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Raras

Por Sara Levesque

 

Soy rara. Mi musa también. Era tan rara como yo. Dos extrañas en un mundo a la par que nosotras.

Llovía y era la excusa perfecta para acordarme de ella. En realidad, no precisaba motivos.
Me hechizaba la lluvia casi tanto como me hechizaba ella. Las nubes maquillaban de gris el día. Y ese sigue siendo mi color favorito. Porque se sale de lo común. Porque no le agrada a todo el mundo. Como la lluvia. Como ella. Como yo. Y la hora de la siesta, en la que mejor me encuentro. Aunque no para dormir.

Me encantaba que, cuando coincidía que tocaba reposar la comida y chispeaba, nosotras aprovechemos esa pausa de relax para repartir nuestras huellas por la ciudad mientras los de los demás dormían.

Ese peculiar halo era el lienzo perfecto para dibujar mi cuerpo enredado con el suyo. Cualquier día me servía para dar un paso y atreverme a besar su cuello infinito, esnifando el aroma de sus cabellos. Cogerle de la mano, irnos juntas a casa, trazar una ruta en nuestras pieles y amarnos con música de chaparrón de fondo. Después de hacer el amor, lo desharíamos para volverlo a hacer. Solo para que la rutina no se nos comiera. Devorarnos entre nosotras sería más que suficiente. Casi como sucumbir al sadismo. Porque todo es soñado por mi enamorada mente con forma de su corazón. La luz que iluminó mi oscuridad es que ella fuera tan rara como yo.

Cualquier día me servía para estar con ella, excepto los viernes. Los viernes procuraba no verla. Procuraba estar a solas con su recuerdo. El viernes era mi día. Pienso que primero debes aprender a estar contigo mismo para saber convivir con los demás. Como la mayoría de escritores, me gusta estar sola. Sé estar sola. Pero los viernes necesitaba estar sola.
Quería llegar a casa anocheciendo, apenas cenar, fumarme un cigarro, escribir sobre ella, beberme una copa, asomarme a la ventana, odiar el amor que le tenía, soñarla un poquito, meterme en la cama, follarla un muchito, echarla de menos y dormirme sin más. Le dije que los viernes procuraría no verla. Prefería imaginarla. Tan firme fui con ese planteamiento que me concedió encantada todos los viernes del calendario y los seis días restantes, por si me eran necesarios. Fue la generosidad más cruel que alguien me ha entregado en la vida.

A pesar de ello, lucía preciosa en todo su esplendor. Lucía preciosa con su vestido de rayas. Adoré su cuerpo y su pelo así, estrambótico, libre, sin atusar, como incoherente. Era su estilo. Me encantaba que nos mintiéramos al oído sobre cómo el tiempo no nos había rozado, ni mucho menos cambiado. Lucía preciosa bajo la luz del atardecer que, como iba a diluviar, era peculiar. Se me antojaba dulce y plena. Y cuando le cotilleaba el perfil, entendía que su silueta era mejor que cualquier escultura de un gran artista. Lucía preciosa en el escenario cuando me buscaba desde sus ojos, tan expresivos como la luna, y en esa mirada distinguía el brillo de su calor. Porque a su lado, hasta por las noches sonreía el sol. Lucía preciosa en esta vida. ¿Y sabes por qué, Lector? Porque su curva más provocadora, la que más me excitaba, de la que siempre quería averiguar su sabor no era la de su delantera, ni la de sus posaderas, ni siquiera la más cóncava de su cuerpo. No. Era su sonrisa. Un día le pedí que aprendiera a cuidarla para que siguiera siendo curva, no fuera que se le olvidase hasta acabar perdiéndose en una recta infinita. No se le olvidó. Tampoco recordó lo hermosa que era la vida para mí cuando ella le sonreía a los días.

© Sara Levesque

 

Desteñido

Por Sara Levesque

 

Mi teléfono es negro. El ordenador también. Hasta la atmósfera está apagada hoy. Veo que todos los aparatos que me rodean son de color oscuro y pienso que debería aportar un rayo de luz a mi vida. Con esa mezcla de emociones taciturnas no puedo evitar preguntarme si vivo mi vida como realmente quiero. Si no estaré caminando hacia un futuro, también negro.

