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La sociedad no binaria

«Les autores te guían en un viaje a través y más allá del género, utilizando un riguroso rango de textos académicos y testimonios personales para ampliar nuestros horizontes… Enriquecedor para casi cualquier persona».

Dr. Vincent, profesor asociado en Sociología, Universidad de York.

 

Hoy recomendamos La sociedad no binaria. Vivir en ambos géneros, más allá y en el medio, un ensayo de Alex Iantaffi y Meg-John Barker, publicado por Egales.

Gran parte del pensamiento de la sociedad opera de una manera muy rígida y binaria: algo es bueno o malo, correcto o incorrecto, un éxito o un fracaso, etc. Desafiando esta limitada forma de pensar, este innovador libro analiza cómo los métodos de pensamiento no binarios pueden aplicarse a todos los aspectos de la vida y ofrecer nuevas y mejores formas de entendernos a nosotres mismes y de relacionarnos con les demás.

Utilizando experiencias de género bisexuales y no binarias como punto de partida, este título aborda las cuestiones clave del pensamiento binario acerca de nuestras relaciones, cuerpos, emociones, bienestar y nuestro sentido de la identidad, y establece una selección de prácticas que pueden ayudarnos a pensar de forma no binaria.

Esta original y reveladora guía fomenta la reflexión sobre cómo vemos y entendemos el mundo en el que vivimos y cómo doblamos, desdibujamos o rompemos los códigos binarios de la sociedad.

 

El banquete de bodas

Por Charo Alises (@viborillapicara)

#CineLGTBI

 

Ang Lee dirigió esta película taiwanesa en 1993. El guión lo firman el propio Lee junto a James Schamus y Nelll Feng. Simon y Wai-Tung son un pareja gay que vive en Manhattan. Ante la inminente llegada de los padres de Wai-Tung, organizan una boda de conveniencia entre Wai-Tung y Wei-Wei, una joven inmigrante que necesita la carta verde de inmigración para poder permanecer en los Estados Unidos. Todo se complica cuando los padres de Wai-Tung llegan a Nueva York y pretenden organizar el banquete.

Lee es un punto medio entre Woody Allen y Eric Rohmer. El cineasta consigue tener una objetividad sobre los personajes que hace que en sus películas no haya ni buenos ni malos. Esa objetividad no es indiferencia, sino una suerte de simpatía hacia los personajes que recuerda a Renoir. Destaca en el realizador su capacidad para rodar desde la distancia justa, la habilidad para colocar la cámara en el lugar adecuado, la cotidianeidad que imprime a sus escenas y la utilización de elementos cómicos que , a veces, resultan totalmente disparatados pero siempre dentro de un enorme realismo y espontaneidad. Estos toques de comedia el director los mezcla hábilmente con un cierto melodrama para tratar cuestiones de familia y de convenciones sociales. que es común denominador en todas sus películas. Por otro lado señalar el toque oriental de la cinta, que recuerda a El Viaje a Tokio de Ozu . Sobre los puntos en común de ambas películas, señalar que utiliza el mismo material: las relaciones dentro de una familia que está en estado de dispersión .’En este caso la dispersión es cultural y geográfica. En la película, Ang Lee trata a los personajes con objetividad pero siempre con una actitud positiva. Esto hace que la cinta tenga una gran frescura.

El Nueva York de Ang Lee es muy personal y así se refleja en las escenas de esta película con las calles y los restaurantes que filma. Hay una escena, cuando están comiendo, en la que se ve el río y podemos sentir la humedad a través un plano inusual de la gran manzana. Y todo ello sin una impronta orientalista de las localizaciones. Por otro lado, la escena en la que los dos protagonistas hablan por teléfono está cargada de emotividad y afecto. A ello contribuye la planificación que nos muestra una relación pura y consistente llena de amor. El director va subiendo la escena de tono poco a poco hasta que termina en un abrazo. La economía de medios se nota en los planos largos que rueda el director. La forma en la que los actores se mueven por los espacios imprime a las escenas de esa cotidianeidad que, como se ha mencionado anteriormente, caracteriza a Lee. Con esa misma impronta de lo cotidiano , el realizador describe la relación de amor entre los dos hombres de la misma manera que hubiese contado una relación heterosexual.

