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Aquí cerca, allí lejos (parte II)

Por Sara Levesque

Enroscada sobre su pecho. Ese sería mi refugio. Donde me sentiría más segura, abrigada. Acariciando sus duras y rosadas perlas, mi cuerpo iría acoplándose con sus labios más australes. Me relajaría, padeciendo la calma del perfume de su cutis. Las perlas de sus pechos. Un dueto que nunca me cansaría de besar y mimar. De tocar y mirar. De sentir y excitar. Adornos turgentes que no llegarían a saciar mi lengua, porque siempre tendría el mono. Realces de piel, realces de miel, a los que deseaba ser fiel.
Las perlas de sus pechos. Un tocado que engalanaría ese busto suyo tan provocador. Me hipnotizarían tanto como sus pupilas, intensas y tentadoras. Sus perlas y sus pupilas.

Pensando en ese cóctel de sensaciones, me rendiría ante ella. No sin antes susurrarle al oído lo feliz que me hacía por añadir las perlas de sus pechos a mis complementos.

—Te quiero —comentaría.

Sabría que bromeaba. Que lo diría en otro contexto. Que me querría, pero solo carnalmente. Yo también la querría, la quise, de más maneras. Guardaría la esperanza de que me quisiera amándome. Anhelando esa creencia y hechizada por su seducción, nos moriríamos de éxtasis con cada caricia regalada. Gastaríamos nuestros cuerpos y, recostadas, nos iríamos calmando, inhalándonos a la par.

Cuando el mundo real y mi fantasía entrelazaron sus dedos, esta mujer formaba un conjunto raro, pero atractivo. Una fusión repleta de tonalidades: negro azulado de la noche, dorado de su piel, el marrón ennegrecido del pelo y el blanco de la luna. Lástima que yo fuera ciega a los colores por su culpa.
Permanecería en vela viéndola dormir, incapaz de hacerlo yo. Oiría ruidos extraños por todas partes. Pensaría en el más extraño de todos: su respiración. La besaría mientras soñaba, sintiendo el milagro de sus labios para poder tranquilizar mi mente y descansar abrazándola por la cintura.

Apenas podría echarme una cabezada. Me despertaría entumecida y agotada. Demasiadas emociones juntas. Demasiada excitación para mi cuerpo tan acostumbrado a que no le pase nada.

Me tiraría por encima un jersey y abriría la puerta. Amanecería. La brisa sería espesa. Todo estaría mojado; yo ya no. Habría llovido durante la noche, lo normal en otoño. Me volvería desde el umbral para mirarla. Aún dormiría. La observaría un momento, de esos que son tesoros. Ella era un tesoro inasible, como un comienzo para que ocurriera algo a continuación. El principio de una historia que nunca dejaré de contar porque da para eternizarla de mil maneras diferentes. Querría retenerla junto a mí, pero no me estaría permitido. Se marcharía.

—No se puede sujetar algo tan libre como tú, tesoro —le querría decir.

Iría a despertarla con café recién hecho, tostadas con mermelada, fruta y, por qué no, algo con chocolate. Me saludaría, medio adormilada. Sus movimientos serían pausados. Tropezaría con sus propios pies, tambaleándose ––a decir verdad, hasta en la imaginación era entrañable––. Envolvería su somnoliento cuerpo con mi chaqueta. Saldría al porche y yo podría apreciar cómo temblaba bajo el madrugador sol de finales de año.

Entonces, el perfume de su cuerpo aparecería para recordarme su aroma y enloquecerme un poco más, envolviéndome con su tacto, tan suave como un susurro.

—Pequeña, pronto será de día. Tengo que marcharme.

Retrocedería, devanándome en hebras de emoción, como alguien enmarañado.

—¿A dónde? ¡¿A dónde vas?! —preguntaría.

Ella se encogería de hombros.

—Aquí cerca, allí lejos… Ni tan cerca, ni muy lejos. Y según sople el viento, a cualquier otro lugar.
Y yo, como la eterna idiota que soy, hasta en utopías, dejaría que se marchara, convenciéndome de que algún día volvería. Nos daríamos dos besos y ahí acabaría todo, como si nunca hubiera empezado. Después de tantas caricias espirituales yo acabaría con la piel en carne muerta…

Pura fantasía.

Puta fantasía.