Hoy amaneció lloviendo y prometí no recordarla. Me acerqué hasta la ventana y decidí que sobreviviría sin salir a por el pan. Contemplé el cielo pensando en el sabroso café que tenía intención de tomar. Las nubes gris perla se superponían a otras blanquecinas. Todas ellas formaban una enorme esponja color pizarra. Las legañas grisáceas eclipsaban por completo el tapiz azulón del firmamento. Me sentía tranquila, el gris es mi color favorito. Y los días lluviosos, los más inspiradores, a mi entender. Me seducen todas las tonalidades de la ceniza.

Lástima que ya casi no fume. El gris es un color bonito, distinto. Es especial, pero no como para prometer nada bajo su borrosa claridad. Así que los días cenicientos me limito a mirar al cielo y alegrarme de que solo sea un color más mientras evocaba sus pupilas. Mejor hacer promesas cuando luce el sol.

Sin sentido ninguno, pienso que es muy buena idea hacerme un tatuaje. Se supone que es algo representativo, importante para uno. Quiero grabarme algo sobre mi musa. Algo que, al mirarlo, me recuerde que una vez mi sonrisa tenía color y era de su propiedad.

Para ello necesitaría dos cuerpos. Con el mío no me basta para tintar todo lo que significa para mí. Debería arrancarme la piel por completo y garabatearla por los dos lados. Aun así, no sería suficiente, y entones tendría que pasar a tatuarme los órganos por dentro y por fuera. Porque es tan profundo lo que sufro por ella que, igual si me tatúo hasta el alma, podría acercarme a la idea que tengo en mente.

Cambio de idea y creo me quedaré como estoy hasta que se me ocurra algo mejor.

Un buen rato después, despejó. Con la vista puesta en el punto donde el horizonte se confunde con la ciudad, empecé a sentirme un poquito mejor, a pesar de la nostalgia. Salí a caminar. El sol, con su enérgica claridad, ayudaba, aunque yo me empeñase en vivir en su cara oculta.

Desde el banco del parque contemplé los arbustos, que ya dejaban entrever las tonalidades otoñales. Un chiquillo subido a una bicicleta amarilla pasó muy cerca de donde yo la soñaba.

Recordé cuando recorríamos El Retiro rodeadas de ciclistas despreocupados, años atrás. Una pelota de fútbol fosforescente era pateada sin piedad cerca de mí. El día y sus elementos parecían acorralarme con su claridad, como si notasen mi pena y me abrazaran. Todo ello me reconfortaba. Meditando que en aquellos instantes todo parecía sospechosamente amarillo caí en la cuenta de algo: no sé cuál es su color favorito. Espero que me lo diga si nos volvemos a ver algún día.

© Sara Levesque

 

 

El día de la marmota

Por Sara Levesque

 

¿Sabes una cosa, Lector? Al momento de escribir esto tengo treinta y tantos años. Casi. A estas alturas, debería estar promocionando mis novelas, relatos, poemas y todos los escritos que andan cogiendo polvo en mis estanterías. Progresando, avanzando, en lugar de seguir atascada en la salida.

En cambio, vivo acurrucada en un déjà vu. Casi como una penosa repetición del Día de la Marmota. En vez de coger al animal por los testículos y afeitárselos, sigo permitiendo que se burle de mí.

Suspiro ante un cuaderno roñoso lleno de garabatos ilegibles, con un bolígrafo mordisqueado en una mano, y una taza de café solo que acabo bebiéndome helado en la otra.
¿Dónde está el empuje? ¿Dónde está la decisión de avanzar? Yo me lo digo. Es la pregunta equivocada. No es una competición. Lo que he aprendido en este puñado de décadas es que puede que el teléfono susurre una plegaria que me arregle el día; si no lo hace, debo ir yo a buscarla. Aunque tenga que llevarme de la mano a la marmota, a hacer juntas pedorretas a la vida.

Decir «te quiero» es como un duelo. Sé que, si disparas primero, mejor que no sea al suelo. Sé que escondida en el ropero es difícil hallar consuelo. Sé que bastó su impacto certero para que picara el anzuelo.

Mientras recapitulo sobre todo esto sigo escribiendo descalza. Es una de mis manías. Escribo sin nada en los pies, ni siquiera unos calcetines raídos, aunque haga mucho frío. La verdad es que no lo noto. Cuando escribo, solo una parte de mí puede sentir algo, ya sea frío, calor o excitación. No, no está tan abajo, hablo de mi corazón. Entretanto, subo el volumen de la música, la radio o lo que toque a cada momento, como si así pudiese hacer callar el silencio que dejó.