Las situaciones que se `producen con la organización de la boda están rodadas con gran frescura. La fiesta es una locura que tiene planos de comedia disparatada. Sin embargo también se filma con normalidad lo que permite que cualquier persona que vea la película, independientemente de su nacionalidad o su cultura, se pueda identificar con esos momentos. Hay un momento en la preparación de la boda, cuando están peinando a la novia, en el que esta parece tener la ilusión de que al final se quedará con Simón, lo que nos hace pensar en su soledad. Esta circunstancia también se plasma en la escena de la bienvenida en el aeropuerto. Wei Wei quisiera que esa fuera su familia también.

Un tema que trata la película es la problemática de las personas que están en situación administrativa irregular en Estados Unidos y la frustración que muchas veces les provoca esa circunstancia vital. Es esta circunstancia, la que lleva a Wei Wei a aceptar el matrimonio de conveniencia. Sin embargo hay un instante en la que la chica dice: Quizás no haya merecido la pena tanto esfuerzo para esconderse en Estados Unidos. La cuestión es que hay millones de personas que buscan un lugar estable que difícilmente les llega porque nunca serán como las personas nativas que tienen unas posibilidades de prosperar que les vienen dadas por el nacimiento.

La cinta trata con habilidad la relación entre Taiwan y la China continental. Con destreza nos describe la necesidad que tienen todos los personajes de entenderse a pesar de pertenecer a culturas distintas. La escena de la presentación en el aeropuerto recuerda a Ozú. También destaca la escena del hospital en la que Wai Tung , de espaldas, le cuenta la verdad a la madre y va sintiendo una liberación a medida que habla. Cuando el joven termina, la madre le espeta: Tu padre no debe saberlo, eso le matará. Esta frase describe a la perfección el trauma que, a veces, supone para algunos padres el hecho de que sus hijos tengan una orientación sexual o una identidad de género no normativa.

El guión sabe alternar la comedia de equivoco con el drama. Planea siempre el miedo de que el padre , que está enfermo del corazón, se entere de la relación entre su hijo y Simon. Los secretos familiares que provocan el drama se mezclan con los momentos de comedia de enredo.

Dentro de los personajes principales solo hay un occidental, Simon que aparece habitualmente en un segundo plano sin embargo siempre eso no disminuye su peso en la historia. Es un personaje muy bien tratado. El joven americano tiene un gran encanto, se enfada en un par de ocasiones, pero con motivo. En la despedida, el padre le dice a Simon que cuide de Wai-Tung, mostrando así su aceptación a la relación entre el joven americano y su hijo.

El director dedica la película a una pareja de amigos suyos que cuando vienen los padres tienen que cambiar la decoración de su casa para que no se diesen cuenta de la relación que ambos tienen.

No binarie

Viñeta de Teresa Castro (@tcastrocomics)

 

Reloj de arena

Por Sara Levesque

 

A través del cristal empañado por mi vaho, en el retiro de la noche, podía observar la luna, ese gran globo de porcelana al que cada velada le confesaba mis secretos. No necesitaba de un diario de papel, como la gente corriente. Yo no soy así, no soporto seguir el guion. Por eso me desahogaba con la luna. Ella era la única que quería escucharlos. La única que podía sostenerlos.
Aquella pelota de luz iluminaba el dormitorio, eliminando la profunda oscuridad y haciendo entrar en calor mi ánimo. Una esfera albina con sus virtudes y defectos. Con su verdad y su reverso. Un astro de perla en aquel pedacito de firmamento que era, para mí, mi cielo privado. Es donde sigo guardando con cariño su encanto. Aunque yo me sienta más sola que su cara oculta.