 

© Sara Levesque

Aquí cerca, allí lejos (parte I)

Por Sara Levesque

Hubo un tiempo, mientras me armaba de valor para formar las palabras que esculpía mi corazón, en que fantaseaba mucho con una idea. Incluso había diseñado un escenario idílico y armonioso que a ambas nos atraía. Un entorno solitario elegido a conciencia. Una casita de madera en medio de la nada, sin vecinos, sin visitas inesperadas, sin ruidos urbanos, sin murmullos mundanos… El lugar perfecto para gozar a solas de lo que hubiera que gozar, ya fuera una copa, una charla, una caricia, un orgasmo o una deliciosa macedonia de todo ello.

Me imaginaba sirviendo la cena sobre una mesa de madera sintiendo hambre, también muchos nervios. Sin querer asustarla. Sin querer asustarme. Cenando bien. Poniéndonos al día de nuestras expectativas. Mis temblorosos dedos se acostumbrarían a su cercanía, poco a poco, casi con parsimoniosa actitud. Al acabar, se levantaría tomándome de la mano para salir al porche con mi copa de vino y su cerveza; por su parte, saboreando el bosque nocturno; por la mía, relamiendo la fortuna de un momento tan pleno como era mirarla y verla de verdad.

Al entrar, la oscuridad se adueñaría de la habitación. La luz de las bombillas sería muy tenue, lo suficiente como para enternecer la velada, para crear ambiente. Me pondría las manos sobre los hombros y yo dejaría resbalar las mías por su espalda. Como soy de natural torpe, vería tan cerca el desastre que soltaría la copa. En vez de devolver la mano a su cuerpo, la introduciría en su pelo desordenado. Siempre adoré su estilo caótico. Era casi anárquico. Al sentir ese desorden, mis dedos dejarían la timidez para otra ocasión. Me entretendría saboreando el tacto de sus locos cabellos ––aún sigo yendo a terapia de grupo por su culpa, por su pecado de mujer maravillosa––. Al momento de besarnos, me pondría de puntillas apreciando la travesura en su cara. Soltaría también su vaso y me conduciría hasta el rincón secreto de la cama.

Con gracia, se desharía de las botas y después los pantalones. Daría un paso para salir de sus prendas y, acto seguido, me besaría de nuevo. En parte lo esperaría, en parte no. Me privaría del aliento y yo querría seguir asfixiándome por ella. Manejaría su cuerpo con absoluta libertad. Su cuerpo, su libertad. Y a mí me entraría un vértigo dependiente que no querría superar.
Acabaría de desnudarse. Diría algo que mi mente no sería capaz de retener. Ya no me quedaría sangre en la cabeza. Contemplaría sus esbeltas piernas tostadas por el sol reptando sobre el colchón y las seguiría, admirando de paso el resto de su cuerpo.

Se colocaría sobre mí. Lamiéndome, no le costaría encontrar mi zona más profunda. Con una mano de perfumada y fina piel bajaría hasta mi sur, encharcado de placer. Una tierra húmeda, la mejor zona para que se sumergiera.

—Me encanta saberte excitada —le susurraría.

Como toda respuesta, me miraría sonriendo.

Tan preciosa. Tan imposible. Sentirla debía ser auténtica magia. Y ella, una deliciosa maldición. A las dos nos encantaría enredarnos con besos eternos que yo creería sin sabor a despedida. Besos inagotables, voraces, insaciables, succionadores. Siempre quise comerme el mundo, empezando por su boca…

Continuará…

© Sara Levesque

Otoño

Por Sara Levesque

 

Recuerdo recitar uno de mis latidos a su zona más íntima:

Al pensar en su otoño mojado de placer me enrojecía como se enrojece septiembre con la llegada de la estación. Un jardín privado con los matices propios de la etapa más madura.

Conocí sus voluminosas cordilleras al norte de su panorama, cada una con su propia cima sonrosada y sedosa; picos apacibles, esponjosos, cercanos. Fue entonces cuando me dio por el alpinismo. Y armada de valor trepé hasta el monte más hermoso que me quiso desvelar: el de Venus. Un lugar recogido y misterioso que guardaba en secreto. Aquella loma contaba con su propio otoño, envuelto por un denso seto color café.

Qué hermoso resultó curiosear entre su prado e ir descubriendo, paso a paso, lugares cada vez más acogedores. Hasta llegar, a través de un pasadizo oculto, a la abertura que daba acceso a un mundo subterráneo. Su mundo subterráneo. Con el carmín de mis labios le dejé claro lo lindo que me parecía su paisaje.

Después de tres meses explorando zonas tan espléndidas, decidió que había llegado la hora de marcharse a un lugar más frío y borrar la huella que dejé en su tierra cuando la escalé a besos. Ahora creo que el color castaño de su piel se ha difuminado, tornándose blanca. Sus sendas son níveas. Aun así, no me parecen pálidas, sino puras, de lo claras que son.