Si me mirase de cerca, si prestase más atención, y no digamos ya si se molestase en volver, entendería que no aprieto los labios porque esté tensa o enfadada. La quise tanto que soy incapaz de enfadarme con ella; sentirme dolida sí, pero por muchos desplantes que tenga conmigo, por muchos silencios que me grite, por mucho que me hable desde su parte más cínica, soy incapaz de enfadarme con ella. Más bien los aprieto porque, como los deje a sus anchas, la matarían con sus gritos de dolor. Y le gastarían el nombre, de todas las veces que se lo han callado. Tanto lo han silenciado que considero que he desperdiciado vida en ese camino.

Tanto, que me vuelven poeta de versos ahogados en vino.

Unión de olores es la ilusión de esta solitaria con daño, para caminar taciturna por su senda tejida. Dispuesta a recorrer distintos rumbos todo el año y subir la misma montaña toda la vida. Soy pura paradoja. Harapienta me hallaba recién aseada, desierta en mi época de filántropa. Muy furiosa mi naturaleza calmada, eterna infelicidad de experiencias pasadas más afortunadas. Suena absurdo, pero es así.

Algo que también me suena descabellado es cuando mi familia me pregunta «¿te pasa algo?». Yo niego con la cabeza y la mejor de mis sonrisas. No quiero dar explicaciones ni andar justificándome. No quiero que vean que sigo siendo la misma que, cuando sueña con ella, es muy heroica, adornándola con piropos y miradas entregadas; pero cuando la tiene delante, sonríe un milisegundo, incapaz de dejar de temblar, antes de esconder los ojos. La misma boba que le hace la zancadilla a sus propios pasos. La misma que no ha aprendido nada de la mayor hostia sentimental que se ha dado en su vida, por semejante actitud. La misma que teme ser valiente y se acomoda entre el pedernal para no sufrir. La misma que, cuando se enamora, apaga la vista con la esperanza de que la caída no duela mucho. La misma, al fin y al cabo, que termina perdiendo el amor, lamiendo una esperanza que no se merece. La misma que aspira a soportar una vida entre rocas grises.

© Sara Levesque

 

Ojalá regresara

Por Sara Levesque

 

—Voy a ser sincera: de ti, me gustas tú —deseé admitirle.

Aunque no reuní agallas para decírselo, tuve un cuajo enorme para esperarla. No fui valiente para hacérselo ver, y sí cobarde para aguardar su regreso de brazos cruzados. La eché de menos veinticuatro veces al día. La eché en falta tanto tiempo que cogía el teléfono y me quedaba mirando su número, buscando el empuje para llamarla y estar con ella un ratito. Pero me sobraban dudas y me faltaban señales suyas. Al final, la pantalla se apagaba, aburrida de tanta indecisión.

Quise que cumpliera sus promesas y me abrazara para que pudiera dejar de mojar la funda de mi almohada con lágrimas, para no sentir más rabia por una huida que fue una retirada a tiempo por su parte, y un abandono por la mía. Y yo dejaría de jurarle imposibles en una cena con velas para prometerle solo aquello que pudiera cumplir a la luz de la luna; o a la de sus ojos, que viene a ser lo mismo.

Durante una temporada la apodé Mimi, que me parecía mejor idea que usar su nombre real. Si pudiera, si me dejara, si me lo permitiera, le escucharía y luego le besaría la voz. Después de besar las lágrimas de las nubes, porque, a veces, cuando la leo me habla a través de ellas. Siempre lo hace. A ratos es auténtica, a ratos da miedo. Sea como sea me invade el pensamiento. Sí, sigo leyendo todo lo que escribe, aunque no se lo diga. Es una anémica forma de volver a sentirla junto a mí. Ojalá volviera. No, ojalá regresara, porque dentro de ese verbo está mi nombre. Y yo me fumaría la vida entera esperándola, porque dentro de ese vicio está el suyo.

Y al pensar en ella, por mucho que duela, se me sigue asomando una sonrisa a la boca. Unas veces tímida, otras valiente, depende de cómo me haya despertado. Es normal. Esté en el país que esté, visite la ciudad que visite, o se levante de la cama de quien se levante, lo cierto es… que hacía los días preciosos. Fue mi más linda casualidad. Solo por eso, merecía la pena soportar que viviéramos cada una en un extremo del mundo.

