Por Sara Levesque
Si te asusta el compromiso, ¿te quieres divorciar conmigo? ¿Quieres que digamos «no» a todo lo negativo? Vamos a deshacernos el amor, a ponerle un cinturón de castidad a nuestra pena. A asustarnos del rebose de fortuna con precaución y a no temer que las cosas puedan torcerse. A ser felices en los días más grises. Hagamos las tareas deprisa y también con calma y riámonos de lo que no es apropiado. Atrevámonos a bucear en un monte y, si no sabes cuál, yo te enseño a hacerlo en el de Venus.
Eres como una maldita condena que dura desde un sinfín de años hasta el día en que se acabe todo. Una sentencia mortal en la que la pregunta crucial es: ¿qué habría pasado si…? Ese «si» no tiene nada de positivo.
Un tortuoso tormento repleto de preguntas ignoradas por tu parte y respuestas silenciadas por la mía que acabaron sancionando a mi corazón a una condena de muerto en vida, sin sentirme querida ni siquiera por tu apatía más prohibida…
Perdóname cuando te digo algo bonito. Ten compasión si con mis palabras indirectas te irrito. Disculpa por sugerir que mi cicatriz lleva tu nombre escrito. Indúltame si no te pido permiso cuando sobre tus labios me precipito. Lo siento, pero ya me he cansado de alejarte de a poquito. Si ha de ser con el océano entre las piernas, quiero existir dándole un fuerte mordisquito a todo aquello con lo que yo misma me limito. Sé que tanto tú como yo no queremos que nuestra historia se convierta en un mito. No me voy a sentir mal por ello, no cometo ningún delito.
Lamento sacarte de quicio, te aseguro que no es por vicio; te quiero demasiado y también odio tu maleficio, pero a mi razón le he ganado el juicio. ¿Sabes por qué me gustas incluso cuando te pones en plan ficticio? Porque cuando lloro y mi cara es más fea que Picio, tú me obligas a levantar la vista del suelo y me acompañas hasta el inicio.
Me quedó el corazón en los huesos por la ausencia de tus besos, de tus caricias escondidas en un verso travieso. Y yo todavía me devano los sesos preguntándome cuándo nos tocará saciarnos de excesos, cuándo podré hundir mis dedos entre tu pelo mientras acaricio tus labios más gruesos, dejándote impresos en tu más privado acceso los mimos confesos que aún te guardo para entregártelos ilesos.
¿Y si nos coloreamos los otoños regándolos con el néctar de nuestras primaveras?
Así, cubrimos de blanco la opaca soledad del invierno con el caluroso manto de la estación más similar al infierno.
Sobre todo, vamos a construir las cosas bien, aunque empecemos por el tejado. Pero vamos a hacerlas de una vez.
© Sara Levesque