Y yo, desde entonces, me paso los días buscando horizontes inéditos, visitando nuevas praderas, siempre encharcadas, de tonos ocres o cobrizos, con intención de encontrar otro monte tan auténtico como aquel suyo.

Recuerdo lo que pensé antes de que mudara de época: para ser otoño no le hacía falta olmo, roble, arce ni ningún miembro arbóreo. Tan solo con su follaje marrón oscuro, raso o acolchado, pero siempre cálido, se convertía en la estación más completa y sabrosa del año.

Le confesaré algo: Siempre he querido comérmela a versos. Y así se lo diré para que le llegue mejor, pero, sobre todo, para que lo sienta mejor:

Adoro el otoño
del color del madroño.
Mi ánimo es algo ñoño,
cada día, más de ti me encoño.
Con mis propios lamentos me escoño,
me tienen hasta el moño.
Al contemplarte entre el cambroño,
recuerdo lo que más me abrigó: tu otoño.

Y recuerdo que repetí curso hasta la saciedad durante toda mi edad para aprender a olvidar por completo la bondad del latir de su mirar. Ni septiembre, ni el otoño ni ninguna otra franja trimestral le sirvieron a mi corazón para limpiar la suciedad de su silencioso recuerdo espectral.

Me dejé engañar por una fantasmal segunda ocasión de sentir su complicidad. Porque sus palabras fueron una cruel casualidad. Y yo, que nunca he sido valiente para cruzar nuestro umbral, solo me restaba escribirle en la oscuridad en vez de sujetar sus pupilas y repetir mi verdad.

Aún me pregunto por qué no nos concedimos una oportunidad, lluviosa Musa veraz… Una y nada más. Y si no sale bien, ella podrá seguir con sus idas y venidas y yo prometo que, durante una vida, le dejaré en paz.

© Sara Levesque

 

Pedorretas de la vida

Por Sara Levesque

 

Creo que la última vez que me toqué fue dos semanas antes de que estallara la cuarentena. Era sábado. Sábado sabadete. Una amiga actuaba en una obra de teatro en un pueblo de las afueras y la acompañamos en pandilla. Una de las actrices permaneció unos segundos mirando al público y, cuando su mirada se topó conmigo, me saludó. No me sonaba su cara. Levanté la mano a modo de saludo, extrañada; no por ello iba a ser maleducada. Esa escena se repitió en un par de ocasiones más y mi respuesta siempre fue igual de chocante. Al terminar la obra, mi amiga salió acompañada por la chica cortés, quien sugirió que fuéramos a tomar algo todos. La llamaremos Baa. Nos miramos con cara de «decide tú»; «no, tú»; «no, mejor tú» y, al final, accedimos.

Acabamos en una terraza semicubierta de estilo chill out muy relajante. Los chicos comenzaron a hablar de videojuegos y nosotras nos embutimos en una entretenida charla de literatura teatral en la que despuntó la idea de escribir un libro en prosa poética. Pasado un rato en el que no faltó ninguna risa, de repente Baa dijo algo que me hizo mucha gracia. Levanté la mano para entrechocarla con la suya y respondió a mi gesto. Al poco rato, el mismo patrón con la diferencia de que esa vez retuvo mi mano entre la suya y la condujo bajo la mesa, aparcándola en su dura rodilla. Comenzó a acariciarme el pulgar y me quedé con el brazo derecho en un reino de placer.

Mi amiga me miraba con cara de circunstancia. Traté de distraerla para que dejara de agobiarme con su inquisitiva inspección. Baa me escrutaba con descaro, afilándose los dientes con la sonrisa. En aquel momento, tenía tanta hambre que la hubiera devorado a dentelladas por ponerme en un compromiso y arrebatarme la mano sin permiso, y después le habría devorado a lametones toda su piel.
Intenté hacer malabares con mi cigarro, la bebida y la conversación con un solo brazo. Las caricias en el dorso seguían y comencé a tener palpitaciones. En el corazón, también. De repente, y sin ningún tipo de previo aviso, agarró con fuerza mis dedos y comencé a notar algo mullido y húmedo. La rodilla es un hueso y no es, para nada, mullida ni húmeda. No me atrevía a mover ni un ápice los dedos, pero sabía de sobra que estaban en su entrepierna.

––Disculpad ––le sonó el teléfono, liberó mi mano encharcada y se fue.