Qué horrible eso de que te duela alguien a quien quieres porque ese alguien nos ha dejado de querer, ¿verdad? O prefiere querer a otra que es más alegre, está más cerca o más viva. Otra que no sufre sus días dando un paso atrás. Otra que no huye hacia adelante.
El rechazo de alguien a quien amas es un tipo de muerte en la que no llegas a morir del todo. Solo agonizas entre estertores hasta que el de la guadaña se apiada de ti.
Y cuando mi musa duele, en cierto modo es bonito. Está bien. Durante mucho tiempo, en un reloj de arena que contabilizaba desiertos a los que dar la vuelta, taché con tinta invisible en un calendario que no acababa nunca los días que faltaban para su regreso sin saber si ese día había nacido. Si existía. Como si estuviese tan solo a unas semanas. A la vuelta de la esquina. En este caso, la esquina era circular. Se me antojaba un bucle sin fin.

Visité de continuo sus fotografías. Esas en las que salimos juntas. En realidad, solo son dos. El motivo era porque experimentaba confort al comprender que, en algún momento, le apetecía sentirme cerca. A mí, ese momento me dura todavía. Así deduzco que mereció la pena el dolor que dejó.
Y a lo mejor se acaba de poner a llover para que tengamos frío y la excusa perfecta para abrazarnos. Eso no tiene sentido… Porque cuando aquí llueve, yo miro al oeste desde mi ventana, preguntándome por qué no nos mojamos juntas. Miro al oeste porque ahí es donde ha elegido vivir. Al oeste de Madrid. Al oeste de Portugal. Al oeste del océano. Y mucho más al oeste del mundo.
Me quedaría abrazada a la boca de la primera mujer que me sonriese, con tal de volver a sentir algo del calor que se llevó. A veces olvido lo imposible que fue.

Muchas veces pensé en hacer las cosas mal, para variar. En dejar de ser políticamente correcta y matar a la niña buena. Permitir que mi lado salvaje la estrangule y poder sacar las garras. En no negarme más placeres para que los demás se sientan bien, aunque eso suponga que yo me quede hecha una mierda. En ser feliz por una vez en mi atormentada vida, por si acaso me muero mañana o dentro de un par de horas. Solo por eso.
A pesar de todas las dudas, miedos, inseguridades y lo que coño vaya a pasar, me cansé de guardar silencio o esperar a que ella diera un paso. Comprobar cómo su relación avanzaba mientras yo permanecía en la retaguardia viéndola marchar.
¿Por qué me encerré en mi habitación ante el ordenador para escribirla, intentando engañarme diciéndome que estaría pensando en mí cuando al despedirse no me veía al mirarme? Podría compartir una copa con ella, un cigarro olvidado de la época en que las dos fumábamos o, simplemente, charlar a través de las pupilas. No. Muchas miradas secretas y mucha tontería, pero no sonó redoble de las trompetas anunciando mi valentía…

 

Vidas no binarias

«Hay cuerpos que están inventando otras formas de vida».
Paul B. Preciado

Hoy recomendamos Vidas no binarias, el nuevo lanzamiento de la editorial Continta me tienes, con prólogo de Ángelo Néstore.

En este libro una treintena de autorxs narran cómo viven su identidad fuera de los rígidos límites de lo binario, hombre y mujer, cis o trans. Les coordinadores de este libro parecen haber prendido un fuego alrededor del que se sientan personas de muy diversos orígenes —desde Borneo a Reino Unido, pasando por Vietnam o Malta— para hablarnos de su infancia, su adolescencia, la manera que tienen de vivir el género y la neurodivergencia o el embarazo. Para contarnos también de qué se desprendieron para ser más libres y más felices, para hablar de sus familias y pronombres elegidos. Estas historias son un lugar donde mirar cómo será el futuro que deseamos: un futuro donde no existe una manera correcta o incorrecta de vivir el género.

 

 

Más sobre este libro en este enlace.

