricias. No pude evitarlo. Tampoco quise. Hubiese dado lo que fuera por haber aprendido algo en la óptica para la que trabajé y haberme comprado unas buenas gafas de sol con el mejor antirreflejante del mercado.

Ahora, no sé existir sin ellas. Me refiero a sus carantoñas, no a las gafas. Le doy la mano a un picor fantasma porque su piel está con la chica que hoy la trata bien y le pellizca con picardía el trasero, pero mañana le da una patada en el culo tan fuerte que la manda a tomar por el mismo con un billete solo de vuelta, para volver a patearla cuando se le antoje. Y yo me doy la mano a mí misma, dando mucha pena de paso, en un intento de sentir de nuevo algo que simule sus mimos, viendo esa escena pasar ante mis ojos porque no sé quién es más cobarde de las dos: si ella, por no abandonar a una maltratadora psicológica por pena, aceptando pensión completa en una incompleta situación; o yo, que tengo una habilidad innata para esguinzarme los dos tobillos al mismo tiempo sin llegar a dar ni un paso. Normal que tropiece siempre con la misma piedra. No se puede caminar bien con dos muñones tumorales.

Debo reconocer que echaba de menos apuñalarme el pecho con el folio y empaparlo con toda esa sangre lírica, con todo lo que lato. Pero hasta mi pulso se fatiga de tanto sinvivir. Los latidos son para los vivos. Y en su ciudad descubrí lo muerta que estaba hasta que la conocí.

—¿Me dejarás leerlo?

—Preciosa… Yo te dejo lo que tú quieras —y antes de que las lágrimas me atormentasen de nuevo la garganta me puse las gafas que nunca compré, le di un beso en la frente, le susurré demasiado tenue cuánto la quería y me fui. Esperaba que me sujetara de la mano, que algo me impidiese alejarme de su mirar que tanto me había llegado a engatusar, que me agarrara del hombro, aunque fuera con uno de los mordiscos que me entregaba la noche anterior, poniéndose de puntillas porque soy más alta que ella, y que me dijese que eso sí que era mutuo, y no solo la atracción física. Estaba tan distraía asumiendo esos movimientos que el destino se había metido en el bolsillo que lo único que me detuvo fue el marco de la puerta con que me choqué y tambaleé, cayéndoseme de las manos el pañuelo y un par de latidos que se traspapelaron y jamás volvieron.

Quería llorar, pero mis lágrimas eran impotentes. Quería escribir, pero no me quedaba tinta en las venas. Quería muchas cosas y solo obtuve espeso silencio saciado de conjeturas. Me encantaba escribir. Me encantaba escribirla. Aunque me costase la cordura.

© Sara Levesque