Mis amigos se miraron sin saber muy bien qué sucedía. No podía pensar con claridad. A los pocos minutos, apareció de nuevo. Su sonrisa era peligrosa. La mía era muy ancha. Tan vigorosa y esperanzadora como hacía tiempo que no la sentía.

––Disculpadme ––repitió mientras se acomodaba de nuevo––. Era mi marido.

«Su, ¿qué?», pensé. Creí no haber escuchado bien, pero mis oídos son finísimos. Su marido. Había dicho «su marido». Su ma-ri-do.

Inmediatamente, corté el juego. Cuando se sentó a mi lado sonriéndome, yo respondí a su peligro, cogí una servilleta, me limpié la mano, la arrojé al cenicero con desdén, giré la silla y me puse a hablar con los chicos de sus estúpidos videojuegos. Cuando terminamos, la acercamos a la estación de tren, se despidió no sin antes darme dos besos en la comisura de los labios, pero no caí. Mientras regresábamos hice un esfuerzo por tomarme aquello con filosofía y reírme de la situación.

Una vez entré en casa estaba tan cansada, frustrada y cachonda que quería cenar, masturbarme, fumar o dormir. No me decidía por ninguna de las opciones, de modo que las hice todas. Me fui a la ducha y exploté como si hubiera roto aguas. Me aseé, cené algo precocinado, encendí un cigarro y me fui a la cama.

Dos semanas después, estalló la cuarentena. No volví a saber nada de Baa ni me quitó el sueño sentir que la vida amorosa me hubiera vuelto a hacer una pedorreta. Parecía ser lo único con lo que podría usar mi lengua. Pedorretas de la vida.

 

Más o menos completa

Por Sara Levesque

 

El cirujano le dio buenas noticias sobre el bulto de su pecho. Resultó que su tumor estaba en el amor.

Me he enamorado, no como una tonta, sino como el ser humano normal y corriente que no soy.
Es lo que hizo. Me tocó con suavidad la piel del torso mientras le dejaba entrar hasta mi pecho. Luego, se fijó en las curvas de mi corazón y lo deseó con la mirada. Y para que no se fatigara, lo arranqué y se lo entregué. Metió los dedos en los huecos de la aorta y lo masturbó hasta que el pobre infeliz eyaculó todo su jugo sobre ella. Cuando descubrió que le gustaba más de lo que quería permitirse, más que acceder a pringarse con los latidos de ambas direcciones, más incluso que atreverse a dejarse llevar por lo que sentía me lo devolvió reseco, vacío, marronáceo y hecho una pasa, apestando a indiferencia.

¿Qué se suponía que debía hacer ahora? ¿Esperar a que se me regenerara de nuevo todo mi volumen sanguíneo? Quizá, cuando eso ocurriera, hubiera aprendido a coserle una cremallera. Para algo debían servir los puntos de costura que quedaron en forma de cicatriz.

He llegado a la conclusión de que la única pareja estable con la que he vivido ha sido la escritura. Es un bolígrafo. Un pedazo de papel arrugado. Un recambio de la pluma. Es todo eso. Es más que ella. El único amor del que no me canso tras tantos años de convivencia.

Melancólica en forma de prosa, delicada si se viste de poema, o pura y arrolladora cuando me narra, la escritura es lo que me enseñó y también lo que me dejó. Lo único que aún conserva su esencia y a través de ella puedo escribir su nombre sin que me duela demasiado. O sus iniciales, escondiéndolas donde no sea fácil encontrarlas: en mitad de un párrafo, en tres adjetivos consecutivos o antes de un punto y aparte.
Si me apetece estar con una rubia, me tomo una cerveza. Que quiero una morena, pienso en el café. Y si se me antoja pelirroja, cualquier licor anaranjado me sirve. Sobre todo, un buen vino rosado.

Y luego estaba ella. También era mi amor, pero de esos platónicos. De esos que se escaparon y solo volverán cuando ya no me quede fuerza en los dedos para agarrarlo. Lo malo es que a ella sí la podría cambiar por la primera mujer que me hiciera ojitos. Y acabar así devolviéndole el daño que me dejó de recuerdo.
La verdad es que vivir conmigo debe parecerse mucho a suicidar los sentimientos. Habría días en los que no querría ni mirarla a los ojos, ni me importaría saber cómo le ha ido en el trabajo, ni siquiera hacer el amor con ella. Surgirían instantes en los que preferiría seguir enmarañando mi interior en el sofá, de madrugada, a solas; momentos en que sus caricias me irritasen y la apartase de mí, refunfuñando. Habría días en los que necesitase mandarla muy lejos, allí donde no huele bien… Porque no sé qué extraña conexión se daba en mi cerebro que, cuando me encontraba sola, ansiaba enlazarme con ella; y en los pocos pasos que anduvo a mi lado, deseaba estar muy sola. Nunca acepté esa contrariedad para ninguna de las dos.

