Pedorretas de la vida

Por Sara Levesque

 

Creo que la última vez que me toqué fue dos semanas antes de que estallara la cuarentena. Era sábado. Sábado sabadete. Una amiga actuaba en una obra de teatro en un pueblo de las afueras y la acompañamos en pandilla. Una de las actrices permaneció unos segundos mirando al público y, cuando su mirada se topó conmigo, me saludó. No me sonaba su cara. Levanté la mano a modo de saludo, extrañada; no por ello iba a ser maleducada. Esa escena se repitió en un par de ocasiones más y mi respuesta siempre fue igual de chocante. Al terminar la obra, mi amiga salió acompañada por la chica cortés, quien sugirió que fuéramos a tomar algo todos. La llamaremos Baa. Nos miramos con cara de «decide tú»; «no, tú»; «no, mejor tú» y, al final, accedimos.

Acabamos en una terraza semicubierta de estilo chill out muy relajante. Los chicos comenzaron a hablar de videojuegos y nosotras nos embutimos en una entretenida charla de literatura teatral en la que despuntó la idea de escribir un libro en prosa poética. Pasado un rato en el que no faltó ninguna risa, de repente Baa dijo algo que me hizo mucha gracia. Levanté la mano para entrechocarla con la suya y respondió a mi gesto. Al poco rato, el mismo patrón con la diferencia de que esa vez retuvo mi mano entre la suya y la condujo bajo la mesa, aparcándola en su dura rodilla. Comenzó a acariciarme el pulgar y me quedé con el brazo derecho en un reino de placer.

Mi amiga me miraba con cara de circunstancia. Traté de distraerla para que dejara de agobiarme con su inquisitiva inspección. Baa me escrutaba con descaro, afilándose los dientes con la sonrisa. En aquel momento, tenía tanta hambre que la hubiera devorado a dentelladas por ponerme en un compromiso y arrebatarme la mano sin permiso, y después le habría devorado a lametones toda su piel.
Intenté hacer malabares con mi cigarro, la bebida y la conversación con un solo brazo. Las caricias en el dorso seguían y comencé a tener palpitaciones. En el corazón, también. De repente, y sin ningún tipo de previo aviso, agarró con fuerza mis dedos y comencé a notar algo mullido y húmedo. La rodilla es un hueso y no es, para nada, mullida ni húmeda. No me atrevía a mover ni un ápice los dedos, pero sabía de sobra que estaban en su entrepierna.

––Disculpad ––le sonó el teléfono, liberó mi mano encharcada y se fue.

Mis amigos se miraron sin saber muy bien qué sucedía. No podía pensar con claridad. A los pocos minutos, apareció de nuevo. Su sonrisa era peligrosa. La mía era muy ancha. Tan vigorosa y esperanzadora como hacía tiempo que no la sentía.

––Disculpadme ––repitió mientras se acomodaba de nuevo––. Era mi marido.

«Su, ¿qué?», pensé. Creí no haber escuchado bien, pero mis oídos son finísimos. Su marido. Había dicho «su marido». Su ma-ri-do.

Inmediatamente, corté el juego. Cuando se sentó a mi lado sonriéndome, yo respondí a su peligro, cogí una servilleta, me limpié la mano, la arrojé al cenicero con desdén, giré la silla y me puse a hablar con los chicos de sus estúpidos videojuegos. Cuando terminamos, la acercamos a la estación de tren, se despidió no sin antes darme dos besos en la comisura de los labios, pero no caí. Mientras regresábamos hice un esfuerzo por tomarme aquello con filosofía y reírme de la situación.

Una vez entré en casa estaba tan cansada, frustrada y cachonda que quería cenar, masturbarme, fumar o dormir. No me decidía por ninguna de las opciones, de modo que las hice todas. Me fui a la ducha y exploté como si hubiera roto aguas. Me aseé, cené algo precocinado, encendí un cigarro y me fui a la cama.

Dos semanas después, estalló la cuarentena. No volví a saber nada de Baa ni me quitó el sueño sentir que la vida amorosa me hubiera vuelto a hacer una pedorreta. Parecía ser lo único con lo que podría usar mi lengua. Pedorretas de la vida.

 

Los comentarios están cerrados.