Quise recoger todos los pasos que se le cayeran al caminar. Acompañarla en cada uno de ellos si cojeaba. Enseñarle a mirar hacia delante cada vez que el desánimo la obligase a agachar la cabeza; y a cómo seguir avanzando, aprendiendo de los golpes. A rescatar las fuerzas cuando no tuviera ganas de enfrentarse a la vida, cuando se atascase con los lunes por la mañana…

Quise que le dieran por saco al protocolo, a las formas, a lo correcto; a no quejarse, a pedir perdón y a fingir afecto. Que le fuera bonito a guardar silencio, aunque por ello creyera que todo lo desprecio. Que se cegara la luz del sol y todos sus efectos, porque a mí me apetecía seguir soñándola en mi magullada cama, aunque eso fuera lo incorrecto.

© Sara Levesque

 

Mi yo

Por Sara Levesque

 

A veces escribo para mi yo, como esta noche. Cuando eso ocurre, me fascina la sensación que produce el sabor de un cigarro de madrugada. La primera calada, en especial. El humo, al ascender, dibuja las letras de su nombre en trazos barrocos. La toxicidad del tabaco se suma a la suya; así duele menos. Se escapó como se escapa esta neblina venenosa por mi ventana abierta.

Se está levantando aire… Es la anticipada brisa en una noche con estrellas en la que yo me he estrellado. Un gran tapiz salpicado de lentejuelas. Cada una me recuerda a sus casi inapreciables pecas. Y las dos relucientes Osas, las orillas de su busto, perdidas en el horizonte como esas constelaciones.

El humo me envuelve como se arremolinaba ella a mi cintura cuando solía abrazarme; consentía todos sus arrumacos. Al darme la vuelta, me perdía en su mirada, deseando besarla hasta olvidarnos. Deseando acabar, cómo no, enredadas bajo la sábana. Deseando que me susurrara tenues caricias en otro idioma, uno nuevo que había aprendido. Deseando confirmar que sonaba delicioso desde sus labios. Sonaba lindo. Deseando respirar con un siseo aspirado, como si al tocarla estuviese ardiendo y quisiera incinerarme a su lado.

Era muy prudente cuando tenía que serlo. Y la más puta cuando se lo pedía el cuerpo, como al irse corriendo, en el sentido menos visceral de la expresión: no el fisiológico, sino el que implicaba una mudanza.

Ahora me consuelo besando el filtro cada noche. Para ser sincera, si este es exquisito, su sabor debía de ser la hostia.

Envuelta en estos pensamientos, comprendo cómo sería la triste, pero breve vida de mi cigarro. Imaginé que permanecería en silencio con él olvidado en mis labios temblorosos. El furioso viento lo fumaría por mí. Dos gruesos ríos encharcarían el maquillaje de mis mejillas. Lloraría sin pronunciar ningún sonido. Sin aspavientos. Lloraría muerta en vida con un llanto enigmático, mudo, casi anónimo.
Recordaría cómo Mimi, durante años, se expresó con tanta seguridad en sí misma que la creí. Siempre habló mucho; nunca dijo nada. De igual modo, me tragué sus mentiras.

Observaría, con el aire otoñal bailando en estado salvaje junto a mi pelo castaño, cómo mi otra mitad se alejaba cada vez más calle arriba. Así vería mi futuro en aquel momento: cuesta arriba.

Me sacaría de la boca lo que quedase del cigarro y lo arrojaría al suelo con furia, apuñalándolo hasta la muerte con el tacón de mi zapato. Con el otro pie pisaría mi propio corazón, que Mimi habría dejado resbalar hasta el suelo el día que se lo regalé. Entonces, comenzaría a llover. Caería en la ciudad un chaparrón de recuerdos en forma de afilada y afónica llovizna. Las nubes esconderían el cielo tiñendo el día de oscuridad. Sería algo más que negro, parecería el antónimo de la luz. El agua acabaría por enterrar los restos del pitillo, poniendo punto y final a dos historias de amor que empezaron donde lo hacen todas: en los labios de alguien especial.