Así que me conformo con la escritura. Es la única a la que soporto y me sobrelleva. La única que me hace sentir más o menos completa.

© Sara Levesque

El paisaje de la mujer indie

Por Sara Levesque

 

Ella y yo teníamos un tonteo tan hermoso como ver un amanecer en mitad de la montaña. Era muy musical y siempre que la rodeaba una canción sonreía en todo su esplendor. Pensaba que era porque tenía bastante tristeza que disimular. Le gustaba mantener las distancias debido a que su dolor del pasado podía con sus deseos. Conocía bien la cruz de esa cara… El tono impreciso de sus ojos se ocultaba detrás de un escudo que ella intentaba robustecer y, en realidad, era tan transparente como sus gafas sin montura. Cuando se lanzaba a hablarme, a mí me parecía que lanzaba de paso un latido de su corazón con cada una de sus palabras. Algunas veces me enviaba una canción dance para darme los buenos días. Y yo, que siempre he sido más visual que auditiva, me volví a aficionar a la música para que se sintiera cómoda y poder arrancarle sus lágrimas camufladas desde bien temprano, aunque tuviera que hacerlo de una en una, gota a gota, nota a nota. Le mandaba reggae o blues, que son los únicos sonidos que tolero.

También me gustaba mucho Phil Ochs, pero sus melodías las reservaba única y exclusivamente para mí. Y con ese tonteo soportábamos mejor el peso de la semana, en especial, el de los lunes por la mañana. Sin darme cuenta, empecé a aplaudir sus virtudes, que a ella parecían habérsele olvidado. Era fácil, bastaba con mirarla, aunque fuera a su recuerdo. Su estampa comprendía todos los paisajes en uno. El pacífico océano en calma naciendo de entre sus idealizadas piernas sumado al monte frondoso que posee las mejores vistas del mundo, el de Venus, formaban el paraje ideal para una amante de los deportes de riesgo como yo. Los lunares de su espalda componían una abstracta constelación si lo que se me antojaba era hacer un viaje espacial y ver las estrellas junto a ella.

La cascada de sus cabellos era el lugar ideal para ser más atrevida y zambullirme sin temor a ahogarme en su inmenso perfume. Para tomar el sol lo mejor era recostarme entre sus dos acogedoras dunas color arena, y si me entraba frío siempre podía echarme su piel por encima. El destino más romántico no era París sino sus labios, que hablaban un único e inmortal idioma: el de los besos. Si tenía el día nublado y le llovía por la cara, no se me ocurría mejor plan que mojarme bajo el destello de su verdoso mirar. Pero sin duda, el panorama más asombroso era su desértico corazón, que parecía haberla desterrado de sí misma. Un lugar al que yo ansiaba peregrinar con un billete de ida y alojarme sin fecha de salida para construir castillos en el aire de su aliento con toda la arena que le asfixiaba la respiración.

Si entre tanta expedición se sentía perdida, le mencionaría el día en que se compró una brújula y un mapa para algo más que una excursión, que podía usarlos para recordar que no estaba sola, que su risa valía un millón y, para encontrarla, yo no necesité un instrumento de orientación. No me atreví a decirle que me perdería en su mundo interior para degustar su hogar tan acogedor, que adoraba hacer chistes malos sobre nuestra edad, que sería genial tratar de cocinar una tarta con sabor a caricias y, si nos salía mal, comernos abrazadas cucharita, aunque fuese a parpadeos. Quizá debiera ser valiente y dejar de huir para bailar junto a su corazón al ritmo de una canción dance de esas que tanto le gustaban…

Ojalá

Por Sara Levesque

 

No era por hacerle un regalo en persona. No era por acabar existiendo a base de excusas. Olvidaré lo que dijimos antes de que sea demasiado vieja para perdonarlo. Perdonaré todo lo que no nos sugerimos para poder olvidarlo. Mejor relameré el recuerdo de su acogedora forma de ser.

No era por pasear por Madrid con ella para esquivar los mortíferos dientes de la ciudad tras su cálida sonrisa. No era un deseo, era un sueño que se me perdió por el camino. Ni siquiera me lo robaron, lo extravié yo solita con una maestría de lo más asombrosa.