Aquí cerca, allí lejos (parte II)

Por Sara Levesque

Enroscada sobre su pecho. Ese sería mi refugio. Donde me sentiría más segura, abrigada. Acariciando sus duras y rosadas perlas, mi cuerpo iría acoplándose con sus labios más australes. Me relajaría, padeciendo la calma del perfume de su cutis. Las perlas de sus pechos. Un dueto que nunca me cansaría de besar y mimar. De tocar y mirar. De sentir y excitar. Adornos turgentes que no llegarían a saciar mi lengua, porque siempre tendría el mono. Realces de piel, realces de miel, a los que deseaba ser fiel.
Las perlas de sus pechos. Un tocado que engalanaría ese busto suyo tan provocador. Me hipnotizarían tanto como sus pupilas, intensas y tentadoras. Sus perlas y sus pupilas.

Pensando en ese cóctel de sensaciones, me rendiría ante ella. No sin antes susurrarle al oído lo feliz que me hacía por añadir las perlas de sus pechos a mis complementos.

—Te quiero —comentaría.

Sabría que bromeaba. Que lo diría en otro contexto. Que me querría, pero solo carnalmente. Yo también la querría, la quise, de más maneras. Guardaría la esperanza de que me quisiera amándome. Anhelando esa creencia y hechizada por su seducción, nos moriríamos de éxtasis con cada caricia regalada. Gastaríamos nuestros cuerpos y, recostadas, nos iríamos calmando, inhalándonos a la par.

Cuando el mundo real y mi fantasía entrelazaron sus dedos, esta mujer formaba un conjunto raro, pero atractivo. Una fusión repleta de tonalidades: negro azulado de la noche, dorado de su piel, el marrón ennegrecido del pelo y el blanco de la luna. Lástima que yo fuera ciega a los colores por su culpa.
Permanecería en vela viéndola dormir, incapaz de hacerlo yo. Oiría ruidos extraños por todas partes. Pensaría en el más extraño de todos: su respiración. La besaría mientras soñaba, sintiendo el milagro de sus labios para poder tranquilizar mi mente y descansar abrazándola por la cintura.

Apenas podría echarme una cabezada. Me despertaría entumecida y agotada. Demasiadas emociones juntas. Demasiada excitación para mi cuerpo tan acostumbrado a que no le pase nada.

Me tiraría por encima un jersey y abriría la puerta. Amanecería. La brisa sería espesa. Todo estaría mojado; yo ya no. Habría llovido durante la noche, lo normal en otoño. Me volvería desde el umbral para mirarla. Aún dormiría. La observaría un momento, de esos que son tesoros. Ella era un tesoro inasible, como un comienzo para que ocurriera algo a continuación. El principio de una historia que nunca dejaré de contar porque da para eternizarla de mil maneras diferentes. Querría retenerla junto a mí, pero no me estaría permitido. Se marcharía.

—No se puede sujetar algo tan libre como tú, tesoro —le querría decir.

Iría a despertarla con café recién hecho, tostadas con mermelada, fruta y, por qué no, algo con chocolate. Me saludaría, medio adormilada. Sus movimientos serían pausados. Tropezaría con sus propios pies, tambaleándose ––a decir verdad, hasta en la imaginación era entrañable––. Envolvería su somnoliento cuerpo con mi chaqueta. Saldría al porche y yo podría apreciar cómo temblaba bajo el madrugador sol de finales de año.

Entonces, el perfume de su cuerpo aparecería para recordarme su aroma y enloquecerme un poco más, envolviéndome con su tacto, tan suave como un susurro.

—Pequeña, pronto será de día. Tengo que marcharme.

Retrocedería, devanándome en hebras de emoción, como alguien enmarañado.

—¿A dónde? ¡¿A dónde vas?! —preguntaría.

Ella se encogería de hombros.