© Sara Levesque

 

Allí estaba yo

Por Sara Levesque

 

Olvidé cómo sonreír hasta que me miró, enseñándome que los labios también pueden estirarse hacia arriba y atrás. Algunas veces nos rozábamos las manos casi sin tocarnos, como si se susurrasen secretos. Como si su piel quisiera fundirse con la mía, pero solo a pellizcos. O viceversa. Y algunas veces se levantaba brisa, acercándome el afrutado olor a romero de su pelo, encantando con su exquisito veneno a todo mi ser.

Con mi compañera de vida quise empezar de cero y no salió bien. Con mi musa me hubiese gustado empezar de verdad, hacer las cosas con buen pie. O mejor, con otros pies. No fuera que, por usar los de siempre, me llevasen al mismo camino en que una vez me perdí.

A veces la observaba, preguntándome qué clase de encantamiento poseía. Y por qué me embrujaba tanto. Y yo me sentía dichosa al descubrir que, en realidad, me daba igual si lo averiguaba o no.

Me agradaba pensar que algún día nuestra complicidad secreta se desvelaría y podríamos llegar a casa, echar un polvo salvaje para saciar nuestro instinto animal y, después, hacer el amor para acariciarnos el corazón con nuestro dedo corazón…

Porque ella y yo hablábamos desde el mismo sitio: desde nuestros corazones. Lástima que su conversación fuera contradictoria. Mi corazón permanece en el pecho. Cuando late, es todo bondad. El tuyo tenía forma de dedo. Cuando lo alzaba, era pura realidad.

Y entre toda esta bruma ahí estaba yo siempre, en el metro, como casi cada día. En uno de mis vistazos inconscientes conseguí distinguirla entre el gentío. Quise llamar su atención, pero mi voz se tropezaba con la muchedumbre sin alcanzarla. Entonces, metí la mano en el bolsillo y saqué mi arma para apuntarla: un lápiz. Un raquítico trozo de carboncillo rojo y beige. Un pobre diablo de grafito con la punta agónica.

Estaba casi consumido, como mis días buscándola. Le susurré con él a mi libreta, emborronada hasta el último recuadro. Repleta de sueños garabateados.

Lucía su abrigo verde y mi corazón realizó un salto mortal al recordar. Parecía despreocupada, a pesar de la multitud enfermiza del vagón. Del hombro le colgaba una mochila roja con forma de búho, de esas que estaban de moda. Y llevaba la boina color camel que le regalé. Igual que la que yo uso a veces, solo que la mía era granate. Estaba tan preciosa… Sí, fue muy mortal.

La vi, me fijé bien en ella, y comencé a escribirla de mentira. Porque, en realidad, no era ella, solo una que se le parecía. Una que intentaba imitarla y casi lo consigue. Una broma de muy mal gusto.

Allí estaba yo, viéndola en la vida pasar. Viendo qué guapa estaba, maldita sea. Viendo qué lejos andaba, maldita sea. Viendo cuánto hablaba, maldita sea. Viendo qué tajante era, maldita sea. Viendo qué bien olía, maldita sea. Viendo cómo la extrañaba, maldita sea. Viendo qué bien sonreía, maldita sea. Viendo qué gran artista era, maldita sea. Viendo que tenía novia, maldita sea. Viendo cómo la quería, maldita sea(s). Y entre tanto vistazo falso descubrí que observarla en el tiempo era como ver la fotografía más hermosa del mundo, aunque estuviera vacía de su esencia.

© Sara Levesque

 

 

De paso en paso

Por Sara Levesque

 

Descubrí el estilo menos doloroso para hablarle. Son las palabras escritas desde el corazón herido de una joven con alma de poeta maldita, o una maldita poeta con el alma joven. Tropecé con este método de confesión antes de que la locura del silencioso amor perdido pudiera conmigo. Esta costumbre abarrota mis días huecos. Y sobrevivo acariciando las letras en las que una vez ella y yo nos unimos.
No se trata de una verdad a medias. Tan solo es una doble mentira.