Sí era por dejar de ser RADICAL y pasarme al bando NEUTRAL, ese en el que las rosas que repartía llevaban las espinas de goma y no herían. Sí era por besarle los versos y sanarme la ausencia de su cariño. A día de hoy, sigo pidiendo en la playa de «Ojalá» la copa que nunca compartimos, que nunca bebimos, porque nunca nos quisimos. Aún doy dos besos en vez de uno en la bifurcación donde se acabó lo que nunca empezó.

La esperé en un lado de la vida y resultó que estaba en el contrario, en una taciturna búsqueda de la que no me percaté por ser ella muda a mis señales y yo ciega a su poesía. Me fui quedando tan invidente del miedo a perderla antes de saber lo que era tenerla, que no tuve ojos en el corazón para poder verla.

Me cago en todo, nunca supe encontrarla, solo imaginarla hasta que me dolía el pensamiento. Hasta que llegaba otra mujer y me hacía ojitos para superponer su estampa al recuerdo de mi musa. Cuando me decidía a cerrar los míos, surgía de nuevo con su arte. Eso no le importaba y a mí me afectaba demasiado.

¿Qué tal si le daban por la puerta de atrás a lo que se debía hacer y parábamos de prohibirnos? A mí el protocolo me tocaba un pie y, de paso, el otro.

¿Por qué no decidimos probar a estar juntas un ratito y dejar de ponerlo por escrito?

¿Por qué no podemos ser ahora valientes o, al menos, sinceras, para cerrar el absurdo paréntesis de años en blanco que nos distanciaron, que fueron más difíciles de superar que cruzar el Atlántico de un salto?

Hoy, mi conclusión es que no existen los puntos suspensivos. No sobreviven más interrogantes. Se acabó vivir en un tiovivo la misma huida repugnante. Ya no tendré vergüenza de invitarle a bailar y desafinar con ella una canción que a ninguna nos acabe de gustar.

Al final comprendí, demasiado tarde, que hacernos daño era mejor que no hacernos nada. Sé que estaba de paso por mis días. Pero sus pasos eran tan bonitos… Y todavía hoy, años después, me pregunto si encontraré alguna vez una mirada que tenga la vista tan linda como la suya.

Ya no distingo qué es felicidad y qué es Musa. Cualquier mujer que pase por mi lado, por mi cama o por mi vida la acabaré comparando con ella y siempre perderá. No es ella, soy yo; nunca logré a olvidarla del todo. Lo único que me queda en el tintero para decirle por escrito es que la sigo queriendo como nunca llegué a quererla.

No existe un final para nuestra historia. Por eso continúo escribiéndola. No se puede cerrar una historia que no comenzó.

 

© Sara Levesque

 

Me retiro

Por Sara Levesque

 

Lo cierto es que nuestra historia empezó realmente bien; casi parecía irreal. Luego, se fue torciendo poco a poco, sin avisar. Pasamos de la utopía a la misantropía. Empezamos a creer que sabíamos de todo cuando no teníamos ni idea. Y acabó de la peor manera: con un abismo de silencio que nos separó años y años, igual que una fatídica condena. Después de devanarme los sesos tantísimas noches, de aprender a sacarme el cerebro de la cabeza para manosearlo como se manosea una bola de cristal y averiguar cuál fue el error que cometí, creo que lo encontré. Me quedé esperando a que ella diera «el paso» en nuestra atracción mutua, como si fuese su obligación o su turno, sin darme cuenta de que yo también tenía pies para avanzar hasta sus labios.

En parte está bien, porque todo el dolor surgido desde entonces significa que lo vivido fue lo bastante real como para que ahora mortifique. Hubiese dado mi alma a cambio de asesinar sin piedad mi cobardía. Fundirnos en un «abrazazo», que eso era muy suyo. Quedarnos a vivir en las pupilas de la otra, parpadeando si nos apetecía estar a solas. Que, por una vez, los golpes de la vida los tradujéramos en golpearnos las caderas sobre la cama, en el suelo, contra la pared, sobre la lavadora para comprobar si lo del meneo del centrifugado era cierto o donde se nos antojase, sanándonos las heridas, rompiendo los «día a día», reventando la rutina al galope de nuestros orgasmos.

Me quedé con ganas de declararle que era la luz de mis días, que no soportaba respirar en una realidad ficticia con ella sin que estuviera de verdad. Que, a veces, no me soportaba a mí misma y solo toleraba el día si era con la persiana bajada. Que no me importaba dibujar el futuro con los esquemas del pasado. No me importaba, lo prometo, siempre y cuando ella estuviera a mi lado. No quería que el tiempo volviera a pasar y arrepentirme otra vez de comprobar que se distanciaba. Lo digo porque una vez se marchó prometiendo que volvería.