—Aquí cerca, allí lejos… Ni tan cerca, ni muy lejos. Y según sople el viento, a cualquier otro lugar.
Y yo, como la eterna idiota que soy, hasta en utopías, dejaría que se marchara, convenciéndome de que algún día volvería. Nos daríamos dos besos y ahí acabaría todo, como si nunca hubiera empezado. Después de tantas caricias espirituales yo acabaría con la piel en carne muerta…

Pura fantasía.

Puta fantasía.

 

© Sara Levesque

Aquí cerca, allí lejos (parte I)

Por Sara Levesque

Hubo un tiempo, mientras me armaba de valor para formar las palabras que esculpía mi corazón, en que fantaseaba mucho con una idea. Incluso había diseñado un escenario idílico y armonioso que a ambas nos atraía. Un entorno solitario elegido a conciencia. Una casita de madera en medio de la nada, sin vecinos, sin visitas inesperadas, sin ruidos urbanos, sin murmullos mundanos… El lugar perfecto para gozar a solas de lo que hubiera que gozar, ya fuera una copa, una charla, una caricia, un orgasmo o una deliciosa macedonia de todo ello.

Me imaginaba sirviendo la cena sobre una mesa de madera sintiendo hambre, también muchos nervios. Sin querer asustarla. Sin querer asustarme. Cenando bien. Poniéndonos al día de nuestras expectativas. Mis temblorosos dedos se acostumbrarían a su cercanía, poco a poco, casi con parsimoniosa actitud. Al acabar, se levantaría tomándome de la mano para salir al porche con mi copa de vino y su cerveza; por su parte, saboreando el bosque nocturno; por la mía, relamiendo la fortuna de un momento tan pleno como era mirarla y verla de verdad.

Al entrar, la oscuridad se adueñaría de la habitación. La luz de las bombillas sería muy tenue, lo suficiente como para enternecer la velada, para crear ambiente. Me pondría las manos sobre los hombros y yo dejaría resbalar las mías por su espalda. Como soy de natural torpe, vería tan cerca el desastre que soltaría la copa. En vez de devolver la mano a su cuerpo, la introduciría en su pelo desordenado. Siempre adoré su estilo caótico. Era casi anárquico. Al sentir ese desorden, mis dedos dejarían la timidez para otra ocasión. Me entretendría saboreando el tacto de sus locos cabellos ––aún sigo yendo a terapia de grupo por su culpa, por su pecado de mujer maravillosa––. Al momento de besarnos, me pondría de puntillas apreciando la travesura en su cara. Soltaría también su vaso y me conduciría hasta el rincón secreto de la cama.

Con gracia, se desharía de las botas y después los pantalones. Daría un paso para salir de sus prendas y, acto seguido, me besaría de nuevo. En parte lo esperaría, en parte no. Me privaría del aliento y yo querría seguir asfixiándome por ella. Manejaría su cuerpo con absoluta libertad. Su cuerpo, su libertad. Y a mí me entraría un vértigo dependiente que no querría superar.
Acabaría de desnudarse. Diría algo que mi mente no sería capaz de retener. Ya no me quedaría sangre en la cabeza. Contemplaría sus esbeltas piernas tostadas por el sol reptando sobre el colchón y las seguiría, admirando de paso el resto de su cuerpo.

Se colocaría sobre mí. Lamiéndome, no le costaría encontrar mi zona más profunda. Con una mano de perfumada y fina piel bajaría hasta mi sur, encharcado de placer. Una tierra húmeda, la mejor zona para que se sumergiera.

—Me encanta saberte excitada —le susurraría.

Como toda respuesta, me miraría sonriendo.