Y es que nunca conocí a una mujer más tranquila y atractiva que ella. Era… No sé cómo era porque abarcaba todo. No existía en el diccionario un adjetivo con la envergadura suficiente como para definirla. Formaba un conjunto con todos los atributos bonitos y, a la vez, con ninguno de ellos.
Creí que la había encontrado. Me refiero a ella. A mi compañera de vida. Era maravillosa y siempre estaba pendiente de mí. Pero, como una intrusa, se cruzó en mi abstracta ruta difusa la más confusa de las musas. Una musa sin excusa. O con todas ellas. Llegó con su misterio, rompiendo mis esquemas. Ya de por sí son frágiles. Mucho. Demasiado. Con ella cerca, cada vez que armaba dos piezas y buscaba la tercera, tropezaba con su olor. Él fue el motivo que derrumbó mi puzle interior.

Desde el primer vistazo su boca me ha llamado. Ignoraba lo que sucedía en mi mente cuando apreciaba con lentitud sus labios que, ni muy gruesos ni apenas visibles, absorbían la poca vida que me quedaba. Al contemplarlos, sentía el impulso de probar su sonrisa. Resultaba una mujer adorable cuando paseábamos por la ciudad y miraba a su alrededor con timidez en medio de la multitud, como si temiera que la devoraran, agarrándose de mi brazo hasta que nos escabullíamos de la jauría. Eso sí, jamás dejaba de sonreír. Con la seducción de sus gestos al caminar yo titubeaba; paseaba al ritmo de una música que el mundo oía, pero solo ella escuchaba. Era espontánea, natural. Hasta encontré entrañable su manera de hablar con la boca llena de patatas fritas haciendo el aspersor y escupiéndome sin querer algún que otro perdigonazo de comida.

No me importaba darme un paseo extra en el metro si con ello seguía disfrutando de sus anécdotas, sin dejar de escuchar hasta la última palabra que se le ocurriera decir, porque me dejaba tan absorta que me equivocaba de trasbordo. Aunque me supusiera llegar a casa dos horas más tarde, elegía acompañarla a donde fuera que se desviase sin que se notase demasiado que deseaba seguir regocijándome de su compañía un poquito más.

O que resultase que íbamos por el mismo camino y cuando me tocaba desviarme y a ella no, fingir que a mí tampoco. Me agradaba comprender que su paso era más rápido que el mío y hacer un esfuerzo por acoplarme a sus zancadas, porque llevaba prisa y yo resido desde siempre envuelta en la parsimonia. Gracias a ello, descubrí nuevos rincones de la ciudad. Opté por ignorar mi rutina repetitiva de transitar la acera que ya conocía de memoria, desganada, para seguir la aventura que me ofrecía sin ser consciente de ello. Eso me ha pasado varias veces, solo que doña Musa nunca lo supo.

Al deleitarme con su compañía en esos instantes extra, me podía ir a casa soñando con su inspiración.
No me importaba hacer el ridículo de manera tan absurda si con ello ganaba nuevos momentos a su lado. Me encantaba que me llevase a perderme junto a ella, aunque no supiera que estaba perdida.

© Sara Levesque

 

Por tierra

Por Sara Levesque

 

Recuerdo algo muy del principio. Por las tardes, cuando salía a buscarla a nuestra boca de metro preferida, iba bien arreglada, maquillada y oliendo a perfume del bueno, nada empalagoso. Ante un par de cervezas, hablábamos hasta que la noche nos envolvía. Con mi sonrisa procurando mantenerse firme, le escuchaba decir lo feliz que era con esa novia suya que tanto le hacía reír. Después, íbamos hasta la calle del Cariño Maldito nº 13 para despedirnos y yo regresaba a casa sola. Es decir, sin ella a mi lado, con toda la ropa rasgada, embadurnada de barro porque, sin proponérselo, había tirado por tierra mi esperanza. En mi cabeza no se sostenía ningún pensamiento vivo ni cordura alguna, el eco de sus palabras asesinaba una y otra vez cada una de mis ilusiones. Hoy estoy aquí a veces de pie, a veces sentada. Siempre culpándome con orgullo de, por nosotras, no haber hecho nada.

No imaginas cómo me asustaba darle la vuelta a mi vida, ponerla del revés. Girarla por completo en sentido contrario. Me aterraba todo eso, pero había algo que me horrorizaba mucho más que encontrarme a mí misma: perderla para siempre. Porque ya no sabría vivir una vida real si no estaba ella para llamarme por mi nombre y decirme que lo era; para bajarme de las nubes, donde tantas veces escuchaba su poesía. Rompería con ansia con todo lo que no fuera ella. Me mudaría de casa, de rutina y hasta de vida si eso significaba compartirla junto a sus amaneceres.