Expresó muchas cosas, entre ellas, que no me preocupara porque me avisaría de su regreso para que no me pillase por sorpresa. Me lo soltó como se le dice a un amigo que todo se arreglará cuando ni siquiera se han escrito las instrucciones. Cuando me trataba así, a veces deseaba no tener el corazón maduro. Que siguiera siendo de juguete. Que los años no pasasen por la vida. Que nunca se hubiera inventado la manera de medir el tiempo porque así no sabría por cuánto esperarla. Ni hubiera seguido enredando el dedo en el calendario al contar los días que faltaban para su reaparición.

Algunas veces conseguía olvidarla; aunque no por completo, claro. Siempre sobrevivían migajas de ella que aferraba y redondeaba entre los dedos como si fueran un moco, redondeando de paso el mismo bucle en el que nos metimos. El mismo en el que nos mentimos. A veces jugaba con ese pellizco. A veces me rebozaba con él. A veces retozaba a solas para no olvidar que una vez lo hicimos de verdad en el césped de El Retiro. Y poco después, allí mismo, tuvo el valor de soltarme «yo me retiro».

Se retiró diciendo que volvería. No supe salir de ese enredo. No supe sacarla de mí sin arrastrar con ella mi corazón. Porque era tan comprensiva como inhumana, tan risueña como desagradable, tan cautelosa como una putada. Mi cama la extrañó incluso cuando nunca la había disfrutado.

Sara Levesque

 

Quizá nos parezcamos demasiado

Por Sara Levesque

 

Siempre he pensado que «hacer el amor» es una expresión absurda. Tú no dices «he quedado con una amiga para hacer la amistad». Somos así. Hacer el amor solo es la manera que tienen los sentimientos de practicar ejercicio, de fortalecerse.

Pero si tuviera que profundizar en este tema, diría que mi postura favorita para hacer el amor era con ella. Que el mejor orgasmo que podría disfrutar habitaba en su cuerpo, empezando por su mirada radiante, plena. Y que todos mis gemidos surgirían a través de sus sonrisas. Mis suspiros guardaban en bajito su nombre.

En numerosas ocasiones me estanqué imaginando cómo sería dibujar a besos nuevas rutas por las pecas de sus pómulos. Hablarle con mis dedos sobre los lunares de su cuerpo. Eso era para mí hacer el amor. Hacerle amor. Hacernos amor.

Al momento de escribir estas líneas era de noche. Creo que las dos de la madrugada. Fuera diluviaba, eso seguro. Y yo, para variar, me acordaba de ella porque la lluvia la asociaba con su naturaleza. Una lluvia que, mientras caía, entonaba los versos más espontáneos y sinceros del mundo, capaces de ahorcar hasta a la más cuerda.

Romántica, ñoña, ilusa, cursi, repipi, obsesa, soñadora o bohemia, podía llamarme como le saliese del… Coño, casi escribo una ordinariez. Pero esta confesión era para ella —como casi todo—. Más que poetisa, la alcancé a considerar poesía.

Deseé que volviera para sincerarnos. La distancia nos hace sabios, y tantos años de distancia debieron dejar a los Siete Sabios de Grecia a la altura del betún. Al mirarla a los ojos, podría decirle que la amaba, aunque me echase a temblar por dentro. Podría recuperar el beso que nos negamos cuando la tuve cerca, tan cerca que daba miedo. Un miedo incoherente, como si fuera Halloween todos los días del año menos el que le corresponde. Podría fantasear con la idea de su reacción: quizá me lo devolviera, mutara en una cobra, siguiera con su postura de indiferencia habitual, o acabara palpitándome la mejilla en lugar de la entrepierna. Porque si me avisaba de su regreso, podría dormir por las noches después de todo eso. Ya no estaría condenada a preguntarme qué habría pasado si la comía a besos como una vez nos sugerimos entre parpadeos.