Tan preciosa. Tan imposible. Sentirla debía ser auténtica magia. Y ella, una deliciosa maldición. A las dos nos encantaría enredarnos con besos eternos que yo creería sin sabor a despedida. Besos inagotables, voraces, insaciables, succionadores. Siempre quise comerme el mundo, empezando por su boca…

Continuará…

© Sara Levesque

XXY

Por Charo Alises (@viborillapicara)

#CineLGTBI

 

-Álex, vos no sos…
-Soy las dos cosas
-Pero eso no puede ser
-Vos me vas a decir a mí lo que puede o no puede ser -¿Pero te gustan los hombres o las mujeres?
– No sé. Perdóname lo que te hice
– No me hiciste nada, no me molestó. Me gustó
– ¿En serio? A mí también
– ¿En serio? Terminemos, no terminamos.
– No voy a hacerlo con vos.
– Yo quiero otra cosa
– ¿ Ah si, qué querés?
– ¿ Vos qué querés?
– Alex, va a ser nuestro secreto, no le cuento a nadie.
– Salí, andá, decile a todo el mundo que soy un monstruo

Este es un fragmento de la película XXY que corresponde a la conversación entre la protagonista intersex – Alex- y Álvaro, el hijo del médico que quiere operarla. La cinta, dirigida en 2007 por Lucía Puenzo, está coproducida por Argentina, Francia y España ,

XXY, cuenta la historia de Alex (Inés Efron), una adolescente intersex. Cuando nació, sus padres, Kraken (Ricardo Darín) y Suli (Valeria Bertuccelli), decidieron dejar Buenos Aires y mudarse a una cabaña de madera al lado del mar para que su hija creciera feliz, protegida de prejuicios hasta que decidiera qué camino seguir. La película comienza con la llegada de unos amigos desde Buenos Aires con su hijo adolescente, Álvaro. El padre de Álvaro es cirujano plástico y muestra un interés médico en Alex . La inevitable atracción entre los jóvenes, hace que los adultos se enfrenten a una situación complicada.

En el pueblo, Alex es observada como si fuera un fenómeno. La fascinación que produce puede ser peligrosa.

El guión, firmado por la directora del film, se basa en un cuento de Sergio Bizzio titulado ‘Cinismo’.

Nada es peor que tenerle miedo a tu propio cuerpo, dijo un chico que alguna vez fue ‘normalizado’. Creció con las marcas de las cirugías en el cuerpo. En esa castración el miedo a la ambigüedad genital se convierte en metáfora de las amputaciones que genera el miedo a lo diferente, comentó Lucía Puenzo. A la directora le interesaba mucho la adolescencia que para ella es un momento en el que las personas saben quiénes son pero no lo han descubierto todavía. Para Puenzo la película es una historia de amor antes que todo que revoluciona la vida de dos adolescentes y en especial de Alex, que va a descubrir quién es.

La cinta supuso el debut en la dirección de Lucia Puenzo. XXY obtuvo varios premios y entre ellos, el Gran Premio de la crítica cinematográfica del Festival de Cannes, el Premio Ariel a la mejor película latinoamericana y el Goya a la mejor película iberoamericana.

La película aborda la intersexualidad visibilizando sus aristas. Dificultades que son producto del rechazo de una sociedad binarista que coloca en la otredad a la disidencia sexogenérica.. El morbo y la violencia afloran ante un cuerpo distinto cuya realidad es ignorada y por ello, despreciada e incluso temida. Las expectativas sobre el sexo y el género basadas en la dicotomía de lo masculino y lo femenino, saltan por los aires ante la presencia de personas intersexuales y conllevan la urgencia social de “normalizar” los cuerpos con el fin de que respondan al mandato binarista.

Alex no quiere elegir: ¿Qué pasa si no tengo que elegir?, ¿Qué pasa si no quiero elegir? ¿Qué pasa si me quiero quedar así? Ante estas preguntas, la adolescente se encuentra con el silencio de unos padres que no saben qué responder.

Para su padre Alex es perfecta: Cuando la vi para mí era perfecta, cuando la quisieron operar no quise, para mí siempre fue perfecta. Desafortunadamente, en la vida real, no siempre es así, a veces, se somete a los bebés intersex, a cirugías innecesarias, que pretenden determinar el sexo de la persona sin otro criterio que la mera preferencia de los progenitores o por elección médica , con los graves problemas que eso puede causar a la persona intersexual.