Y que si no salía bien la hostia la sabríamos sobrellevar porque, al menos, no callaría, no callaríamos, y sí lo intentaríamos. Siempre es mejor un «no» a tiempo que un silencio a destiempo. Demasiados años tardé en aprender esa titánica lección. Y es que la peor droga es el silencio que se prorroga. ¿No lo vio? ¿No vio que tropecé una y otra vez con sus ojos henchidos de miel? Me caí de boca en su mirada y acabé perdida entre tonos oliva y pardos. La mezcla de colores de esa gama era tan incoherente que pude permitirme el lujo de unirme a la locura, descarriándome para siempre en ellos sin parpadear. Agarrarme a sus pestañas, que fueron el último sustento que me quedó para mantenerme en pie. Nadar cuando llorasen, de risa o de pena, pero siempre dentro de ella. Sus ojos eran especiales, como todas sus demencias.

La noche en que la vi marchar dejé de vivir y empecé a soñar. Por mucho que me intenté engañar me dije «basta, no llores más». Si aún me queda camino por andar quiero recorrerlo sin más pesar. Su recuerdo no hizo más que flotar en mi forma de razonar. Una mujer, otra tal vez y otra más no bastaban para olvidar el dulce brillo de su pestañear, que jamás me dejó de hipnotizar. Preguntas sin respuesta, sin importar, aun así me logró inspirar. Nunca la he dejado de amar. ¿No lo vio en mi mirar?

 

© Sara Levesque

 

Reloj de arena

Por Sara Levesque

 

A través del cristal empañado por mi vaho, en el retiro de la noche, podía observar la luna, ese gran globo de porcelana al que cada velada le confesaba mis secretos. No necesitaba de un diario de papel, como la gente corriente. Yo no soy así, no soporto seguir el guion. Por eso me desahogaba con la luna. Ella era la única que quería escucharlos. La única que podía sostenerlos.
Aquella pelota de luz iluminaba el dormitorio, eliminando la profunda oscuridad y haciendo entrar en calor mi ánimo. Una esfera albina con sus virtudes y defectos. Con su verdad y su reverso. Un astro de perla en aquel pedacito de firmamento que era, para mí, mi cielo privado. Es donde sigo guardando con cariño su encanto. Aunque yo me sienta más sola que su cara oculta.

Qué horrible eso de que te duela alguien a quien quieres porque ese alguien nos ha dejado de querer, ¿verdad? O prefiere querer a otra que es más alegre, está más cerca o más viva. Otra que no sufre sus días dando un paso atrás. Otra que no huye hacia adelante.
El rechazo de alguien a quien amas es un tipo de muerte en la que no llegas a morir del todo. Solo agonizas entre estertores hasta que el de la guadaña se apiada de ti.
Y cuando mi musa duele, en cierto modo es bonito. Está bien. Durante mucho tiempo, en un reloj de arena que contabilizaba desiertos a los que dar la vuelta, taché con tinta invisible en un calendario que no acababa nunca los días que faltaban para su regreso sin saber si ese día había nacido. Si existía. Como si estuviese tan solo a unas semanas. A la vuelta de la esquina. En este caso, la esquina era circular. Se me antojaba un bucle sin fin.

Visité de continuo sus fotografías. Esas en las que salimos juntas. En realidad, solo son dos. El motivo era porque experimentaba confort al comprender que, en algún momento, le apetecía sentirme cerca. A mí, ese momento me dura todavía. Así deduzco que mereció la pena el dolor que dejó.
Y a lo mejor se acaba de poner a llover para que tengamos frío y la excusa perfecta para abrazarnos. Eso no tiene sentido… Porque cuando aquí llueve, yo miro al oeste desde mi ventana, preguntándome por qué no nos mojamos juntas. Miro al oeste porque ahí es donde ha elegido vivir. Al oeste de Madrid. Al oeste de Portugal. Al oeste del océano. Y mucho más al oeste del mundo.
Me quedaría abrazada a la boca de la primera mujer que me sonriese, con tal de volver a sentir algo del calor que se llevó. A veces olvido lo imposible que fue.