Me inquietaba que nunca quisiera volver. Me inquietaba y mucho. Viví, existí, subsistí, sobreviví afligida por si le cautivaba tanto su viaje al extranjero que, al final, decidiera quedarse allí hasta que encontrase algo mejor. Que ese algo nunca se dejase ver y acabara esperándolo tan lejos para siempre… Me obsesioné por si su nuevo estilo de vida le atraía más que el que podría compartir conmigo en la ciudad de siempre. Temía no volver a verla y que eso le resbalara como su lluvia tan peculiar. Pero, sobre todo, lo que más me ofuscaba era que, después de tantos años, hubiera dejado de importarle y no necesitase verme más. Que me hubiera puesto en el olvido, ignorándome de principio a fin, desde la tarde que nos conocimos en el gabinete hasta estas palabras. Eso me aterraba…

Fuera seguía jarreando. Veía cómo los trasnochadores se empapaban. Y me preguntaba, desde mi imprudente ventana, si les chapoteaba el corazón como lo hacía el mío.

Sara Levesque

 

 

Diablos Azules

Por Sara Levesque

 

—¿Nos vemos en Ibiza? —le pregunté.
—Prefiero Portugal —fue su respuesta.
—Me refiero a la parada de metro.

Uno de los primeros recuerdos que tengo con ella fue esa conversación de besugos que me hacía sonreír por los andenes madrileños. La gente me miraba con mala cara, como si fuese una excéntrica o estuviese prohibido reír. A mí me resbalaba por completo. Porque iba a verla.

Soy muy puntual y siempre suelo llegar con media hora de antelación a donde sea que he quedado. Mi entretenimiento favorito era esperarla en la boca del metro. Camuflarme entre la multitud a observar cómo me buscaba. Me deleitaba unos momentos y entonces salía de mi escondrijo, tocándole el hombro con suavidad para no asustarla. Cuando nos encontrábamos, yo me perdía en el color de sus ojos, tan bonitos como el mejor de los amaneceres.

No era la chica más divertida, ni tampoco la más espontánea. Ni siquiera le gustaba el reggae de Mishka, ni las pelis de miedo o el bluegrass. Pero al sonreírme, solo quería que el mundo la mirara para que se sintiera tan pletórico como yo.

Nunca supe cómo lo hacía. Qué secreto escondía. Ni cómo cambió mi vida a mejor en la época en que nacía mi amor.

Por supuesto, no necesité las respuestas.

También recuerdo cuando recitaba poesía. La propia y la ajena. La leía con cierta entonación. Lenta, acentuada, cadenciosa… A mí, que por aquel tiempo apenas sí había escuchado un poema en voz alta, todo aquel adorno vocal me parecía algo ridículo. Luego, la ridícula fui yo con mi monótona forma de hablar de cada día. Años después, solo puedo sentir de verdad un poema si le añado el eco de su voz. Eco que empezó aquella noche entre los diablos azules de un bar que se fue al infierno. Junto a una cerveza, me mostró un mundo nuevo repleto de estrofas y versos cantados. Allí descubrí los más especiales: los suyos.

Escribir sin pelos en la lengua me lo enseñó también, cuando a mí me temblaban las palabras en la boca. Y ahora, cuando llueve, no me importa que las gotas me picoteen o termine calada. Para mi cuerpo es como si ella le recitaba una poesía más o menos extensa, depende de la cantidad de agua. Rimas nada frías ni aburridas. Solo estrofas y versos cantados.

En el escenario de ese mismo bar la he visto alguna vez, con el jersey de punto que tanto resaltaba su figura. Un pañuelo de cuadros le abrazaba siempre los hombros. Parecía su seña de identidad —al igual que para mí, la boina francesa—. Un complemento que no combinaba para nada con el resto de su ropa, pero la hacía especial. Sujetaba los poemas con ambas manos, como si quisiera retenerlos para siempre a su lado. Derrochaba seguridad desde tan alto. Me imponía respeto e infinidad de emociones que se enmarañaban todas y aún sigo intentando desenredarlas.

Allí, en aquel pub con las paredes de ladrillo al descubierto y el público prestándole atención, oteando su mirada y su boca al recitar, yo contemplaba también las mismas zonas intentando tocarle el corazón a través de mis pupilas, entregándole el mío antes de cada parpadeo. Con el hilo musical propio de las tertulias poéticas, la conjunción que sostenía con el mundo en esos momentos era mágica. Única. Inigualable. Y cada segundo que pasaba, me enamoraba más de la vida a la que sus versos entonaba. Maldita sea… ¡Qué hermosa era! Hasta su más completa indiferencia me atrapaba. Un sinfín de diablos azules fueron testigos de mi amor por sus palabras regaladas, por sus miradas murmuradas, por su presencia desenfadada siendo ella misma, sin importarle lo que la gente opinara acerca de cualquiera de sus movimientos.

Pero claro, nunca lo supo a tiempo.

© Sara Levesque