Con el fin de aclarar sus dudas y calmar la preocupación por su hija, el padre de Alex se abre a conocer a una persona adulta intersexual. Esto muestra la importancia de referentes para las personas intersexuales y sus familias.

Alex se enamora de Álvaro. Mantienen una relación en la que Alex adopta un rol activo. Esto desconcierta a los adolescentes que están empezando a explorar su sexualidad. Después de estar con Álvaro, Alex se ducha con su amiga, lo que puede hacer pensar que siente atracción hacia ella, pero solo le lava el pelo. La película plantea así la diferencia entre orientación sexual, identidad de género y diversidad corporal. Todas estas cuestiones están expresadas en los diálogos, que son la base de esta cinta.

Durante toda la película, se observa que son las personas adultas quienes están preocupadas por la intersexualidad de Alex, quien, por el contrario, decide aceptar su cuerpo tal y como es, por lo que abandona el tratamiento hormonal que seguía para reafirmar sus caracteres sexuales femeninos. Se siente cómoda tal y como está:

No quiero más pastillas, operaciones ni cambios de colegio, quiero que todo siga igual.

 

Lesbianas en la Historia: La reina Ana de Inglaterra

Por Charo Alises (@viborillapicara)
#MujeresLesbianas

 

Reina de Inglaterra, Escocia e Irlanda desde el 8 de marzo de 1702 y de Gran Bretaña e Irlanda desde el 1 de mayo de 1707, Ana Estuardo nació en Londres el 6 de febrero de 1665.
Mujer de carácter reservado y con muchos problemas de salud, la reina Ana no estaba preparada para regentar la monarquía. Su padre, Jacobo II, perdió la corona en favor de su hermana mayor, María. Cuando María y su marido Guillermo fallecen sin descendencia, la corona pasó a manos de Ana que se convirtió de esta forma en la última Estuardo.

La historiadora Anne Somerset en su obra Queen Anne: The Politics of Passion, señala que la reina había sido educada de forma muy pobre. Gozaba de una salud muy mala, probablemente con una enfermedad autoinmune y algún tipo de artritis. Su estado de salud y su sobrepeso motivaron que tuviese que ser trasladada a su ceremonia de coronación en una silla sedán especialmente diseñada para ella, ya que no era capaz de realizar a pie la tradicional ruta procesional desde el Westminster Hall hasta la Abadía de Westminster.

Ana Estuardo contrajo matrimonio con el príncipe Jorge de Dinamarca con el que tuvo diecisiete hijos de los cuales solo cuatro nacieron con vida y fallecieron pocos años después. Guillermo fue el que más tiempo vivió, llegando a cumplir once años.

El reinado de Ana se caracterizó por un sistema bipartidista. Fueron tiempos convulsos, con cambios políticos y geoestratégicos. Durante su mandato se firmó la unión entre Inglaterra y Escocia en Gran Bretaña.

Alrededor de 1673 Ana conoció a Sara Jennings, que se convertiría en una de sus consejeras más influyentes. Sara más tarde se casaría con John Churchil, futuro duque de Marlborough. Investigaciones históricas señalan que entre la reina y su consejera existió una relación sentimental. La correspondencia entre ellas apunta a una profunda unión de amor. Por deseo de la reina y en base a la relación que las unía, las dos damas se llamaban la una a la otra señora Morley y señora Freeman.

Parece ser que Sara fue una mujer de carácter fuerte y dominante que influyó en las decisiones políticas de la reina. Finalmente Ana apartó de la corte a Sara cuando empezó a pensar que su amante la manipulaba. Hay quien sostiene que la causa de la ruptura de esta relación se debió a la aparición en la corte de Abigail Marsham, quien se convirtió en la nueva consejera de la reina. Ana culpó a Sara de difundir rumores sobre su relación con Abigail.

El director Yorgos Lanthimos en su película La favorita llevó al cine la historia de Ana de Inglaterra y sus relaciones con Sara Churchil y Abigail Marsham.