Muchas veces pensé en hacer las cosas mal, para variar. En dejar de ser políticamente correcta y matar a la niña buena. Permitir que mi lado salvaje la estrangule y poder sacar las garras. En no negarme más placeres para que los demás se sientan bien, aunque eso suponga que yo me quede hecha una mierda. En ser feliz por una vez en mi atormentada vida, por si acaso me muero mañana o dentro de un par de horas. Solo por eso.
A pesar de todas las dudas, miedos, inseguridades y lo que coño vaya a pasar, me cansé de guardar silencio o esperar a que ella diera un paso. Comprobar cómo su relación avanzaba mientras yo permanecía en la retaguardia viéndola marchar.
¿Por qué me encerré en mi habitación ante el ordenador para escribirla, intentando engañarme diciéndome que estaría pensando en mí cuando al despedirse no me veía al mirarme? Podría compartir una copa con ella, un cigarro olvidado de la época en que las dos fumábamos o, simplemente, charlar a través de las pupilas. No. Muchas miradas secretas y mucha tontería, pero no sonó redoble de las trompetas anunciando mi valentía…

 

Me dejé amar

Por Sara Levesque

 

Tengo una tragedia particular: mi radar está estropeado; amo lo equivocado. Amo más mi arte, los relatos y escritos que con él compongo. Los escribo con miedo en vez de tinta. Y, a veces, sangro en el papel, retratando sobre él mis viejas heridas, que no son tan viejas. Adoro, amo incluso mi propia cobardía más que a la mujer que provoca esos sentimientos, más que a aquella que inspira cada palabra que me gotea a coágulos del corazón. Nunca he podido perdonármelo. Supongo que por eso le sigo escribiendo. No sé si busco su perdón o el mío.

Me dejé amar por una mujer que no me amaba. Caí yo sola en la suicidante boca del lobo y lo hice con una gran maestría. Su sonrisa no la puedo olvidar. Al mismo tiempo, tampoco la recuerdo. Me pregunto veinticuatro veces al día por qué la sigo queriendo. Qué extraño es esto del amor…

Quise demasiado… Quise tocar esa sonrisa, agarrar la mano que la censuraba y apartarla despacio para que todas las personas pudieran admirar su poder. Para que fueran testigos de una de las maravillas del mundo.

Existió una época en que posábamos felices para aquellas dos fotos, dejando caer con dulzura un brazo por encima de nuestros respectivos hombros, sujetando con la otra mano el ejemplar de un libro en concreto, como si fuéramos un matrimonio y el poemario nuestro hijo único. Un matrimonio del que solo sobrevivieron recuerdos que no se pueden tachar.

Un enlace que ya no es nuestro nexo común porque el tiempo lo deshilachó. Porque ella y yo preferimos casarnos con la escritura en vez de entre nosotras, que sería lo adecuado.

Optamos por tener cada una sus propios libros por el camino.

Cada vez que el cuentagotas permitía que coincidiéramos, nos tapábamos la boca de emoción. Cada una se tocaba su propia sonrisa. Era chocante. No le aguantaba la mirada mucho tiempo, evocarnos de nuevo me resultaba excesivo. Y solo soy capaz de besarle los recuerdos sin poder recordarnos a besos.

Perdí el tiempo mirándola a los ojos a través de los reflejos de los espejos que me iba encontrando. Buscándola en la nada como si fuera una demente. Abandonada en el punto donde la ciudad besa al horizonte. Un beso sin pasión, desperdiciado en un lugar opuesto al mío.

A ella le complace vivir al otro lado del mundo y yo no tendría problemas en darle la vuelta al mío para confundirme junto a su peculiar locura. Pondría patas arriba mi vida encantada, complicándome los días, compartiendo ese desorden a su lado. La vida da muchas vueltas, tantas como veces puedas curvar tu boca en una sonrisa.

Ahora que está tan lejos y yo soy un poco más valiente, me atrevo a observar a las personas del mundo exigiendo sin descanso su mirada en los ojos de los demás. Porque en los espejos solo queda su eco residual. Y yo no soporto volver a perder el tiempo. No soporto bailar sin la melodía de sus latidos. Prefiero hablar con ella y tropezarme con mi propia sinceridad que seguir en silencio sin que sepa a ciencia cierta lo que ocurre en el fondo de mi pecho. Solo siendo testigo de que vivo en equilibrio, como un tentetieso, bailando a veces a un lado y a veces a otro sin dejar de estar en el mismo lugar atascada. Un lugar desde el que vería más claro nuestro futuro si me arrancara los ojos.