 

Diablos Azules

Por Sara Levesque

 

—¿Nos vemos en Ibiza? —le pregunté.
—Prefiero Portugal —fue su respuesta.
—Me refiero a la parada de metro.

Uno de los primeros recuerdos que tengo con ella fue esa conversación de besugos que me hacía sonreír por los andenes madrileños. La gente me miraba con mala cara, como si fuese una excéntrica o estuviese prohibido reír. A mí me resbalaba por completo. Porque iba a verla.

Soy muy puntual y siempre suelo llegar con media hora de antelación a donde sea que he quedado. Mi entretenimiento favorito era esperarla en la boca del metro. Camuflarme entre la multitud a observar cómo me buscaba. Me deleitaba unos momentos y entonces salía de mi escondrijo, tocándole el hombro con suavidad para no asustarla. Cuando nos encontrábamos, yo me perdía en el color de sus ojos, tan bonitos como el mejor de los amaneceres.

No era la chica más divertida, ni tampoco la más espontánea. Ni siquiera le gustaba el reggae de Mishka, ni las pelis de miedo o el bluegrass. Pero al sonreírme, solo quería que el mundo la mirara para que se sintiera tan pletórico como yo.

Nunca supe cómo lo hacía. Qué secreto escondía. Ni cómo cambió mi vida a mejor en la época en que nacía mi amor.

Por supuesto, no necesité las respuestas.

También recuerdo cuando recitaba poesía. La propia y la ajena. La leía con cierta entonación. Lenta, acentuada, cadenciosa… A mí, que por aquel tiempo apenas sí había escuchado un poema en voz alta, todo aquel adorno vocal me parecía algo ridículo. Luego, la ridícula fui yo con mi monótona forma de hablar de cada día. Años después, solo puedo sentir de verdad un poema si le añado el eco de su voz. Eco que empezó aquella noche entre los diablos azules de un bar que se fue al infierno. Junto a una cerveza, me mostró un mundo nuevo repleto de estrofas y versos cantados. Allí descubrí los más especiales: los suyos.

Escribir sin pelos en la lengua me lo enseñó también, cuando a mí me temblaban las palabras en la boca. Y ahora, cuando llueve, no me importa que las gotas me picoteen o termine calada. Para mi cuerpo es como si ella le recitaba una poesía más o menos extensa, depende de la cantidad de agua. Rimas nada frías ni aburridas. Solo estrofas y versos cantados.

En el escenario de ese mismo bar la he visto alguna vez, con el jersey de punto que tanto resaltaba su figura. Un pañuelo de cuadros le abrazaba siempre los hombros. Parecía su seña de identidad —al igual que para mí, la boina francesa—. Un complemento que no combinaba para nada con el resto de su ropa, pero la hacía especial. Sujetaba los poemas con ambas manos, como si quisiera retenerlos para siempre a su lado. Derrochaba seguridad desde tan alto. Me imponía respeto e infinidad de emociones que se enmarañaban todas y aún sigo intentando desenredarlas.

Allí, en aquel pub con las paredes de ladrillo al descubierto y el público prestándole atención, oteando su mirada y su boca al recitar, yo contemplaba también las mismas zonas intentando tocarle el corazón a través de mis pupilas, entregándole el mío antes de cada parpadeo. Con el hilo musical propio de las tertulias poéticas, la conjunción que sostenía con el mundo en esos momentos era mágica. Única. Inigualable. Y cada segundo que pasaba, me enamoraba más de la vida a la que sus versos entonaba. Maldita sea… ¡Qué hermosa era! Hasta su más completa indiferencia me atrapaba. Un sinfín de diablos azules fueron testigos de mi amor por sus palabras regaladas, por sus miradas murmuradas, por su presencia desenfadada siendo ella misma, sin importarle lo que la gente opinara acerca de cualquiera de sus movimientos.

Pero claro, nunca lo supo a tiempo.

© Sara Levesque